Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 16/11/08):
El 26 de abril de 1793 en el Pabellón de Doma del Jardín de las Tullerías donde todavía celebraba sus sesiones la Convención Nacional ya se mascaba la tragedia. Eran las antevísperas del primer golpe de Estado contemporáneo contra un régimen representativo y el cerco de los sectores más exaltados del pueblo de París, hábilmente manejados desde la Comuna y el Club de los Jacobinos, se estrechaba cada día como un dogal asfixiante sobre los diputados de la Gironda y sus aliados del ala moderada de la cámara.
El debate del proyecto de la que debía ser la primera Constitución republicana de la Historia de Europa era uno de los principales catalizadores de la guerra fratricida que empujaba de forma inexorable hacia la guillotina a los enemigos de la «Santa Montaña» en cuya cima había asentado Robespierre su solio pontificio. Frente al Estado monolítico de ese inquietante homo antecesor de la Teología de la Liberación, los girondinos y otros acosados especímenes sinceramente demócratas preconizaban una tímida descentralización administrativa -no podían hablar de federalismo pues esa herejía estaba expresamente castigada con la muerte- apenas asimilable a la de las que hace 20 años denominábamos en España «autonomías de segunda velocidad».
Las sesiones iban y venían entre los exaltados cánticos a la hegemonía de París como conductora de la Revolución -jaleados desde las tribunas-, y las no menos campanudas apelaciones a la igualdad entre los 84 departamentos -abucheadas desde las tribunas-, cuando esa tarde llegó el turno de palabra de un hombre de rampante alopecia y perfil de pajarito, autodenominado el Orador del Género Humano. Su propuesta iba por igual contra la Nación y contra la Provincia, pues abogaba nada menos que por el establecimiento de la República Universal.
Su verdadera identidad era la de Jean-Baptiste de Cloots, barón du Val-de-Grâce, nacido en Prusia y nacionalizado francés por sus servicios a la Revolución, pero su nombre de guerra se había transfigurado y condensado en el de Anacarsis Cloots. Tan inaudito patronímico era un homenaje al sabio viajero escita así denominado que, según el vademécum que para aquella generación revolucionaria eran las Vidas de los Filósofos Ilustres de Diógenes Laercio, había aportado un toque de revitalizador cosmopolitismo a la Atenas de Solón desde el momento en que decidió autoinvitarse como huésped en su casa. Sintiéndose heredero del Anacarsis de aquella edad clásica, Anacarsis Cloots se veía a sí mismo como el sabio llegado de fuera que podía liberar a la nueva Acrópolis de su parroquianismo endogámico y miope.
Dotado de un gran sentido de la teatralidad, Cloots había hecho su debut parlamentario casi tres años antes cuando había comparecido ante la Asamblea Constituyente al frente de una sedicente Embajada de la Humanidad que solicitaba poder desfilar en la gran fiesta que iba a conmemorar en el Campo de Marte el primer aniversario de la toma de la Bastilla. Había argumentado entonces que, así como los generales romanos incorporaban a su cortejo triunfal a los pueblos que habían sojuzgado, ahora todos los espíritus libres de los más remotos confines de la Tierra debían sumarse al desfile en homenaje a la gran Revolución emancipadora. No es difícil imaginar la exaltación y entusiasmo con que la Asamblea acogió esa propuesta de un ponente que acudía acompañado por más de 30 representantes de casi todos los pueblos europeos, amén de un árabe y un caldeo, embutidos todos ellos en sus respectivos atuendos nacionales.
La apoteosis se atenuó un poco cuando se descubrió que el «árabe» y el «caldeo» no habían llegado de tierras remotas sino que eran traductores de lenguas extranjeras asentados en París desde hacía bastante tiempo y se trocó en befa cuando comenzó a circular la especie de que la mayoría de los demás no eran sino figurantes franceses a sueldo. Una de las contadas excepciones debió ser la del representante español, pues varios periódicos de la época lo identifican nada menos que como Pablo de Olavide, exiliado en Francia desde hacía más de una década tras ser condenado con saña por la Inquisición y haber logrado escapar durante un traslado a un balneario gerundense en las inmediaciones de la frontera.
Al margen de que las fechas efectivamente encajan, lo que hace más verosímil tan sorprendente presencia de nuestro desdichado prócer de la Ilustración en ese pintoresco cortejo es la naturaleza de la actividad, pues ¿qué terminaron siendo en definitiva las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena que Olavide organizó como Intendente Real, suscitando toda la enemiga del Santo Oficio, sino pequeños embriones de repúblicas utópicas en las que trabajadores franceses, suizos, flamencos, alemanes e italianos ensayaban la experiencia del cooperativismo y la fraternidad universal?
Anacarsis Cloots preconizaba todo eso y mucho más y no estaba dispuesto a dejarse nada en el tintero en su gran oportunidad de expresarlo ante la Convención. Puesto que «los Derechos del Hombre se extienden sobre la totalidad de los hombres, cualquier reunión o corporación parcial que se declare soberana hiere gravemente a la Humanidad». De ahí que lo pertinente fuera, a su entender, olvidarse de algo tan prosaico como la elaboración de la Constitución de la República Francesa y ponerse manos a la obra para redactar al fin «la Constitución del Género Humano».
«¿No es evidente que la ignorancia de la voluntad universal es la causa inmediata de todas las guerras?», se preguntó entre crecientes murmullos. «No conozco más barrera natural que la que hay entre la tierra y el firmamento… Un Gobierno tendrá más vigor cuanto más amplíe la base de la que obtiene su energía: ése será el caso de la República Universal».
Los murmullos empezaron a crecer de tono y a trocarse en manifestaciones de desaprobación y burla cuando el bueno de Anacarsis comenzó a concretar sus propuestas. Una cosa era su antigua ocurrencia de crear un Parlamento Mundial formado por 10.000 miembros y otra que Francia debiera empezar dando ejemplo y renunciar a sus señas de identidad: «Pido incluso que, para evitar todos los malentendidos, se suprima el nombre de Francés al igual que los de Normando, Borgoñón o Gascón. Una renuncia formal nos cubrirá de gloria anticipando en un siglo las ventajas de la República Universal… Y como nuestra asociación será una verdadera unión fraternal, el nombre de Germanos nos encajará perfectamente. Universales de derecho; Germanos de hecho, gozaremos incesantemente de los beneficios de la universalidad».
La Convención votó en contra de todos los artículos del consecuente decreto presentado bajo estas premisas y Anacarsis Cloots fue, naturalmente, guillotinado apenas un año después. Un testigo presencial recordaría que toda su obsesión, mientras recorría la Via Dolorosa de la calle Saint Honoré maniatado en la traqueteante carreta que le conducía hasta el patíbulo, era que no se le confundiera con los airados radicales con los que el Tribunal Revolucionario le había amalgamado. Porque él, el hombre que por un instante había logrado poner de acuerdo en el vituperio a la Gironda, la Montaña e incluso a los cobardones diputados de la Plana, era nada menos que -mucho ojo, un respeto- el Orador del Género Humano.
Le habían cubierto de mofas pero, al margen de que el final del pobre Anacarsis no tuviera ninguna gracia, lo cierto es que en 1795, es decir al año siguiente de su ejecución, su doblemente «germano» Emmanuel Kant publicó su famoso tratado sobre La Paz Perpetua, propugnando la formación de «un Estado Internacional (civitas gentium) que debe necesariamente continuar creciendo hasta que incluya a todos los pueblos de la Tierra».
De forma mucho más sólida y consistente que en los desbocados sueños de Anacarsis, Kant desarrollaba lo que Rawls definiría como «una utopía realista», pues admitía que antes de llegar a la cima de ese Gobierno Mundial, imaginado ya por Aristóteles, Dante o Hobbes, convenía desarrollar durante una larga etapa intermedia las posibilidades de una «Federación Pacífica (foedus pacificum) que no pretendiera adquirir ninguno de los poderes propios de un Estado, sino simplemente garantizar las libertades de cada Estado en su interior en armonía con las de los demás Estados Confederados».
¿Estaba ejerciendo de heraldo de la Sociedad de Naciones, de la ONU o de este G-20 ampliado que ha desarrollado ayer en Washington la que muy bien puede terminar siendo la sesión constitutiva de un proceso que desemboque si no en un Gobierno Global, sí -importante matiz- en el gobierno de la globalización?
Muy pocos observadores han reparado en la coincidencia entre el 90º aniversario del final de la Primera Guerra Mundial -una sanguinaria contienda baldíamente preconizada como «la guerra para acabar con todas las guerras»- y esta Cumbre de Washington convocada con la pretensión de atajar la que muy bien podríamos llamar Primera Crisis Sistémica de la Era de la Globalización. Pero mientras los últimos supervivientes centenarios de aquella gran carnicería acuden en silla de ruedas a recibir durante el Veteran’s Day el postrer homenaje de sus vidas, la música de órgano que resuena bajo las bóvedas de la Catedral de San Pablo de Londres representa a la vez el réquiem por casi un siglo de atroces fracasos y el ofertorio de todas nuestras nuevas esperanzas de embridar el caballo desbocado del progreso humano.
Pese a haber vivido todas las peores horas de una Segunda Guerra Mundial que multiplicó por cinco o por seis los 10 millones de muertos de la Primera y pese a haber contribuido decisivamente a las horripilantes tragedias de Hiroshima y Nagasaki, el presidente Truman siempre llevaba en su cartera una copia de unos famosos versos de Lord Tennyson imaginando «todas las maravillas que se producirían» («all the wonders that would be») el día en que los tambores de guerra dejaran de sonar y las enseñas militares se plegaran «en el Parlamento de los hombres, en la Federación del mundo».
Durante toda la Guerra Fría el concepto de colaboración universal estuvo tan unido a las negociaciones de desarme, y sobre todo al control de las armas nucleares, que el propio Albert Einstein consideraba que el monopolio sobre el ejercicio de esa competencia era razón suficiente para que el establecimiento de un Gobierno Mundial resultara imprescindible.
Con la caída del Muro de Berlín y el entierro de la bipolaridad surge la aurora de ese Nuevo Orden Mundial anunciado por Bush padre entre ingenuas fantasías sobre el «fin de la Historia» y en buena medida enturbiado luego por los catastróficos abusos y equivocaciones de Bush hijo. Pero, entre tanto, el revolucionario desarrollo de las telecomunicaciones, la industria del transporte y las nuevas tecnologías de la sociedad de la información han creado una realidad global o, para decirlo con la afortunada expresión de Thomas Friedman, un mundo más «plano» que nunca, a modo de un único estadio en el que se desarrolla un único evento deportivo que a todos nos concierne.
Y si las oportunidades son enormes, también lo son los riesgos colectivos. El sida nos ha enseñado que las epidemias son globales; los efectos del cambio climático, que las crisis medioambientales son globales; y esta infección masiva del sistema financiero por las hipotecas basura y otros productos tóxicos fruto del maridaje entre el ingenio y la codicia, que los cataclismos económicos -atenuados o, como en el caso de España, agravados por los ingredientes domésticos- también son globales.
La reunión de ayer marca por lo tanto un hito en la asunción de esa nueva realidad que nos convierte a todos los humanos en pasajeros de un único navío y deja en manos de gobernantes de muy diversas ideologías y legitimidades la responsabilidad de conducirnos sobre una frágil balsa de troncos o en un sólido transatlántico de casco de titanio. Nunca en la Historia de la civilización humana se había celebrado una reunión operativa de grandes mandatarios tan representativa de los cinco continentes, reflexión que en el caso español sirve para que la satisfacción de haber estado presentes enmascare en gran medida la forma un tanto vergonzosa de conseguirlo.
Quien de verdad ha quedado ayer en evidencia es la Organización de las Naciones Unidas, completamente ajena al evento no ya por la falta de apego de la Administración Bush a su espíritu y actividades sino por el carácter obsoleto e inoperante de sus reglas del juego. Es obvio que el liderazgo transformador que puede encarnar Obama no encontrará mejor prioridad que la implantación y desarrollo de los mecanismos de una nueva multilateralidad, bien reformando la ONU, bien impulsando lo alumbrado ayer en Washington, bien haciendo converger ambos procesos -eso sería lo ideal- con otros tan esenciales como el de la Corte Penal Internacional, la ronda comercial de Doha o el Protocolo de Kioto.
Cuando me preguntan por qué me subyuga tanto la Revolución Francesa siempre respondo que porque es imposible encontrar otro momento histórico en el que en un lugar tan concreto y en un periodo de tiempo tan reducido se hayan planteado todos los problemas de la democracia con tan franca intensidad y tan brutal esencialismo. Hasta tal extremo me doy cuenta de que nada de lo que ha sucedido después dejó de ensayarse entonces, que más de una vez he imaginado lo que habría venido ocurriendo si en unas catacumbas bajo la Iglesia de La Madeleine en la que se honra la memoria del desafortunado Luis XVI, se hubiera continuado reuniendo aquella Convención Nacional.
«Ya lo decía yo», habría advertido Robespierre, atusándose la peluca con la cabeza bajo el brazo, durante el desencadenamiento de la Revolución de Octubre y la implantación de los regímenes totalitarios disfrazados de «democracia real». «Ya lo decía yo», habría advertido Danton, exhibiendo desafiante su cabeza picada de viruelas -tal y como le pidió al verdugo que lo hiciera-, durante la Batalla de Inglaterra, el auge de la Resistencia o el desembarco de Normandía. «Ya lo decíamos nosotros», habrían advertido a coro Vergniaud, Guadet y demás líderes girondinos, depositando sus atildadas cabezas sobre la tribuna y compitiendo en oratoria al describir la prosperidad de las actuales democracias parlamentarias. «Ya lo decía yo», habría vociferado Marat, con sus ademanes de sapo y el cuchillo de Carlota Corday clavado en el pecho, al festejar el mayo del 68, los disturbios raciales del «verano caliente» o los últimos actos vandálicos en las banlieus.
No soy el primero en imaginar tal parlamento de los muertos vivientes, pero sí en descubrir que incluso el pobre Anacarsis Cloots tendría la oportunidad de vivir su gran día. «Lo veis», habrá alardeado el Orador del Género Humano al contemplar sentarse juntos al francés, al ruso, al americano, al chino, al árabe y al turco a falta de caldeo. «Ya lo decía yo», clamará triunfante, sosteniendo su cabeza de pajarito pelado bajo el brazo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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