Por Prudencio García, ex miembro de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU sobre Guatemala, investigador y consultor internacional del Instituto Ciencia y Sociedad (EL PAÍS, 21/11/08):
Afirman los adversarios del esclarecimiento: “Serán los futuros historiadores los que escribirán la Historia”. Cierto. Pero ¿contando con qué testimonios, con qué evidencias, con qué estadísticas, con qué documentación? No olvidemos que la tarea de los historiadores científicos se ve -y se verá siempre- amenazada y entorpecida por el negacionismo y la ocultación de aquellos que ponen todo su empeño en negar y ocultar importantes espacios de la realidad histórica. Aquí está la clave de la cuestión.
Cuando se constituyó en Argentina la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep), también conocida como Comisión Sábato (1984), así como cuando se estableció en Chile la denominada Comisión de Verdad y Reconciliación o Comisión Rettig (1990), al igual que cuando se creó para El Salvador la Comisión de la Verdad de la ONU (1992), y años después al constituir la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) de la ONU sobre Guatemala (1997), según pudimos comprobar in situpor nuestro trabajo, en cada uno de estos países, tales investigaciones tuvieron invariablemente los siguientes puntos en común:
Todas ellas fueron posteriores a terribles conflictos internos de considerable dramatismo, crueldad y duración. Todas ellas tuvieron un notable efecto clarificador al servicio de la verdad histórica, en cuanto a autorías, responsabilidades, causas, efectos, y un resultado siempre insuficiente (desde escaso hasta prácticamente nulo, según los casos) en cuanto a la aplicación de la justicia. En todos los casos citados, un poderoso sector de la sociedad rechazaba la creación de estos órganos de investigación, mientras otro sector social los reclamaba como imprescindibles. El sector que rechazaba toda investigación era siempre el mismo: precisamente el que protagonizó, o se benefició, de un golpe militar o de unos gobiernos militares fuertemente represores que incurrieron en terribles violaciones de derechos humanos. En todos estos casos tuvimos que escuchar esta proclamación recurrente: el argumento, inicialmente citado, de que la historia deberá ser escrita por los historiadores del futuro y no por actuales comisiones de investigación. Además, y primero en importancia por sus ínfulas pretendidamente morales, aparecía el argumento máximo, que siempre era el siguiente: “Esa investigación volvería a sembrar la división y a despertar los viejos odios. Lo que necesita la sociedad es olvidar y cerrar las heridas pasadas”.
Si hubieran prevalecido estos criterios paralizantes, aquellas sociedades recién mencionadas -y otras en situaciones similares- seguirían taradas por el venenoso efecto de la mentira y la falsificación histórica, negando interesadamente y ocultando definitivamente la mayor parte de los crímenes cometidos. La Armada argentina seguiría negando oficialmente que sus instalaciones de la ESMA fueron usadas para secuestrar, torturar y asesinar a miles de ciudadanos; el Ejército chileno seguiría refutando descaradamente sus atrocidades de Villa Grimaldi, Tejas Verdes y tantos otros antros clandestinos, y su Armada seguiría sin admitir las bárbaras torturas perpetradas a bordo de su buque escuela Esmeralda y de otras instalaciones navales. El Ejército salvadoreño seguiría negando las atrocidades de la UCA y de El Mozote, y manteniendo su delirante versión sobre el asesinato del arzobispo, monseñor Romero. Y los militares guatemaltecos seguirían negando su brutal genocidio contra las comunidades mayas del Quiché, Petén y otros escenarios de aquel horror.
Pero tales falsedades ya no podrán prevalecer en los futuros libros de historia. Y este logro no será debido a quienes, con argumentos supuestamente pacificadores, quisieron correr un tupido velo sobre los crímenes, sino a las incontestables evidencias registradas por las respectivas comisiones de investigación, y plasmadas para la posteridad en sus respectivos informes. De no ser por ese esfuerzo investigador, los futuros libros de historia hubieran quedado tarados y falseados para siempre por la mentira y la ocultación.
Hablemos ahora de España. De nuestra Historia, de nuestra memoria, de nuestra verdad. El último auto del juez Baltasar Garzón encomienda la investigación de los asesinatos y desapariciones producidos por la represión franquista a los 62 juzgados en cuyo ámbito jurisdiccional existen fosas comunes. Con independencia de que este desenlace procesal pueda repercutir en mayor o menor grado en la eficacia y factibilidad de tales investigaciones, y de que su efectividad será obviamente menor de la que hubiera aportado un esfuerzo unitario y centralizado, enérgicamente apoyado (y no frontalmente rechazado) por la fiscalía, aun así, lo que ya es seguro es la contundencia testimonial de las listas, trabajosamente elaboradas y entregadas al juez por una serie de asociaciones empeñadas en ese rescate de la memoria que nunca pudo hacerse con anterioridad.
Las víctimas detalladas en las distintas relaciones nominales -130.137 en una de ellas, elevadas a 143.353 en otra posterior, y finalmente 114.340 en otra, al parecer más trabajada que las anteriores-, más otros datos que puedan ser constatados en el futuro (pues los recopiladores señalan que subsisten gran número de casos no incluidos aún), constituyen informaciones que, una vez depuradas, debidamente cruzadas, contrastadas y suprimidas las posibles repeticiones, acabarán proporcionando a los historiadores futuros un caudal de sólidas evidencias cuantitativas de irrefutable valor. Pero también de valiosas precisiones cualitativas sobre la clase y procedencia social de los que fueron encarcelados y asesinados: maestros, alcaldes, concejales, dirigentes y militantes sindicales, activistas agrarios, simples braceros sin tierra, ciudadanos republicanos de cualquier área profesional, militares contrarios al golpe y sentenciados en juicios sumarísimos sin ninguna garantía procesal.
Estos datos, que jamás se hubieran recopilado y entregado oficialmente sin un requerimiento judicial de tan amplio alcance como lo fue el dictado en su momento por el juez Garzón, están llamados a convertirse, para los balances históricos del futuro, en una aplastante y documentada refutación de quienes, años atrás, decían y escribían que las víctimas mortales represaliadas por el franquismo después de la guerra podían situarse en torno a las 8.000. Afirmaciones y cifras que hubieran quedado ahí, falseando inevitable y brutalmente el balance registrado en los libros del futuro si nadie se hubiera ocupado de afrontar esta ineludible, aunque siempre penosa, labor de clarificación.
En España durante 40 años se airearon, multiplicaron, difundieron y escribieron todos los argumentos posibles e imposibles a favor de los vencedores de la Guerra Civil, incluidas las barbaridades -algunas absolutamente ciertas- cometidas por el bando republicano. Datos y argumentos que han estado y siguen estando ahí, superabundantes, a disposición de los historiadores. Pero al mismo tiempo se impidió toda acumulación de datos, argumentos y evidencias por parte de los vencidos. ¿De dónde obtendrían, entonces, los futuros historiadores los datos, argumentos y evidencias documentales aportados por la España derrotada en 1939, si gran parte de tales datos y evidencias hubieran permanecido ocultos para siempre sin emerger a la luz?
A estas alturas, ningún obstáculo debería impedir que se abran plenamente a la investigación todos los archivos referentes a las causas, denuncias, procesos, asesinatos individuales y colectivos, así como sobre las numerosas fosas comunes, sin olvidar aquellas mortíferas cárceles de 1939-1946 donde miles de españoles se consumieron hasta morir de hambre, frío, tuberculosis, y también, en cifras terribles (pero todavía vergonzosamente indeterminadas), de tantos miles de hombres y mujeres que cayeron ante los infatigables pelotones de ejecución.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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