lunes, noviembre 17, 2008

Los humores de Bélgica (1)

Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 15/11/08):

No creo que exista en este momento un laboratorio social europeo más interesante que Bélgica. En todo. Desde la cultura a la política, pasando por la vida en sociedad, los mestizajes, la conflictividad lingüística y hasta la gastronomía. ¿Cómo fue barrida la gran cocina belga - valona y flamenca- que aún podemos contemplar en los museos? Comer bien en Bélgica es un milagro, y como suele suceder con esas cosas milagreras, resultan insólitas y costosísimas. ¿Qué sería de estos Países Bajos, hoy con una espantosa gastronomía popular, sin los remansos de civilización que suponen las cocinas de la emigración asiática? Visitar Bélgica es adentrarse en un país donde las ideas de futuro y de pasado han cambiado tanto que no queda sino atenerse al presente cotidiano. Un presente complejo y abrumador, en ocasiones angustiante, que se vive sin violencia, como en esas familias de ricos que empiezan a detectar que lo mejor de su vida ha pasado, y con casi absoluta seguridad, para siempre. Pocas veces en mi vida he tenido la sensación de un país que vive al día, con la convicción de que todo lo que venga será peor. No aspiro a describir la Bélgica actual, ni siquiera hacer una crónica turístico-artística, sino narrar sensaciones, probablemente torpes, y con absoluta seguridad, parciales ante un país enclaustrado que siempre me inspiró un respeto sombrío.

La Bélgica que yo conocí hace ahora casi treinta años era otro mundo - ¡imagínense si alguien hiciera la misma experiencia con España!-, donde lo primero que llamaba la atención consistía en la presencia omnímoda de la clase obrera - por más que empezara su crepúsculo, aún tenía sentido referirse a la vieja terminología-. Con unos sindicatos potentes, cuya sombra aún se mantiene (aunque aquí no nos hayamos enterado, el pasado 6 de octubre los tres sindicatos belgas - cristiano, socialista y liberal- bordearon con éxito la huelga general en protesta por la carestía de la vida). Una clase obrera entonces con una componente de emigración llamativa y una minería que pronto devino obsoleta. Me acuerdo de un barrio español, donde vivían centenares de asturianos y donde los carteles estaban en un castellano a menudo tan defectuoso que resultaba divertido. (Años más tarde en Berlín conocí barrios donde todas las tiendas estaban rotuladas exclusivamente en turco, y aún es el día que no acabo de entender por qué unos comerciantes no pueden poner sus carteles en yidish, en arameo o en chino, si pagan sus impuestos y consideran que esa es su clientela. ¿Por qué voy a obligarles a que lo pongan de tal modo que los entienda yo? A menos que yo tenga de mí mismo tan altísimo concepto que deba visitar al psiquiatra o hacerme nacionalista). Entonces Bélgica estaba dominada por la economía de la Valonia francófona, igual que ahora el dinamismo económico corresponde al Flandes de lengua flamenca. Tampoco existía entonces una curiosísima especialidad belga aplicada en los hoteles, según la cual tú no puedes acceder a la habitación hasta las 3 de la tarde, pero debes desalojarla a las 11 de la mañana. La razón por la que los hoteles belgas te roban, con descaro y alevosía, 4 horas se me escapa, y no he conseguido hasta la fecha que alguien me explique este expolio al visitante, consagrado por el silencio.

Estoy convencido de que la única razón por la que los medios de comunicación españoles tienen corresponsales en Bruselas no es por Bélgica y los belgas, y menos aún por la vecina Holanda y sus industriosos habitantes, sino por la importancia que se otorga a las instituciones europeas. Y pienso que hoy día es un error, porque Bélgica, desde hace muchos años, es una fuente de reflexión política, cultural y sociológica de primer orden. En Bélgica se tiene la oportunidad de ver el desarrollo de tres mundos diferentes, conectados pero distantes. De un lado la Valonia francófona, minoritaria hoy en habitantes (3,5 millones) y en la economía; siempre mirando a Francia, de tal modo que si contabilizáramos el peso de la Bélgica francófona en la asimiladora cultura francesa nos sorprenderíamos. De otro, el Flandes de lengua flamenca, similar al holandés y con el que apenas tiene contacto; los chistes holandeses utilizan a los flamencos como en España hacemos con los de Lepe.

La diferencia entre valones y flamencos se ha convertido en los últimos años en abismal. No obstante viene de antiguo y bastaría la lectura de la monumental novela de Hugo Claus, La pena de Bélgica, para descubrir el peculiar nacionalismo flamenco; muy católico, muy conservador, colaboracionista con los nazis en su momento, y hoy dividido en seis partidos parlamentarios para una población de seis millones y pico, que casi dobla a la valona. Pero con ser complicada la diferencia lingüística entre dos sociedades que no se parecen en casi nada, en Bélgica hay un tercer país, autónomo, complejo, multiétnico y multirracial, inmenso en su población flotante. Bruselas, que por si le faltara algo para complicarlo, además de capital de los belgas, es francófona aunque situada en territorio flamenco, y cuenta con dos capitalidades añadidas que la convierten en un emblema del mundo occidental salido de la segunda gran guerra; capital de la Unión Europea y sede de la OTAN. No le falta nada y eso hace a Bruselas un país en sí mismo.

Si alguien considera que exagero sobre la excepcionalidad de Bélgica bastaría decirle que es el único país, que yo sepa, que ha sobrevivido, con cierta comodidad y sentido de la responsabilidad, a diez meses sin gobierno. Una experiencia única, la de un país que sigue su funcionamiento burocrático en completa ausencia de las máximas autoridades gubernamentales. Estamos ante la plasmación de todos los sueños anarquistas y surrealistas, pero donde actualmente rige un gobierno presidido por un democristiano flamenco, cuyo único objetivo consiste en llegar a las elecciones regionales del próximo junio. Este país triple y fantasmagórico, pero vivo, se asemeja al Espíritu Santo, no sólo porque tiene como único elemento en común el catolicismo, sino por lo de las tres personas-países diferentes en un solo dios-país verdadero. Por eso hay que valorar el gesto que la Filmoteca de Catalunya ha hecho al proyectar en dos sesiones una magnífica aportación a nuestra cultura televisiva y a nuestro conocimiento de Bélgica: la exhibición la pasada semana del impresionante documental Bye, bye, Belgium.

Nosotros que vivimos en el reino privilegiado del jijijijajaja para patriotas con minusvalías cerebrales, jamás en la vida podríamos acercarnos a lo que fue la emisión del documental Bye, bye, Belgium. Sucedió avanzada la tarde del 13 de diciembre del 2006. El presentador del informativo de la RTBF (Radiotelevisión Belga Francesa) interrumpía la programación para dar una información de última hora. El Parlamento flamenco acababa de declarar Flandes territorio independiente, por lo que Bélgica dejaba de existir. Conviene señalar que de los 150 diputados del Parlamento belga, salido de las últimas elecciones de junio del año pasado, 88 son flamencos y 62 valones, y que en Bélgica no hay ningún partido estatal flamenco-valón; todos son nacionalistas pero regionales. A partir de ahí se desarrolla un magnífico documental, dirigido por Philippe Dutilleul, sobre el momento histórico y las consecuencias de esta decisión unilateral de la clase política flamenca de declararse independiente. Es evidente que la eficacia del documental descansa sobre dos factores, el humor y la complicidad, tanto de valones como de flamencos. Durante casi dos horas se va pasando revista a un caleidoscopio de reacciones que provocan cuando no la hilaridad sí la reflexión sobre las fronteras lingüísticas entendidas como muros fronterizos.

¡Éramos tan pocos, ay, en la Filmoteca de Catalunya el pasado domingo! Cabría sugerir una reposición en TV3, en la nostra, con la única finalidad de abrir un doble debate: sobre cómo se hace un documental vivo, para emitir durante las horas de máxima audiencia, y la constatación de que la inteligencia no está vedada al sentido del humor, sino al contrario.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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