Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 16/11/08):
PIEDRA DE TOQUE. Congo, el país que recorrió el explorador británico, padeció la colonización más inhumana. Hoy, millones de personas viven allí una pesadilla cotidiana rodeados de ruina, miseria y tristeza.
El Museo se encuentra en el Monte Ngaliema, una comuna de la capital congolesa, en un terreno de las Fuerzas Armadas, y desde lo alto de esta elevación se divisa -un espectáculo soberbio- el gran río africano en todo su esplendor, con las dos capitales -Kinshasa y Brazzaville- contemplándose la una a la otra desde las dos orillas.
Allí, en el mismo terraplén erizado de frondosos mangos, palmeras y flamboyanes, se oculta bajo la verdura y las ramas una gran estatua ecuestre del Rey de los Belgas, Leopoldo II, de luengas barbas rastrilladas y envuelto en una voluminosa capa que semeja un hábito. El jinete parece contemplar con nostalgia el paraíso que fue suyo -se lo regalaron en 1885 las grandes potencias-, que convirtió en un infierno y que al fin, por su codicia y crueldad, perdió. La estatua, idéntica a la que se luce en una plaza de Bruselas, estaba antes en el centro de Kinshasa, pero cuando el dictador Mobutu lanzó su campaña de “africanización” del Congo (al que rebautizó Zaire), fue traída a este discreto refugio donde sólo la ven los escasos visitantes del museo.
Su conservador, Monsieur Zola (”Como Emile Zola”, me precisa, cuando se presenta) me muestra la colección casi a oscuras, porque la ciudad sufre uno de sus frecuentes cortes de luz. No importa: la penumbra da una dimensión misteriosa y fantasmal, de apariciones, a estas máscaras, estatuillas, tambores, instrumentos musicales, fetiches, urnas funerarias, lanzas, tejidos y adornos de una gran variedad de grupos étnicos africanos. La colección es notable pero éste es el local menos aparente para exhibirla, porque es estrecho y los objetos se amontonan y estorban unos a otros. Además, las termitas van corroyéndolos, pues son de madera y Monsieur Zola carece de presupuesto para protegerlos. Me dice que estantes enteros han desaparecido ya en las mandíbulas de esos insectos voraces.
En el exterior, nos muestra una barca de metal aherrumbrado y agujereado en la que navegó por el río Congo el primer europeo, el explorador Stanley, fundador de esta ciudad, a la que puso el nombre de Leopoldville, en 1881. La ruina que vemos no es la famosa Lady Alice, la barca de madera, desarmable en cinco partes, que Stanley acarreó desde Zanzíbar en 1876 a hombros de cargadores y en la que descendió el río Congo desde Kindu hasta aquí (más de 3.000 kilómetros de recorrido), y que quedó abandonada en las cercanías de Matadi, en los Montes Cristal, cuando el explorador y lo que quedaba de su cuerpo expedicionario diezmado por las pestes, el hambre y las lanzas de las aldeas que pillaba, se encontraron con las siete cataratas que les impidieron seguir navegando y continuaron rumbo al Atlántico a pie.
Un momento después, Monsieur Zola nos señala al propio Stanley, mutilado y derribado por los suelos. La estatua, de bronce verdoso descolorido, es enorme, debe tener unos tres metros de altura. Ha sido cercenada a la altura de los tobillos, y las botas, los pies y la base arrojados a unos pasos de la averiada figura. Stanley aparece en una postura lastimosa e incómoda, con un brazo levantado que, se diría, implora la clemencia del cielo. O, tal vez, lanza una imprecación contra su mala suerte y la humillante situación en que se encuentra. Tenía mal carácter y cuando estallaba en explosiones de rabia se volvía cruel, como sabían los nativos a los que baleó y despanzurró, quemando sus aldeas y pasando a cuchillo a sus habitantes cuando se negaban a suministrarle provisiones o braceros para esas expediciones (homéricas, hay que decirlo) en las que, en condiciones indecibles, recorrió arriba y abajo todo el África Central. Ahora, petrificado y tendido en este basural, parece totalmente inofensivo y digno de lástima, tanto que rápidas lagartijas de ojos vivísimos se pasean alegremente por su cuerpo y anidan en sus entrañas.
Entre todos los grandes exploradores británicos del siglo XIX, Stanley es el que más se parece a los héroes de la novela picaresca. Su biografía es casi imposible de establecer por la miríada de fabulaciones con que la disfrazó. Durante buena parte de su vida se hizo pasar por estadounidense pero era británico, pues había nacido, en 1841, en el pueblecito galés de Denbigh, de madre soltera y padre alcohólico. Pasó su infancia en un hospicio y, de adolescente, se las arregló para llegar a Nueva Orleáns, donde un hombre de negocios, Henry Hope Stanley, le tomó cariño y lo ayudó. Adoptó entonces el nombre de Stanley, pues el suyo era John Rowlands. Luchó en ambos bandos en la guerra civil norteamericana y luego hizo carrera de periodista cubriendo las contiendas de 1860 entre los indios y los pioneros que extendían la frontera del Oeste. Gracias a esas crónicas lo contrató The New York Herald, que lo envió de corresponsal con una fuerza expedicionaria inglesa desplegada en Abisinia, donde consiguió muchas primicias para su periódico.
Pero su fama vino con su expedición de 1871-1872 en busca de otro famoso explorador, el médico y misionero Dr. Livingstone, que andaba desaparecido por el África Oriental desde hacía cinco años. Stanley lo encontró, en noviembre de 1871, en el pequeño asentamiento de Ujiji, a orillas del lago Tanganika, y se dirigió a él con la pregunta que se volvería mítica: “Doctor Livingstone, I presume?”. Estuvieron cuatro meses juntos, pero Livingstone se negó a regresar a Inglaterra y falleció en África, de 60 años, a orillas del lago Bengwelu. Stanley, que se hizo rico y célebre con esta proeza, realizó otra todavía mayor en 1874, cruzando todo el Congo hasta la desembocadura del río de este nombre en el Atlántico. Entonces, Leopoldo II lo contrató y el galés se convirtió en un instrumento neurálgico de las ambiciones coloniales del soberano belga. Lo ayudó a sentar las bases del Estado Libre Asociado del Congo, construyendo caminos, tendiendo los rieles del ferrocarril entre Boma y Kinshasa y firmando “contratos” con los jefes y caciques de las tribus de orillas del gran río en los que éstos cedían sus tierras al “rey civilizador” y se comprometían a darle hombres para que trabajaran en las obras públicas así como en la extracción del caucho, las pieles y el marfil. Entre todos los sistemas coloniales montados por Europa en el África, el del Congo fue el más inhumano: el primer genocidio del siglo XX.
Curiosamente, ni en Kinshasa, ni en las localidades del Bajo Congo -Matadi, Boma y Mbanza Ngungu-, ni en el extremo oriental del país, la región de los Kivu, escuché palabras de rencor contra Stanley. Por el contrario, en muchos sitios me hablaron de él con simpatía, como de una gloria nacional. En Matadi, un funcionario de una (imaginaria) oficina de turismo me llevó a ver, en las afueras de la ciudad, en un codo del río, el lugar donde estuvo la choza donde vivió Stanley y el primer embarcadero que construyó. En Boma, todos los lugareños señalan al forastero cómo llegar al gigantesco baobab, de cientos de años de existencia según la voz popular, en el que el explorador excavó un refugio, que fue su casa y que todavía se puede visitar. Salvo a una persona -era un intelectual- tampoco escuché en los 15 días que pasé allá a ningún congolés despotricar contra los años coloniales y responsabilizarlos de las miserias y padecimientos que sufre el país. ¿Generosidad y grandeza de espíritu? Tal vez, o, acaso, un presente tan terrible que ha borrado de la memoria colectiva las atrocidades del pasado.
La colina donde está el museo de Monsieur Zola es bellísima. Repleta de árboles, por donde uno mira se encuentra con un paisaje que quita el habla. Y, sin embargo, ni siquiera este paraje se libra de ese aire de ruina, decadencia y letargo que se advierte por doquier, en las calles y arrabales de Kinshasa, en la deforestada campiña que baja hacia el Atlántico, en las antiguas localidades que fundaron los primeros colonos a orillas del Bajo Congo, o, en el otro confín del inmenso país, en el oriente de los grandes lagos, donde las guerras intestinas, las epidemias, las invasiones, los saqueos y violaciones, hacen vivir a millones de personas una pesadilla cotidiana. Como si una de esas maldiciones apocalípticas de la Biblia hubiera caído sobre el Congo cubriéndolo de ruina, pobreza, tristeza y aislamiento.
A unas pocas decenas de metros del museo, el gran anfiteatro que se construyó durante la dictadura de Mobutu y en el que alguna vez hubo conciertos y espectáculos está abandonado, comido por la humedad, y la vegetación asoma entre las hendiduras de lo que fueron sus graderíos. En el parque que lo rodea hubo un zoológico. Ahora las jaulas están vacías y la casa de Mobutu, pillada, desvencijada y convertida en un cascarón por una multitud enloquecida de furor. Unas horas después veo otro de los palacetes del tirano, construido a orillas del río, que ha sufrido una suerte parecida. Pero no sólo las casas del megalómano sátrapa están así. Todo Kinshasa, todo el Congo da la impresión de haber sido víctima de un cataclismo. Las notas de color y alegría las ponen los vestidos de las mujeres, amarillos, azules, verdes, floreados, las sombrillas de colores con que se protegen del sol y la airosa manera del caminar de las muchachas que llevan bultos y canastas en las cabezas. Van como deslizándose sobre las pistas arenosas, la cabeza en alto, erguidas, y hay en su andar, en su soltura y su elegancia, una bocanada de vida entre tanta ruina, miseria y desperdicios.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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