domingo, noviembre 09, 2008

Se acabó. Ganó el deseado. ¿Y qué más da?

Por Felipe Fernández-Armesto, catedrático de Historia en la Universidad de Tufts (Boston). Su última obra publicada es Américo. El hombre que dio su nombre a un continente (EL MUNDO, 08/11/08):

Al cabo de unos días, la elección supuestamente histórica ha pasado a ser historia -parte de ese pasado que pierde relevancia con el transcurso del tiempo-. En Estados Unidos, donde escribo estas líneas desde mi apartamento en el campus de la Universidad, la euforia de la noche del martes ya se ha marchitado, como las hojas otoñales. Los porteros y los inmigrantes empleados como trabajadores de la limpieza retiraban los carteles en los que los estudiantes proclamaban su entusiasmo por Obama. Han recogido los vasos de plástico con los que celebraron hasta bien entrada la madrugada la victoria. Y han pasado la fregona por los charcos de vómito, vestigios de los excesos del momento.

Hemos vuelto a nuestro típico horario norteamericano, duro y muy madrugador. En la luz pálida de un otoño que rápidamente se transformará en invierno, nos esforzamos, sin lograrlo, en distinguir signos de ese cambio tan prometido por nuestro candidato preferido. Con la sobriedad del día después de la fiesta, contemplamos nuestros problemas. Y nos damos cuenta de que son insuperables.

El mismo Obama, que envuelto en las emociones del martes, era el mesías de unos y el anticristo de otros, ya se ha convertido en otro presidente más. Y el motivo principal para calificar su elección de «histórica» es sencillamente el hecho de que es un hombre negro. Por supuesto, esto tiene cierto valor simbólico. Pero su negritud es de un tinte distinto al de la gran mayoría de la gente negra de EEUU. Barack Obama no es descendiente de esclavos, sino un hijo de inmigrantes. Su perfil histórico tiene poco en común con las memorias colectivas de conciudadanos negros, que soportaban la opresión, el menosprecio y toda clase de agravios como víctimas del racismo blanco durante tantas generaciones. Obama se asemeja más a presidentes como Kennedy y Reagan, descendientes de pobres inmigrantes irlandeses, quienes desafiaban la tradición anglosajona que ha prevalecido en el proceso de formación de EEUU y que sigue siendo la base de la ideología e identidad estadounidenses.

Así que la elección de Obama no es tan novedosa como dicen. A lo largo de su campaña electoral, me he acordado mucho de Michael Dukakis, el candidato demócrata que en 1988 saludaba a sus partidarios mientras de fondo sonaba la canción They Come to América. Efectivamente, entre quienes votaron masivamente a Obama estaban los inmigrantes -que lo hicieron por abrumadora mayoría y sin excepción de ninguna comunidad minoritaria-. Hasta cierto punto, hay más importancia simbólica en el hecho de que su mujer ocupará la Casa Blanca que en la elección del mismo Obama. Porque Michelle es una afroamericana auténtica, por sus venas corre la sangre de los antiguos esclavos, y su ascenso a primera dama de la nación supone una especie de ajuste de las desigualdades heredadas de la Historia.

Pero aun si se admite la importancia simbólica del triunfo de la pareja, las consecuencias prácticas de la futura Presidencia de Obama no prometen ser demasiado grandes. La nefasta herencia de los años de mandato de George Bush deja maniatado al nuevo presidente. Es por ello que las promesas de cambio lanzadas por Obama en los últimos meses no han dejado de ser bastante vagas. E incluso la retirada de las tropas de Irak, que encabeza la lista de promesas consideradas como profundamente importantes, resulta poco o nada creíble para la mayoría de los ciudadanos. Porque esa guerra es como una honda trinchera que nos tiene aún enlodados en un fondo viscoso de barro y sangre.

La segunda gran meta de Obama es la reforma del sistema de salud pública. Es una vergüenza que el país más rico del mundo, donde el presupuesto nacional para la salud es superior al de cualquier otra nación, carece de un sistema civilizado de atender a los ciudadanos, incluidos naturalmente los pobres. Pero cuando el presidente Clinton intentó acabar con esa injusticia, fracasó por completo, en circunstancias económicamente mucho más favorables que las actuales, y con una mayoría parlamentaria tan abultada como la que tendrán los demócratas en la próxima legislatura. Las compañías de seguros y la profesión médica prefieren mantener un sistema que les permite cobrar mucho a sus clientes ricos. Con la economía del país hundida, y la obligación de hacer frente a los costes de las guerras y de las ayudas de rescate a los bancos colapsados, no habrá dinero suficiente en el Tesoro público para satisfacer a las sanguijuelas de la industria médica que chupan la sangre a los enfermos del país.

Y mientras tanto, el pueblo sigue obsesionado por su miedo irracional al terrorismo y por la guerra que se libra contra un enemigo fantasma. Probablemente, Obama se mostrará menos obesesionado por este asunto que su predecesor, y los abusos y las torturas disminuirán. Algunas de las víctimas de Guantánamo conseguirán, por fin, su libertad, y no se seguirán sacrificando, con tanto entusiasmo, las libertades civiles. Pero no hay que olvidar que la opinión pública exige un nivel de seguridad aplastante. Y respecto a las otras grandes ofensas que EEUU dirige contra la moralidad -la pena de muerte y la matanza diaria de un número escandalosamente elevado de embriones humanos- Obama ya se ha comprometido a no hacer nada.

Tampoco, si no me equivoco, hay grandes probabilidades de que se mejore el sistema de financiación pública -o de «rellenar el barril de carne salada», como dicen los estadounidenses-, lo cual significa que los congresistas seguirán pagando su elección con costosísimas inversiones en obras públicas en sus respectivas circunscripciones, muchas veces sin necesidad objetiva. Es así que se levantan los notorios «puentes hacia ninguna parte», que son los grandes monumentos a la corrupción de la vida política.

Hasta la reciente Ley de salvación económica, por la que han sido autorizados ingentes préstamos públicos a las empresas bancarias y a las compañías de seguros arruinadas por su propia avaricia, no pudo ser aprobada en la Cámara de Representantes sin la contrapartida de esos enormes suministros de carne salada. Basta recordar que el borrador de la ley ocupó tres páginas, nada más. Sin embargo, la versión final sumó más de 400, gran parte de ellas llenas de proyectos de construcción propuestos por congresistas para sus propios distritos.

Mientras tanto, las infraestructuras básicas y verdaderamente necesarias del país se caen a pedazos: puentes semiderruidos, aeropuertos anticuados, carreteras sin mantenimiento, suministro de energía poco fiable, y medidas de control sanitario de la alimentación tan deficientes que se han producido escándalos espantosos. Nueva Orleáns, medio destrozado por los efectos del huracán de 2005, no se ha reedificado aún ni hay visos de que se vaya a hacer. Lo mismo se puede decir de la ciudad texana de Galveston -que debe su nombre a Bernardo Galvez, uno de los grandes héroes españoles de la Guerra de Independencia estadounidense-, que resultó arrasada por otro huracán el año pasado. Y en la próxima legislatura no se cumplirá tampoco la promesa de modificar el Tratado de Libre Comercio para proteger así el empleo autóctono. Eso es algo que dicen los demócratas en todas las campañas electorales para animar a sus votantes sindicalistas. Pero luego olvidan la promesa y el ritmo que marca la mundialización económica vuelve a imponerse.

Sobre el sistema educativo, que también requiere reformas urgentes, hemos oído muy poca cosa por parte del senador Obama. Y hay dos grandes retos que resultan sencillamente escandalosos. El primero es la elevadacuantía a la que deben hacer frente los universitarios, incluso si estudian en instituciones estatales. Tan es así, que el acceso a la universidad no es un derecho en Estados Unidos, sino una posibilidad más de las que ofrece el mercado. Y el segundo es la situación de la educación primaria y secundaria, ya que los barrios pobres tienen escuelas pobres, lo que contribuye a que las injusticias históricas sigan sin ser reparadas. Pero incluso si Obama estuviera dispuesto a hacer algo para intentar cambiar el sistema, se lo impediría el gran problema con el que se enfrenta: la herencia de Bush, es decir, la falta de dinero.

Así las cosas, es casi seguro que vamos a experimentar cuatro años de desengaño. Pese al cambio tan esperado y tantas veces prometido, la vida seguirá siendo la de siempre. Las guerras continuarán. Las injusticias no se arreglarán. La decadencia del país seguirá. Los que vivimos en Estados Unidos seguiremos presenciando el auge de nuevas superpotencias que nos llevarán la ventaja.

Todo ese desencanto, por supuesto, se experimentará dentro del país. En el extranjero sí cambiarán algunas cosas tras el éxito electoral de Barack Obama. La imagen de Estados Unidos en el mundo se transformará. El rechazo a los republicanos demuestra que Lincoln tuvo razón al decir que «aunque se puede engañar al pueblo estadounidense, no se puede engañar a todos, todo el rato». Pero la realidad es la que es, y la política exterior no puede cambiarse mucho. Por ejemplo, el apoyo de EEUU a Israel es un rasgo hondamente inscrito en el sistema. Asimismo, la esperanza que tiene mucha gente de que Obama logre establecer relaciones razonables con Irán se acabará esfumando, con probabilidad, por la extraordinaria dificultad del reto.

Pese a todo, el mundo entero contemplará a Estados Unidos con una nueva simpatía y con cierta admiración por el hecho de que el sueño norteamericano sigue siendo alcanzable para un hijo de inmigrantes menos privilegiados. Y se producirá, por lo menos, un cambio más: se pondrán cortinas más bonitas en la Casa Blanca. La señora Bush mostró el mismo gusto a la hora de decorar la residencia presidencial, por lo visto, que el que le llevó a casarse con su marido: cursi y desastroso. En cambio, la señora Obama parece ser una mujer elegante y sagaz. Del eslógan de la campaña electoral de su marido -podemos- se hizo eco hasta la selección española en la pasada Copa de Europa de fútbol. Así que, parafraseándolo una vez más, el nuevo presidente no podrá cambiar EEUU, pero al menos en lo que se refiere a las cortinas de la Casa Blanca, sí, podemos.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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