Por Manuel Ruiz Zamora, historiador del arte y filósofo (EL PAÍS, 15/11/08):
El fraude ha acompañado como una sombra al arte desde al menos los inicios de la modernidad. Toda proposición inédita ha implicado automáticamente la impresión más o menos consciente de fraude, hasta el punto de que no parece demasiado aventurado afirmar que no puede comprenderse el arte contemporáneo si no se asume ese componente, por así decirlo, dialéctico del mismo. Existen, sin embargo, diferencias importantes en los significados de este concepto. Hay un fraude que podríamos considerar inmanente al fenómeno, y que consiste en hacer pasar un objeto por lo que no es, aprovechándose de supersticiones culturales como la autoría, la irrepetibilidad, etcétera. Una magnífica ejemplificación de ello la constituye aquella película de Orson Welles llamada, precisamente, Fake. Pero existe una forma de fraude mucho más productiva, por así decirlo, filosóficamente que implica una extensión y renovación no sólo de la obra sino, principalmente, del concepto. Las vanguardias históricas hicieron un uso casi sistemático de esa fórmula. Podría decirse que esta forma de fraude es la manera a través de la cual el arte reflexiona sobre sí mismo y sus propios límites.
Y es que resulta cuanto menos paradójico que en septiembre, poco antes de que la recesión económica cayera con fuerza sobre el mundo del arte -como ha ocurrido hace unos días en las recientes subastas de Christie’s y Sotheby’s, que no llegaron a conseguir los precios de venta que esperaban-, Damien Hirst obtuviera un éxito indiscutible, saltándose además todas las instancias de intermediación entre el autor y los potenciales clientes de sus obras.
La cuestión es que para que pueda hablarse de fraude, retomando el hilo anterior, es preciso que exista a su vez un suelo, aunque sea aparente, de verdad susceptible de ser falseado, desnaturalizado o pervertido. Ese suelo no es otra cosa que el paradigma ideológico, creado por el idealismo romántico, que con sus categorías de creatividad, originalidad, genio, etcétera, conforma el concepto moderno de Arte. Pues bien, es este paradigma el que se encuentra, si no definitivamente muerto, sí en un imparable proceso de descomposición. Ello no significa que no se siga produciendo arte como una expresión, entre otras muchas, de la creatividad humana, sino que su exclusividad metafísica resulta cuanto menos problemática.
Nunca más que ahora ha parecido tan ajustada aquella profética sentencia de Hegel: “Para nosotros el arte no tiene ya el alto destino de que gozaba en otro tiempo”. Hay que contemplar, además, que como ya predijera Walter Benjamin las posibilidades de reproducción técnica no sólo iban a tener repercusiones en el valor aurático de la obra de arte, sino que iban a operar una verdadera transformación en la propia naturaleza de la misma: la publicidad, el vídeo arte, el net art, etcétera, no han hecho sino confirmar ese diagnóstico.
Desde estas premisas, las provocaciones de Damien Hirst sólo pueden comprenderse como el juego cínico y crepuscular, en el fondo profundamente artístico, en relación a una serie de creencias y valores de carácter estético que están conociendo su final ante nuestros desconcertados ojos. Se han hecho referencias, en algunos artículos, a las reconocidas afinidades de Damien Hirst con el movimiento punk, y contemplando sus prácticas con respecto al entramado financiero-institucional del mundo del arte uno no puede sino evocar aquella maravillosa película de Julien Temple, titulada precisamente La gran estafa del Rock and Roll, en la que el creador de los Sex Pistols, Malcolm McLaren, ofrecía unas ilustrativas lecciones sobre cómo exprimir a las casas discográficas unos cuantos millones de libras usando como pantalla a una especie de grupo fantasma.
La pregunta que inevitablemente surge ante un fenómeno de estas características, es: ¿quiénes son los estafadores y quienes son los estafados? En el caso del arte: ¿es Hirst el verdadero estafador o lo son esas casas de subastas, críticos más o menos influyentes, propietarios y artistas auráticos que siguen jugando al juego sublime de la verdad revelada y que viven de esas instituciones con la misma impunidad que el autor de los tiburones en formol pero sin el cinismo ni la valentía necesarios para emanciparse de ellas?
Ante una situación como ésta resulta lógico que nos preguntemos si existe vida más allá de ese nihilismo radical que juega sin contemplaciones con los últimos vestigios de la religión romántica del arte. Si nos atenemos a las predicciones de algunos de los pensadores más sagaces de nuestra época, y a los signos que se desprenden de las actividades relacionadas con la creación artística, lo que parece más probable es que nos estemos encaminando hacia un concepto de arte mucho más discreto y efectivo, descargado de hinchazones trascendentes y más próximo, tal vez, al significado que tuvo la palabra en el mundo clásico. Llamaremos “arte” a productos de la imaginación que aspiren a un alto grado de excelencia, pero que se encuentren integrados en las prácticas y necesidades de la vida cotidiana, tal y como está ocurriendo ya con las propuestas de las nuevas tecnologías… o como ocurrió con esas pinturas holandesas del Rijsmuseum, cuya humilde domesticidad deslumbró a Félix de Azúa (Otro espíritu sobre las aguas).
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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