Por William R. Polk, miembro del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado durante la presidencia de John F. Kennedy. Autor del libro Políticas violentas (Ed. Libros de Vanguardia). Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 06/11/08):
El presidente electo Barack Obama afronta desafíos sin precedentes. Si quiere introducir la más ligera modificación respecto de las políticas de la Administración Bush, ya puede darse prisa, porque la enorme burocracia del Gobierno estadounidense sólo concede al nuevo mandatario un escaso margen de flexibilidad antes de recuperar su habitual modo de proceder.
Obama dispondrá de poco dinero. Los ingresos son bajos, la deuda nacional alcanza niveles sin precedentes y la capacidad de endeudamiento en el exterior está agotada. Obama no puede reducir significativamente el rescate financiero del sistema bancario por valor de miles de millones de dólares. La industria de la automoción pide también ayudas similares. Cientos de miles de trabajadores pierden sus puestos de trabajo y muchos más hogares sus viviendas. ¿Qué puede hacer el presidente?
En primer lugar, debe dirigirse a donde está el dinero. Si pretende aplicar cualquiera de las promesas que hizo para resultar elegido, debe empezar imponiendo disciplina en el Departamento de Defensa, que dispone del 58% de todos los ingresos gubernamentales federales discrecionales y pide más en la actualidad.
En teoría, tal cosa debería ser viable, dado que el presupuesto militar supera el de todos los departamentos de Defensa combinados del planeta y, además, varios programas de misiles aéreos y navales que son enormemente costosos fueron concebidos para luchar contra un enemigo que ya no existe, la Unión Soviética.
Sin embargo, en la práctica, será imposible proceder a recortes significativos en el presupuesto del Departamento de Defensa, pues nutre lo que el presidente Dwight Eisenhower denominó el “complejo industrial militar”. Prácticamente todas las empresas estadounidenses obtienen parte de sus ingresos de este complejo, del que dependen cientos de miles de trabajadores. La tríada formada por trabajadores sindicados, empresarios y soldados conforma un poderoso conglomerado de presión en el Congreso estadounidense. Los congresistas ansían gastar en seguridad porque estos programas son muy populares entre los electores del país. En consecuencia, el presidente entrante puede confiar en poder introducir cambios importantes sólo de forma lenta y gradual y reemplazando programas militares por civiles.
Por suerte para él, se abren dos posibles vías a las nuevas iniciativas: el medio ambiente y las destartaladas infraestructuras estadounidenses. En este momento, la única forma seria de salvar el marco ambiental no puede ser de carácter federal, sino que ha de apoyarse en ciudades y estados que promuevan iniciativas y programas susceptibles de crear nuevos puestos de trabajo. Obama no dispondrá de grandes sumas de dinero para asignar a los proyectos, pero puede ofrecer incentivos fiscales.
Más palpable resulta la apremiante necesidad de invertir tras años de desidia y abandono de las carreteras, puentes, aeropuertos y obra pública en general en Estados Unidos. La Asociación Estadounidense de Ingenieros Civiles ha informado de que la infraestructura del país “está deteriorada”. “Se precisará una inversión de 16.000 millones de dólares para que las cosas vuelvan a funcionar como es debido”, sostiene. Según los estudios efectuados, casi 200.000 puentes de los 590.000 que hay en el país presentan “deficiencias estructurales u obsolescencia funcional”. Además, envejecidas plantas depuradoras vierten miles de millones de litros de aguas residuales sin tratar en los cursos de agua de todo el país.
Reparar el daño causado exigirá la puesta en marcha de un vasto programa en prácticamente todas las zonas urbanas del país que puede representar la creación de cientos de miles de puestos de trabajo y dar mayor fuelle a empresas y sectores actualmente dedicados al sector de la defensa.
¿De dónde vendrá el dinero? El presidente entrante debe recortar las costosas, impopulares y contraproducentes guerras que la Administración Bush libra en Iraq, Afganistán y Somalia.
Piénsese, por ejemplo, en Iraq: Iraq ha costado a los contribuyentes estadounidenses casi un billón de dólares en asignaciones aprobadas por el Congreso y de tres a seis billones de dólares en total a la economía.
Algunas cifras al azar concretan estas enormes sumas. Mantener en Iraq a cada uno de los 160.000 soldados y 180.000 mercenarios cuesta medio millón de dólares al año. Los mercenarios ya han costado 89.000 millones de dólares a los contribuyentes estadounidenses. El coste de los tratamientos de por vida a medio millón de soldados heridos costará alrededor de un billón de dólares. Cada nuevo soldado herido sumará un coste de 2 millones de dólares al total. El combustible de las operaciones en Iraq asciende a un promedio de 78 litros por soldado y cuesta alrededor de 11 dólares transportar cada litro a Iraq sin incluir el coste del propio combustible.
Es evidente que el presidente entrante habrá de salir de Iraq tan pronto como sea posible. Si demora su estancia allí o compromete mayores tropas en Afganistán, poco podrá hacer a favor del sistema de salud, cuya mejora ha sido uno de los temas de mayor gancho de su campaña. El ahorro de un billón de dólares en Iraq permitiría proporcionar atención sanitaria a los 47 millones de estadounidenses sin seguro, aparte de financiar programas de vacunación infantil que salvarían millones de vidas cada año.
Desembarazarse de lo que la Administración Bush ha llamado “la guerra larga” podría aportar los fondos necesarios para financiar el programa electoral del presidente electo, pero si, como aconsejan los asesores neoconservadores de Bush, Estados Unidos ataca a Irán antes de que Obama tome posesión, este heredará un país en bancarrota.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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