Por José María Lassalle, secretario de Estudios del PP y diputado por Cantabria (EL PAÍS, 18/11/08):
En 1975, el elefante republicano chapoteaba ensimismado en el estanque de frustración que propiciaron el caso Watergate, la renuncia de Nixon y la derrota de Vietnam. Bajo los rigores devastadores de la crisis económica de los 70, el GOP (Grand Old Party) yacía presa del desaliento. Fue entonces cuando Ronald Reagan asumió el liderazgo republicano y afrontó la situación con energía imaginativa y claridad de objetivos. Ofreció a los norteamericanos una causa en la que creer y, al mismo tiempo, les dio una respuesta coherente y sencilla a los problemas que preocupaban a la sociedad. Así, el elefante se puso en marcha, encontró la senda argumental para un nuevo destino y avanzó hacia él con decisión, guiado por una bandera que sus pioneros pronto bautizaron como la Revolución Conservadora. Cinco años después, Reagan fue llevado a lomos de una sólida mayoría republicana hasta la Casa Blanca, revalidándola y extendiéndola luego al Capitolio. Desde entonces el GOP pasó a controlar -conjunta o alternativamente- ambas instancias de poder, hasta que el pasado 4 de noviembre la victoria de Obama quebró seriamente sus bases estratégicas y electorales.
El boomerang que tumbó a Carter y el Muro de Berlín, que maniató a Clinton, sustentó la política exterior de Bush y condenó a los demócratas al papel de comparsas durante décadas, se ha vuelto finalmente contra McCain y el GOP. Basta echar un vistazo al mapa electoral y analizar en dónde ha crecido la mancha azul (demócrata) y roja (republicana) en 2008 para comprender que el elefante se ha detenido en su marcha. En realidad, ha quedado atrapado dentro del laberinto estratégico edificado por Reagan tras su victoria en 1980. De hecho, la mayoría de Bush de 2004 fue el cénit de un diseño insinuado en los 60, cuando el eje de gravedad republicano se desplazó del norte al sur, adaptándose a los cambios demográficos y rentabilizando el malestar causado entre los sureños demócratas por la lucha de Kennedy contra la segregación racial. Al éxito de esta estrategia contribuyeron varios factores. Por un lado, la mutación ideológica ensayada por Barry Goldwater en 1964, ya que introdujo un arsenal teórico con el que combatir el paradigma cultural introducido con el New Deal de Roosevelt. Y, por otro, la Revolución Conservadora liderada por Reagan. A partir de ella, la corriente whig del viejo partido de Lincoln -liberal, igualitario y antiesclavista- ensambló un híbrido complejo que sumó eficazmente a la base moderada y centrista de los republicanos, el discurso de libertarios como Milton Friedman y el conservadurismo moral que defendía la vuelta a la Arcadia religiosa de los Padres Fundadores.
En 1980, Reagan sintonizó con una amplia mayoría transversal que aglutinó a las clases medias suburbanas y a buena parte de las clases trabajadoras blancas de todo el país y que, fieles al substrato común aportado por los valores tradicionales, contemplaban con preocupación los cambios que exhibía la nueva estructura de la sociedad postindustrial descrita por Daniel Bell en los 70. Posteriormente el sentido realista y pragmático de muchas de las políticas de Reagan dio estabilidad y continuidad a esa mayoría. Primero, con George Bush padre y después, con Bill Clinton y los llamados nuevos demócratas. Éstos se mantuvieron dentro de las coordenadas del legado de Reagan al defender un partido de perfil centrista que se limitaba a corregir los excesos neoliberales de la política económica de los 80. Incluso 20 años después del nacimiento de la mayoría que logró aposentar cómodamente al elefante en los pastos del Capitolio, la presidencia volvió a recaer en otro republicano, aunque esta vez la victoria de George W. Bush fue ajustada. La razón hay que buscarla en que los demócratas, después del fortalecimiento del patriotismo vivido tras el triunfo en la guerra fría y la generalización del Fin de la Historia pergeñada por Fukuyama, estaban tan firmemente instalados en la centralidad que perdieron un voto de clase trabajadora que había sido descuidado y que el GOP supo captar. De hecho, localizó un semillero electoral que luego rentabilizó cuando en 2004 Bush fue reelegido con una amplia mayoría.
Precisamente las claves de la derrota republicana de 2008 hay que buscarlas en el éxito sin paliativos alcanzado cuatro años atrás. El énfasis sureño cada vez más conservador y moralista, así como la radicalización de los discursos con los que el GOP afrontó la reelección de Bush, sentaron las bases del agotamiento de sus expectativas de crecimiento. La apuesta por dividir maniqueamente el país en torno a un debate simplificador sobre los valores religiosos y la lucha de clases cultural que ensalza al hombre corriente del interior (Heartland) frente al esnob progresista del este han lastrado la estrategia diseñada por Reagan cuando abrió el angular de los asideros electorales de los republicanos. Incluso su fuerza propositiva se ha desdibujado por el impacto de un victimismo de clase que ha reivindicado la fuerza intolerante de una mayoría supuestamente oprimida -la América sencilla de los principios- frente a una élite heterodoxa y tolerante que habría renunciado a ellos por su intelectualismo y su aire cosmopolita, tal y como describen David Brooks en BoBos in Paradise (2000) y Jack Cashill en Hoodwinked (2005).
En este sentido, la irrupción de los neocons en el entorno de Bush y el desarrollo de su política exterior tras el 11-S añadieron a la visión republicana un componente ideológico cada vez más radical en sus planteamientos sobre los fundamentos y el funcionamiento de la democracia norteamericana, haciendo de la lucha contra el relativismo moral preconizada en los escritos de Leo Strauss un objetivo final de refutación y refundación del paradigma contractual sobre el que se basó el nacimiento de Estados Unidos en 1776. Esto, sumado a los fracasos de la Administración Bush en la gestión inicial de la guerra de Irak, así como en el desastre del Katrina y los excesos de la llamada Nueva Economía, provocaron paulatinamente la enajenación de buena parte de los apoyos más moderados y centrados de la mayoría forjada en los 80, apoyos a los que, por cierto, desde las filas más enfervorizadamente militantes del GOP se les caricaturizó como RINOS (Republicans In Name Only).
Hoy, el elefante vuelve a ensimismarse. La derrota sufrida por McCain ante Obama ha situado al GOP ante una compleja encrucijada que no permite un análisis basado en la perspectiva europea. Primero, porque las claves ideológicas de nuestro continente no son operativas en Estados Unidos. La ausencia de una izquierda socialdemócrata -en su sentido literal, digamos bernsteiniano- o marxista impiden equiparar el debate político norteamericano al europeo. Y segundo, porque la policromía cultural y racial estadounidense, así como el aliento progresista que recorre el país, desbordan los esquemas sociológicos de Europa. En la batalla electoral de 2008 el GOP ha tratado de restaurar la mayoría de los 80. Ha querido apostar por el moderantismo de McCain y su giro centrista, pero el intento ha sido vano, ya que la crisis y el descrédito de la Administración Bush terminaron por dañar sus posibilidades. McCain era un buen candidato, pero ya era demasiado tarde. De hecho, la complejidad creciente de la sociedad norteamericana, los cambios demográficos y culturales de los últimos años, el aumento de población hispana y el cada vez más debilitado peso de su mayoría blanca han erosionado la fuerza de los soportes de la coalición que unificó Reagan.
Dos frases explican por dónde puede llegar la salida del laberinto: el hilo que habrá de seguir el GOP para reconciliarlo con importantes sectores de las clases medias del este y el oeste del país, y abrirlo a espacios de apoyo entre la población hispana y las mujeres. Para Newt Gingrich “hay que ser honestos acerca de la gravedad de nuestro fracaso tras ocho años de gobierno y saber por qué no hemos tenido éxito social después de este periodo”. Por eso mismo Jim Greer, uno de los líderes en alza dentro de los republicanos, no ha dudado en afirmar autocríticamente desde Florida que sus seguidores no pueden “obsesionarse con asuntos que no preocupan a la mayoría de los norteamericanos”. Lo dicho, el elefante en su laberinto a la espera de un liderazgo que haga del estilo prudente y las palabras pronunciadas por McCain en su discurso de Phoenix el soporte de una posible mayoría que retome con inteligencia el discurso de los valores jeffersonianos que está en los orígenes del partido y de la República norteamericana.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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