Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 15/11/08):
Desde ayer están reunidos conjuntamente en Washington dos grupos de países que representan a los económicamente más avanzados del mundo y a un núcleo muy importante de naciones en vías de desarrollo. Las reuniones tienen como finalidad encontrar alguna solución a la actual crisis económica y poner las bases para una reforma del sistema financiero internacional. En ese contexto se han elaborado las líneas que siguen para presentar algunas ideas sobre cómo afrontar una crisis que, sin duda, es la más importante que hemos padecido desde 1929.
Las causas son muy diversas, pero tres de ellas emergen con fuerza sobre las demás. La primera, la concesión masiva de créditos para la adquisición de activos inmobiliarios a personas incapaces de devolverlos, al amparo de garantías hipotecarias insuficientes sin una continuada subida de los precios de esos activos. A ello hay que añadir el uso masivo de instrumentos financieros escasamente regulados y que permitían traspasar a otros y difundir internacionalmente los riesgos de esos créditos. Es evidente que la responsabilidad directa de la selección errónea de los riesgos y del uso de tales instrumentos corresponde a los banqueros que desarrollaron y aplicaron tales prácticas.
La segunda se encuentra en el grave error de las autoridades, que no fueron capaces de poner coto a la utilización abusiva de unos instrumentos financieros altamente tóxicos y de sus derivados, lo que permitió que se multiplicaran sus efectos y se difundieran por toda la economía mundial. Ese error, unido a políticas fuertemente expansivas en el ámbito monetario y fiscal, ha constituido el segundo y no menos importante origen de la crisis actual.
Finalmente, la tercera causa se relaciona con la inexistencia de reglas estrictas de capitalización de las entidades financieras, lo que les ha conducido a un alto nivel de apalancamiento que multiplicaba artificialmente sus beneficios y generaba un ambiente de despreocupación por el riesgo latente en activos y operaciones. La responsabilidad en este caso es compartida por las autoridades -que han facilitado fórmulas suaves y acomodaticias de cálculo de los capitales mínimos necesarios- y los banqueros, que se han olvidado de las más elementales reglas de seguridad de su propia profesión.
La coincidencia de esos tres factores con el inevitable y previsible final del proceso especulativo, ha producido la hecatombe que hemos vivido en las últimas semanas, con sus gravísimas consecuencias sobre la economía real, que ha visto cómo todas sus fuentes de financiación se cerraban de golpe y por plazo indefinido. Porque el problema básico que plantea la estabilidad del sistema financiero -corazón de cualquier economía moderna- es que, si las entidades que lo integran se derrumban, la economía real se colapsa totalmente y de modo quizá irreversible. De ahí que, pese a la manifiesta responsabilidad de las entidades financieras en su propia crisis, no quede más remedio que sostenerlas para evitar males aún mayores a los ciudadanos y a las restantes empresas, es decir, a la economía real.
Por eso habrán de articularse medidas excepcionales para enfrentar coordinadamente la dura realidad económica actual mediante reformas profundas del sistema financiero y fuertes apoyos a la demanda global, sobre todo en el ámbito de las familias y de las empresas. Esas medidas podrían concretarse en las ideas siguientes, seguramente incompletas y parciales, pero que sólo tratan de presentar un primer y muy provisional catálogo de las mismas:
1. Las reuniones de Washington deberían dar por resultado un Tratado o Acuerdo internacional, abierto a todos los países que cumplan o se comprometan a cumplir, en plazo breve, unos determinados requisitos en cuanto a liberalización de mercados y a política monetaria y fiscal. El objetivo más inmediato del Tratado o Acuerdo debería ser el de proteger a los ciudadanos, a las familias y a las empresas contra las más graves consecuencias de la crisis, especialmente a los de menores niveles de renta y a las pequeñas y medianas empresas, que serían los más perjudicados si persistiese o se agravase la misma. Esa protección se debería articular tanto a través de una política monetaria y crediticia encaminada al saneamiento del sistema financiero y a evitar las malas prácticas que han originado la situación actual, como mediante una política fiscal orientada a las rentas más reducidas y a los beneficios empresariales.
2. A largo plazo, el objetivo del Tratado o Acuerdo debería ser el establecimiento de un orden económico internacional equilibrado, que impulsara el rápido desarrollo de los países más atrasados y que permitiese una eficaz actuación contra las crisis económicas, difundiendo prosperidad y estabilidad entre todos los países.
3. Su principio esencial debería consistir en un firme compromiso respecto a la aplicación de las normas de la economía de mercado, de la globalización y de las reglas de la libre competencia en el ámbito nacional e internacional.
4. El contenido de este Acuerdo debería contemplar también normas respecto a la política de mercados y de liberalización económica, debiendo aplicar la mayor libertad en cuanto a establecimiento, contratación de factores productivos y condiciones de funcionamiento de las empresas, dentro de un marco general de respeto a la dignidad de las personas, de mejora de sus condiciones económicas y de preservación cuidadosa de los recursos naturales. Igualmente debería fomentar la libre circulación de mercancías y servicios, aunque acomodándola a las posibilidades y niveles de desarrollo de cada país. Además, debería estimular que los países más desarrollados promoviesen el crecimiento de los más atrasados, restando presión a las desordenadas corrientes migratorias entre unos y otros. Finalmente, debería impulsar la globalización y homogeneización de los mercados, suprimiendo los obstáculos que la impiden o dificultan, para lo que debería fomentar la mejora de las comunicaciones entre países y regiones y la normalización de sus legislaciones civiles, mercantiles y laborales.
5. En cuanto a política monetaria y crediticia, las autoridades monetarias deberían actuar con total autonomía frente a sus respectivos gobiernos nacionales, conforme a criterios objetivos derivados de referencias concretas de mercado. Esas referencias para la fijación de los tipos de interés de intervención deberían considerar no sólo la evolución de los precios al consumo sino, además, los precios de los activos más significativos -inmuebles y valores cotizados-, las necesidades exteriores de financiación y las tasas reales de crecimiento de la producción. En todo caso, el coste del capital no debería resultar nunca negativo, para evitar despilfarros en el uso de este escaso factor de la producción. Deberían establecerse también límites concretos para los déficits exteriores, que deberían ser mucho más reducidos para los países desarrollados. Los que superasen tales límites tendrían que instrumentar de inmediato políticas económicas restrictivas.
6. Por otra parte, los países que suscribiesen el Tratado o Acuerdo deberían garantizar la estabilidad de sus sistemas financieros y la sanidad y el adecuado funcionamiento de las entidades que los integren. Para ello se debería establecer una definición amplia de lo que se entiende por sistema financiero, que incluyera tanto a las entidades habituales como a las que actúan en los mercados de valores y en los de seguros y similares, para evitar la elusión de las normas regulatorias y de la supervisión. Excepcionalmente se debería regular también, bajo normas comunes, la cuantía y forma de las ayudas para dotar de liquidez a las entidades con dificultades temporales mientras persistan las circunstancias actuales en los mercados y siempre bajo estrictos criterios de transparencia en el uso de los fondos públicos. También excepcionalmente, se debería regular bajo normas comunes el salvamento de las entidades financieras en situación de insolvencia mediante inyecciones temporales de capital público, sin inmiscuirse en su gestión diaria pero supervisando sus estrategias y comportamientos y exigiendo a sus gestores y accionistas las responsabilidades en que hubiesen incurrido.
Se deberían regular también los criterios para la supervisión y vigilancia efectiva de las entidades financieras y de sus circuitos de selección y asunción de riesgos, así como sus productos, servicios y actividades, y elevarse los niveles mínimos actuales de capitales exigibles a todas las entidades financieras. Las normas de evaluación de riesgos y de ponderación de los mismos deberían ser comunes y excluir cualquier sistema basado en la experiencia interna de las propias entidades.
Del mismo modo se deberían establecer retenciones obligatorias, por parte de los emisores de títulos y de sus negociadores, de los riesgos que se titularicen. Un criterio similar debería establecerse para la emisión y negociación de instrumentos derivados que, en todo caso, deberían ser objeto de una adecuada tipificación de sus aspectos esenciales y de sus normas de contratación. También se deberían crear fondos anticíclicos de reservas adicionales y genéricas para compensar la morosidad. Y se deberían establecer normas estrictas para el buen gobierno de las entidades financieras, en especial las referentes a transparencia, adecuación y control de las retribuciones de sus gestores y de sus decisiones empresariales.
7. La supervisión de las entidades integrantes del sistema financiero debería estar encomendada al Banco Central de cada país o a un solo organismo público de supervisión, que aplicaría las normas y directivas generales emanadas del organismo multilateral de coordinación. Este supervisaría, a su vez, a los supervisores nacionales para vigilar el cumplimiento de sus directrices y evaluar la calidad de la supervisión.
8. Las entidades financieras y el Tesoro público de cada país contribuirían a la formación de fondos de garantía que gradualmente se hiciesen cargo de responder frente a los clientes hasta límites únicos y tipificados para todos los países. Del mismo modo, las entidades financieras, el Tesoro Público y las demás entidades interesadas constituirían fondos conjuntos con los que satisfacer los honorarios de las Agencias de calificación y tasación, que serían sometidas a una vigilancia rigurosa y periódica por parte de los supervisores.
9. En cuanto a política fiscal, la estabilidad presupuestaria debería ser un objetivo irrenunciable de esa política. Ello implicaría el mantenimiento de unas cuentas de las Administraciones públicas anualmente equilibradas, admitiéndose sólo excepcionalmente situaciones temporales de déficit en periodos de recesión o de crecimiento notablemente inferior al potencial, pero con el compromiso de alcanzar superávits razonables en las etapas de expansión. El organismo multilateral de coordinación supervisaría los saldos presupuestarios y la confección de las correspondientes cuentas públicas. La cuantía del déficit público anticíclico no debería superar el 3% del PIB de cada país.
Además, los déficits anticíclicos deberían originarse por la reducción selectiva de ingresos antes que por el aumento de los gastos públicos, al objeto de evitar un crecimiento del sector público que dificultase el eficiente funcionamiento de la economía privada y la recuperación del equilibrio presupuestario al superarse la crisis. Por ello, los países que tuviesen que incurrir en déficits coyunturales deberían evitar el crecimiento real de los gastos públicos consuntivos a tasas sensiblemente superiores a las del crecimiento de la población, para de esta forma mantener el nivel real de servicios públicos por persona o aumentarlo sólo ligeramente. Esta norma podría ser flexibilizada para los países en vías de desarrollo, cuando fuesen evidentes sus carencias de servicios públicos esenciales. En todo caso, deberían excluirse del criterio limitativo anterior los gastos públicos en educación y, muy especialmente, los orientados a la formación para el trabajo. Además, para ahorrar gastos corrientes, las familias e individuos de rentas más elevadas deberían colaborar a la financiación parcial de algunos de los servicios públicos que utilizasen, mediante tarifas para el copago.
Se deberían impulsar fuertemente los gastos públicos de formación de capital en tanto no implicasen otros gastos recurrentes significativos y fuesen necesarios para la inversión privada. A tales efectos deberían impulsarse especialmente los gastos en infraestructuras y los relativos a redes de distribución de productos esenciales, tales como agua y energía. Para evitar un excesivo peso de estos gastos, debería recurrirse a financiarlos total o parcialmente mediante concesiones temporales de su explotación al sector privado en cuanto resultase económicamente viable.
A su vez, para aplicar el criterio de reducción de impuestos y coadyuvar a la protección de la renta disponible de familias e individuos, los impuestos directos que recayesen sobre ellos deberían responder de forma clara y bien definida al criterio de capacidad de pago conforme a las propias circunstancias personales y familiares de los obligados, y deberían tratar más favorablemente a los rendimientos procedentes del trabajo, por la inevitable limitación temporal de los mismos; impulsar el ahorro a largo plazo de las familias, como medio de fortalecer su capacidad financiera y de reducir las necesidades de financiación externa del país; establecer tarifas impositivas que favoreciesen a las personas y familias de rentas más reducidas y simplificar la regulación y exacción de estos impuestos.
Los impuestos sobre los beneficios de las sociedades deberían reducirse sustancialmente como medio de mejorar la rentabilidad neta de las inversiones empresariales. También debería evitarse o disminuirse la doble imposición de los dividendos para no discriminar contra la financiación mediante capitales propios y reducir el apalancamiento por motivos fiscales.
Los impuestos indirectos deberían gravar exclusivamente el consumo final de las familias e individuos, evitando la reiteración de gravámenes sobre productos y servicios en etapas intermedias de producción o distribución, para ahorrar así costes de transacción y cumplimiento y hacer más eficiente el funcionamiento de los mercados y la formación de los precios.
Finalmente, el endeudamiento acumulado del sector público no debería superar la cuantía del PIB en los países en vías de desarrollo y no elevarse por encima de los dos tercios de esta magnitud en los países más desarrollados.
10. Consecuentemente con todo lo anterior, debería crearse en el FMI un organismo multilateral de coordinación, con la participación de todos los países que suscribiesen el Tratado o Acuerdo y que estaría abierto a la incorporación de nuevos países a medida que fuesen cumpliendo los requisitos básicos para su incorporación y admitiesen sus objetivos y compromisos. Ese organismo multilateral se encargaría de la elaboración de las propuestas de medidas para garantizar la estabilidad económica, el adecuado funcionamiento del sistema financiero internacional, la supervisión de los supervisores nacionales y las directrices para las políticas monetarias y fiscales de los gobiernos implicados. La representación y los derechos de voto en el citado organismo multilateral deberían estar en función de la cuantía del PIB de cada país que lo integre, medido en paridades de poder de compra y en términos cuatrienales, y ningún miembro tendría derecho de veto, aunque podrían exigirse mayorías cualificadas para determinadas decisiones.
Como puede suponerse, es ilusorio pensar que ideas tan duras de aplicar y que suponen la cesión de una parte considerable de la soberanía nacional de cada país a un organismo multinacional, van a encontrar eco con facilidad entre los dirigentes políticos actuales. Pero si algunas de ellas no se materializasen en los próximos tiempos, poco podría esperarse respecto a una solución adecuada para la actual crisis. Y, sobre todo, poco podría confiarse en que episodios semejantes no se repitiesen periódicamente en un sistema financiero que, hoy por hoy, parece realmente incontrolado e incontrolable.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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