Por Nuria Amat, escritora (EL PAÍS, 24/11/08):
Siempre que viajo a Colombia regreso con el alma dividida por el dolor de un país que lleva cuatro décadas de guerra civil y la alegría y generosidad de sus habitantes que sobreviven a la violencia con una sonrisa estoica en el rostro. La prensa más solvente, medios de comunicación y organizaciones de derechos humanos denuncian a diario la nueva violencia desencadenada por paramilitares y otros grupos armados.
“Es que en Colombia no nos debemos aterrorizar por nada, aquí se están cometiendo desde hace varios años los crímenes más atroces de la humanidad. La destrucción de pueblos enteros con las masacres indiscriminadas de sus familias; el uso de las motosierras; el descuartizamiento sin piedad de las víctimas del narcotráfico y la guerrilla son apenas meros asomos de la cruda realidad que estamos padeciendo. ¿Qué decir de los niños de la guerra, que son arrancados de sus hogares y llevados a la fuerza para convertirlos contra su voluntad en criminales?”. (El Espectador. Opinión. 5 de noviembre de 2008).
En Colombia los ríos son las tumbas de los desfavorecidos de la guerra. Desde la violencia entre liberales y conservadores (siglos XIX y XX), ríos grandes y pequeños como el Magdalena, el Sinú, el San Jorge, el Cauca, el Atrato y el San Juan han venido arrastrando cadáveres flotando en el agua a merced de las aves rapaces llamadas gallinazos. A diferencia de las fosas de las últimas guerras europeas y españolas, donde los cuerpos se amontonaban como alimañas, en Colombia los grupos armados utilizan sus ríos como cementerios invisibles para evaporar sus víctimas.
Informes elaborados por Derechos Humanos (Human Rights Watch) divulgan las confesiones de familiares de las víctimas inocentes y sus verdugos paramilitares. Cuentan pescadores, familiares de los muertos y testigos de la epidemia mortífera que si la justicia de Colombia pudiera llamar a declarar a sus ríos serían cientos de miles los crímenes cometidos por paramilitares, guerrilla, ejército y narcotraficantes. Según otro expediente de 9.500 folios, difundido por la revista Cambio (2 de noviembre de 2008) se habla de 1.700 crímenes cometidos en una pequeña zona del país. La astucia de los asesinos consiste en hacer desaparecer los muertos sin dejar rastro. Sin embargo, la naturaleza colombiana resulta ser más sabia que sus crueles depredadores armados y la argucia que proponen no siempre funciona como pretenden. Es cierto que muchos de los ríos consiguen tragar por entero a sus muertos. Son los nuevos cementerios de agua de Colombia. Pero en una gran mayoría de casos los cuerpos, o partes de ellos, flotan y llegan a los recodos de la orilla. De toda edad y sexo. La mayoría sin identificación ninguna.
Los verdugos, desconfiados de que el agua no pueda borrar su sangre, descuartizan a sus víctimas, vivas o extintas. Mutilan sus cuerpos. Van llegando o apareciendo por partes. Vestidos. Desnudos. Despedazados. Llega una pierna. Después una cabeza. La mayor parte de los hombres y mujeres inocentes antes de ser matados fueron torturados. Quemados. Violados. Es fácil reconocer si han sido comidos por peces y aves o por la truculencia de sus torturadores. Algunos no aparecen. Otros vuelven a flotar pese a que la práctica utilizada con muchos de ellos consiste en amputar sus cuerpos, provocándoles todo el sufrimiento inimaginable, abrirles el vientre con machetes, arrancarles los órganos y llenarlos de piedras para que pesen y se hundan definitivamente en el olvido. El agua les sirve para borrar la identidad del escenario.
Miles de descuartizados bajan por los ríos. La magnitud de la tragedia hace que las autoridades realicen campañas para la identificación de cadáveres. Médicos, forenses y gente anónima recorren los campos tratando de identificar cadáveres desconocidos. A todas las familias de la zona les han matado a un ser querido que buscan desesperadamente sin encontrarlo nunca. Por eso las mujeres colombianas, huérfanas, viudas, hermanas y amantes se acercan de noche al río para esperar su cadáver.
Los pescadores son los primeros en descubrir los cuerpos. Desde la barca los empujan con una vara de madera y los arrastran a la orilla. Pero desde que también les dio por matar a varios de estos rescatadores de muertos, los pescadores saben que es mejor no sacarlos (El Tiempo, 23 de abril de 2007). Sólo las familias se atreven a desafiar la muerte yendo a diario a verlos bajar por el río para encontrar a los suyos o para socorrer a otros y, como dicen: “Hacerlos nuestros”. Necesitan su porción de duelo para seguir viviendo con dignidad. Y si no encuentran sus propios cadáveres o, con suerte, apenas consiguen algún recuerdo del desaparecido, adoptan a los muertos con los que tropiezan y les dan el nombre del hermano, hija, madre o marido. Cuando bajan sin cabeza o vienen sin brazos, recomponen sus cuerpos. Jamás dejan un cuerpo sin recomponer. A unos les dan los ojos. A otros las manos. Remiendan sus miembros con la idea de que en esta vida o en la otra los asesinos tengan que responder por las víctimas. El trabajo de tener sus muertos anónimos les alivia el dolor. Los llaman los “No Nombres (N. N.)”. Terrible y desgraciada abreviatura. Con las siglas N. N. (del latín nomen necio: nombre desconocido) los nazis abandonaban los cadáveres de judíos en los campos de concentración de Dachau, Bergen-Belsen, Auschwitz, Treblinka…
Los colombianos colocan lápidas y un número para que todos sepan que desde ahora el nombre desconocido es un muerto con dueño. O todavía mejor: un desaparecido que ha sido reencontrado. Cuando escuchan sollozos de voces recientes que van en busca de sus muertos, las mujeres les entregan los cadáveres recuperados para que las familias de las víctimas puedan vivir el luto por los seres queridos.
La señora Catalina Montoya Piedrahita (es famosa la bravura de la mujer colombiana) consiguió plantarse frente al asesino de su hijo:
“Dígame quién mató a mi hijo, cuénteme dónde lo enterró, en qué fosa, que yo voy y lo busco y saco los restos”.
“No señora”, le contestó un paramilitar curtido de Colombia, “nosotros no hacíamos fosas comunes. A toda la gente la tirábamos al río”. (El Colombiano, 19 de octubre de 2008).
No hay exclusividad para los cadáveres. Tampoco se trata de levantar un cementerio de desaparecidos. Consultores colombianos de la ONG Equitas piden que los restos humanos N. N. deban ser declarados Patrimonio Cultural de Colombia para que sean protegidos e identificados. Mientras tanto, cada uno de los cientos N. N. enterrados tiene su dueño N. N. elegido por un familiar adoptivo. Después lo bautiza: N. N. Federico, N. N. Aída Luz, N. N. Ana Frank, N. N. Roberto. Y añaden una placa de mármol que dice: “Gracias N. N. por el favor recibido”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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