Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de El nuevo espacio público (EL PAÍS, 20/11/08):
La idea de un mundo interconectado, que nos ha servido como lugar común para designar la realidad de la globalización, implica, en principio, un mundo de responsabilidad limitada, cuando no difusa o abiertamente irresponsable, sobre el que no puede establecerse ningún control y del que nadie se hace cargo. La interconexión significa, por una parte, equilibrio y contención mutua, pero también alude al contagio, los efectos de cascada y la amplificación de los desastres, como es el caso de la reciente crisis financiera. El mundo interconectado es también ese “mundo desbocado” del que hablaba Giddens a la hora de calificar los aspectos menos gratos de la globalización.
En el caso concreto de la reciente crisis financiera la irresponsabilidad ha comenzado por la imprevisión. Han funcionado muy mal los sistemas de advertencia y prevención de riesgos. Las autoridades correspondientes han tenido una mala percepción de la gravedad de la crisis. Esta falta de anticipación revela no tanto un problema moral o político cuanto una grave deficiencia cognoscitiva, pues es difícil entender por qué no se sacan las conclusiones lógicas de una historia saturada de burbujas especulativas con consecuencias desastrosas. Tenemos muy reciente la crisis de la nueva economía y no hemos aprendido la lección: entonces se nos anunciaba una nueva era económica muy prometedora. Cuando domina la euforia financiera la hipótesis de una crisis parece lejana y por tanto incapaz de provocar las reacciones que aconsejaría la prudencia. La primera explicación antropológica de esta inadvertencia es que los profetas de las malas noticias no son nunca bienvenidos. Pero hay también una explicación ideológica y es que los defensores de la teoría de la eficiencia financiera llevan mucho tiempo diciendo que el mercado no se equivoca nunca y celebrando “la sabiduría de las masas” (Surowiecki). Y eso desincentiva la creación de instrumentos de regulación.
No sé si es una falta de memoria financiera, como ha dicho alguno, o una ceguera ante el desastre. En cualquier caso, está claro que prevenimos muy mal los desarrollos catastróficos y eso que no andamos faltos de cálculos matemáticos sofisticados. No disponíamos de una cartografía precisa de los riesgos que permitiera anticipar su encadenamiento irracional. Una parte de los riesgos había sido dispersada en el mercado, de manera que las instituciones financieras apenas podían medirlos y estimar su impacto futuro. Cuando el horizonte temporal se estrecha y sólo es tenido en cuenta el interés más inmediato es muy difícil evitar que las cosas evolucionen catastróficamente. Tanto desde el punto de vista informativo como de control, los mecanismos de autorregulación se han revelado como insuficien-tes. Lo que todo esto pone de manifiesto es que no sabemos todavía detectar, gestionar y comunicar los riesgos globales.
La crisis financiera es, en última instancia, una crisis de responsabilidad y el procedimiento que mejor lo ha representado ha sido la extensión de productos financieros como la titulización, que traducían la voluntad de desplazar los riesgos hacia el infinito, es decir, aceptar riesgos sin querer asumir las consecuencias. Se trataría de algo que podríamos denominar como “riesgos sin riesgos”. La titulación ha actuado como un mecanismo global de irresponsabilización, que diseminaba y disimulaba a la vez los riesgos, haciendo opacos los mercados. Éste y otros productos financieros permitían evacuar o neutralizar los riesgos de las operaciones de préstamo transfiriendo la carga hacia los mercados de naturaleza especulativa. La opacidad de los mercados impedía el control y toleraba riesgos excesivos, títulos opacos cuyos riesgos nadie era capaz de evaluar. De este modo se ha constituido un mercado financiero global en el que los accionistas minoritarios de las empresas han presionado para obtener unas tasas de rentabilidad cada vez más elevadas. La irrealidad de los intercambios económicos ha revelado que la globalización financiera es mucho más frágil que la globalización comercial.
Todo ello no hubiera sucedido si, al mismo tiempo, no hubiera habido una dejación de responsabilidad por parte de los Estados, de los bancos centrales y las instituciones financieras mundiales. Los dirigentes económicos y financieros han cometido el error de confiar absolutamente en la capacidad autorreguladora de los mercados financieros y han aceptado esta irresponsabilidad de los mercados de crédito, sometidos al mismo modelo de comportamiento que el que funciona en las Bolsas. A esto se han añadido unas operaciones de rescate que serán inevitables pero que no van a servir para promover las conductas responsables. Se han beneficiado de esas medidas aquellos actores económicos que pueden asumir riesgos excesivos sin tener que sufrir las consecuencias en virtud de las catástrofes en serie que su quiebra podría producir en el resto de la economía.
La crisis nos exige construir una nueva responsabilidad financiera, algo que se llevará a cabo más a través del control y la supervisión que mediante la regulación normativa. Nuestros dirigentes deberían comprender que les corresponde poner a los grandes actores económicos y financieros cara a sus responsabilidades: responsabilidad de los prestamistas, limitando la titulización, es decir, la opacidad de los riesgos en el mercado de los productos derivados, de manera que las deudas no sean instrumentos de especulación; responsabilidad de los accionistas, reservando el derecho de voto a quienes se comprometen establemente con la empresa para permitirle llevar una verdadera estrategia; responsabilidad de los Estados que se deben entender sobre un sistema de paridades estables, impidiendo así las oscilaciones violentas de divisas, desconcertantes para los agentes económicos; responsabilidad de los bancos centrales, que deben aceptar someter su gestión a la aprobación de los Estados democráticos, con la preocupación de tomar en cuenta todos los grandes parámetros decisivos para la marcha de las economías: producción, empleo, precios, endeudamiento, saldo presupuestario y saldo exterior.
Pero conviene no perder de vista que estos compromisos han de conseguirse en medio de una red cada vez más densa de dependencias, donde las obligaciones pierden visibilidad y nitidez. Al mismo tiempo, un mundo de crecientes interdependencias aumenta también el número de consecuencias de las acciones que no resultan fáciles de imputar. Este conjunto de circunstancias y otras similares justifican la denominación de “irresponsabilidad organizada” (Ulrich Beck) a la hora de calificar a nuestras sociedades, aunque también cabe preguntarse si no se trata más bien de una falta de organización, de que no hemos sido capaces de organizar socialmente la responsabilidad a la vista de que algunas de esas dinámicas contradicen claramente muchos de nuestros derechos y nuestros deberes. La debilitación del sentido de responsabilidad no es una cuestión que pueda achacarse únicamente a los políticos o a la desafección ciudadana, sino que resulta más bien de esa mezcla de debilidad institucional y fatalismo que caracteriza a nuestros compromisos democráticos. Se pueden organizar muchas cosas para identificar la responsabilidad y transformar dinámicas ciegas en procesos gobernables.
Han cambiado las condiciones en las que se pensaba y ejercía la responsabilidad política. El problema estriba en cómo representar esa responsabilidad en un momento en el que ha perdido evidencia la relación entre mi comportamiento individual (como prestamista, consumidor, accionista, votante o cliente) y los resultados globales. La ilustración de esta nueva articulación entre lo propio y lo común sólo se conseguirá si desarrollamos un concepto de responsabilidad que haga justicia a la actual complejidad social y corresponda a nuestras expectativas razonables de conseguir un mundo que pueda ser gobernado, del que nos hagamos cargo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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