Por Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown (EL PAÍS, 12/11/08):
Cuando la familia Obama se instale en la Casa Blanca, vivirá en un edificio construido por esclavos. La alegría vivida por ciudadanos de todos los colores tras su elección tiene fundamento. Nuestra historia está abierta y, a veces, es posible superar sus crímenes, crueldades y errores. Uno de los grandes temas de campaña del presidente electo fue la necesidad de unir a la nación. Eso, junto con su insistencia en las responsabilidades económicas del Gobierno, la necesidad de una política exterior más mesurada, su descripción de sí mismo como un candidato post-racial (y su aire tranquilo e inteligente), convenció a la mayoría del electorado (53%) de que podía arriesgarse a votar por él.
No obstante, una mayoría de blancos (especialmente en el medio oeste y el sur, y entre las personas mayores) votó contra él. En cambio, una mayoría de mujeres, titulados universitarios, afroamericanos, hispanos, sindicalistas y jóvenes votó por él. El electorado aumentó ligeramente respecto a la elección presidencial de 2004, alrededor del 1%; el voto afroamericano aumentó justo el 2%. La victoria de Obama se produjo gracias a su meticulosa campaña y su éxito en la movilización del electorado potencial.
McCain se vio obligado a luchar con el legado de una presidencia fracasada, y su candidata a la vicepresidencia molestó a mucha gente. La edad de McCain, su carácter errático y su incapacidad de definir un programa convincente pasaron factura a este héroe estadounidense. Las victorias demócratas en la Cámara del Representantes y el Senado indican que cualquier otro republicano habría tenido las mismas o mayores dificultades. Y, aun así, obtuvo el 46% del voto.
Los republicanos están desmoralizados y algunos demócratas proclaman el comienzo de un nuevo ciclo de hegemonía, como el que tuvieron entre 1932 y 1968. Desde luego, es prematuro escribir la historia de los próximos decenios de forma tan clara. La historia abierta que permitió ganar a Obama puede volver a cerrarse.
La retórica de la campaña fue un anticipo de debates públicos y batallas legislativas que aún están por llegar. La absurda insistencia en llamar a Obama “socialista” por defender unas políticas fiscales y un gasto de gobierno que comparten todos los países industrializados civilizados expresaba un fundamentalismo de mercado tan primitivo como la literalidad bíblica de los tradicionalistas religiosos. Los banqueros y empresarios estadounidenses, con gran cinismo, recurren a ello cuando tratan de eludir la regulación y los impuestos. Ahora, la industria del automóvil, que es la siguiente en estar derrumbándose tras el sector bancario, exige al gobierno miles de millones de dólares en ayudas.
El nuevo presidente y su mayoría parlamentaria tendrán que decidir qué leyes van a regir las nuevas relaciones entre el Estado y el mercado. Tendrán que decidir también si esas medidas son provisionales o una alteración permanente del equilibrio del poder económico. Cuando Obama habló en la campaña de “repartir la riqueza”, volvió a iniciar un viejo debate sobre la naturaleza de la sociedad estadounidense. No está claro, en absoluto, si la incipiente demanda pública de ayuda económica en la crisis podrá transformarse en apoyo a un nuevo New Deal.
Por otra parte, el nuevo contexto internacional impide las comparaciones con Franklin D. Roosevelt en 1933. Estados Unidos es mucho menos soberano, desde el punto de vista económico. Coordinar el estímulo de la economía estadounidense con un programa internacional de reconstrucción de los mecanismos de control de la economía mundial es un reto gigantesco, sobre todo porque los norteamericanos desconocen la situación.
Como tienen un desconocimiento incluso mayor sobre la situación geopolítica. Obama ha pedido el fin de la guerra de Irak y una intervención renovada y ampliada en Afganistán, como si fuera incapaz de acabar con la ilimitada guerra de Bush contra el terrorismo. El presupuesto del Pentágono, casi un billón de dólares anuales, es insostenible. Peor aún, la ideología imperial hace que sea casi imposible hacer un examen desapasionado de los límites del poder nacional. Obama y sus asesores de política exterior lo saben; ¿se atreverán a decirlo? Si no lo hacen, Obama puede terminar como Johnson, Carter y el actual presidente, derrotado por la imposibilidad de combinar imperio y bienestar, orgullo nacional y realismo político y militar.
Las contradicciones y profundidades de la situación que hereda Obama van a exigir mucho de él. Los grandes proyectos reformistas sólo pueden surgir de movimientos políticos y sociales que en la actualidad están fragmentados o por crear.
Nuestros ciudadanos se han sentido golpeados por el aumento del desempleo y por la gran disminución de sus ahorros, pero no se les ocurre ninguna alternativa al capitalismo estadounidense. Creen que la guerra de Irak fue un error, pero no se imaginan otro papel para Estados Unidos en el mundo. La mera enumeración de estas dificultades deja claro que nuestra historia está tanto abierta como llena de obstáculos. Al fin y al cabo, los grandes presidentes han sido siempre, sobre todo, profesores convincentes. Está por ver qué va a enseñar al país el antiguo profesor de Derecho.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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