Por Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAÍS, 12/11/08):
Creo que hay que ponerse a dar forma y tono a esa voz inarticulada y latente que ha surgido aquí y allá en estas últimas semanas preguntándose irritada dónde están los responsables económicos del gran desaguisado que estamos viviendo. Se trata de una catástrofe financiera pero, como las demás catástrofes, va a producir padecimiento, privaciones, ansiedad y miseria. La gente va a sufrir, y lo que ese rumor difuso busca medio a tientas es saber a quiénes puede serle exigida la responsabilidad de todo ello. No me parece que sea una demanda insensata.
Sin embargo, no es fácil de contestar, porque la economía parece operar como una suerte de orden objetivo e ineluctable de cuyos resultados nadie se hace cargo. Incluso hay un modo de hablar que presenta las situaciones económicas como producto de procesos objetivos sin agentes que los produzcan. No sé si tal visión será plausible desde el punto de vista de la ciencia social; de lo que estoy seguro es de que no es inocente desde la óptica jurídica o moral. Friedrich Hayek, el viejo santón del mercadismo, afirmaba que si no hay acción humana de la que pueda decirse que ha causado un estado de cosas no puede lisa y llanamente hablarse de injusticia. Y así le parecían a él muchas de las realidades causadas por la actividad económica del mercado. Como eran efecto de la conjunción de innumerables acciones anónimas e irrelevantes, las consecuencias de esa economía no podían ser calificadas de justas o injustas, estaban al margen de la crítica jurídica o moral. Es ésta, en efecto, una convicción que se ha incorporado inconscientemente a nuestros discursos económicos cotidianos.
En la economía de mercado suceden cosas pero nadie es responsable. Es el reino de la impunidad. Esto, por cierto, contrasta con algunas otras de nuestras actitudes cotidianas, presididas muchas veces por una obsesiva, a veces incluso obscena, búsqueda de la responsabilidad. Sea un fallo del sistema judicial, un accidente aéreo, un problema sanitario, un atropello social, un remoto crimen histórico o un episodio de corrupción, allá se van todos los sabuesos, expertos en chismes, jueces de portada (o aspirantes), testigos oficiosos y oficiantes, periodistas de investigación y público en general a descubrir y despellejar al causante. Y pobre de aquel que por azar haya pasado por allí. Puede dar por descontado que le van a dejar en cueros, cualquiera que haya sido su parte en el suceso. El reino de la vida económica, por el contrario, parece impenetrable al juicio de responsabilidad. Hay crisis, recesión, pobreza, paro, lo que sea, pero nadie los ha producido. Se han producido solos.
Seguramente es razonable pensar que ciertos resultados económicos son efecto de multitud de pequeñas acciones de gentes que no los pretenden; se trata de consecuencias de acciones colectivas que nadie está en condiciones de imputar individualmente. El mercado libre de un bien, la vivienda de alquiler por ejemplo, establece unos precios que son la conjunción de múltiples acciones individuales de oferta y demanda, y no podemos señalar a nadie como responsable de la subida o bajada de esos precios. Ésa es la razón que se aduce para declarar la general irresponsabilidad por las consecuencias económicas del curso del mercado. Mucho me temo que en estos días se pretende lo mismo con respecto al desastre económico que vivimos.
Muchos analistas económicos, sin embargo, no han dudado en demandar ahora un incremento de la regulación del sector financiero. De pronto, se han topado con la realidad desnuda de un mercado sin trabas y parecen medrosos, aunque antes nos hayan venido restregando los principios un día sí y otro también. El mercado es el mercado -nos decían- y cuando uno entra en él lo hace a su riesgo. Si se pierde, será muy de lamentar, pero ésas son las reglas. No hay andaderas paternales, ni intervenciones que distorsionen la limpia competencia, ni funestas injerencias extraeconómicas. Hasta los Gobiernos -sobre todo los Gobiernos- han de ser reducidos a la impotencia económica: recaudar impuestos es algo casi siempre inconveniente; bajarlos o suprimirlos es la panacea económica universal. Nada de inmiscuirse en la política monetaria; para eso están los organismos reguladores técnicos e independientes. Las decisiones de estos organismos, que no respondían ni responden ante nadie, obtendrán su calidad y pureza de criterios científicos, objetivos, anteriores a toda veleidad política. Y no mencionemos la deuda: debería estar prohibida constitucionalmente, el déficit cero es el estado de beatitud.
Esto era la teoría, la realidad parece otra. En la realidad las cosas funcionan según el tipo de agente que actúa en el mercado. Si somos usted o yo las reglas son inflexibles, y nos hundimos o nos salvamos solos. Y por lo que respecta a la responsabilidad, si se da el caso de que somos actores económicos individuales, modestos, con un cargo sin brillo en alguna pequeña sociedad anónima, hemos de tener cuidado con lo que le hacemos a los demás, a la sociedad o a los socios porque enseguida nos empapelan. Deberemos mantenernos siempre alerta para no dañar a nadie por culpa o negligencia, enterarnos bien de todo lo que pasa en nuestra pequeña sociedad y estar prestos a responder. Pero si uno es consejero de una gran entidad financiera las cosas cambian misteriosamente. Mimado con retribuciones de escándalo, parece destinado a reunirse de vez en cuando en la última planta sin enterarse de lo que pasa debajo. Si las cuentas van bien hoy, nada que objetar. Pero si se tuercen súbitamente mañana, tampoco pasa nada. En el peor de los casos se irá usted a casa con un buen pellizco. Ni siquiera cabe pensar que sociedades así puedan desaparecer por los efectos del mercado. Hay demasiada gente cuyos trabajos y ahorros penden de ellas. Y, claro, en seguida se abjura de la antigua fe y de las virtudes de la competencia y se recurre al Gobierno para salvarlas de la quema. De lo que hayan hecho sus responsables no se habla. El villano ha sido el mercado.
Seguramente por eso, quien más quien menos se está preguntando hoy si es que todo esto es de verdad una catástrofe anónima, si es que no ha habido nadie, ningún sujeto real, que haya dado en conceder hipotecas inverosímiles (que sus obligados, sujetos con ingresos inciertos, no iban a poder pagar porque el mercado ha dictaminado también que las más altas cotas de competitividad se alcanzan con los contratos basura); si es que no ha habido nadie, ningún sujeto real, que haya hecho maniobras financieras para incluir semejantes títulos en paquetes de camuflaje para ser ofrecidos como inversión; si es que en los consejos de administración no ha habido nadie, ningún sujeto real, que ni se haya enterado de eso; si es que no ha habido nadie, ningún sujeto real, que haya otorgado a semejante producto una calificación financiera de excelencia; si es que no ha habido nadie, ningún sujeto real, que se haya lanzado a invertir tontamente en tales productos; si es que no ha habido nadie, ningún sujeto real, que haya envenenado la información a los demás agentes financieros desencadenando una desconfianza cerval en el sistema; si es que en los organismos reguladores no ha habido nadie, ningún sujeto real, que no advirtiera el peligro.
Muchos, en efecto, se están preguntando atónitos si eso ha sido la resultante fría de un mecanismo anónimo e irresponsable, o si, por el contrario, ha sido la consecuencia de actos de ambición, negligencia e irresponsabilidad en cadena, de personas de carne y hueso a las que debe buscarse pacientemente y pedirles cuentas civiles y penales. Y no desean saberlo porque añoren la resurrección de la planificación y el dirigismo económico, sino precisamente porque valoran las instituciones de la economía de mercado como un hito de la civilización, y no quieren verlas en manos de enredadores, truchimanes ni logreros, por muy enfundados que estén en trajes impecables.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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