Por Carlos Herrera (ABC, 10/11/08):
APENAS habían transcurrido unos minutos desde que se hubieron contabilizado los preceptivos doscientos setenta delegados para ganar la presidencia de los Estados Unidos que, como es sabido hasta la náusea, obtuvo el senador Barak Hussein Obama, cuando una multitud multirracial de hombres y mujeres mayoritariamente jóvenes se congregó espontáneamente a las puertas de la Casa Blanca, Washington DC., coreando con provocativa sorna e indisimulada alegría una frase que resulta ser todo un titular descriptivo del momento: «¡Our House, The White House!». Este columnista era testigo de ello. Los allí reunidos -que no habían sido vistos nunca en elecciones anteriores- podían ufanarse de haber sido una de las piezas fundamentales de la elección de un candidato que por parecer que lo tenía todo en contra resultó tenerlo todo a favor: los jóvenes, tradicionalmente abstencionistas, y la comunidad negra habían acudido a votar para dejarle un 66 por ciento de su voto los primeros y nada menos que un 95 por ciento los segundos. El objetivo estaba cumplido: BHO batía todos los récords y establecía un nuevo Camelot escénico, político, ideológico -¿pretenderá Michelle ser una reencarnación de Jackeline?- en el mismo corazón del poder del mundo, ese que ve con embobamiento el despunte de un «nuevo amanecer».
Hasta el tradicional y bien alimentado antiamericanismo de medio planeta se ha visto sacudido; aunque, curiosamente, no esté de enhorabuena. Después de un escenario idílico en el que la presencia de Bush ha hecho las delicias de los habituales odiadores de la primera potencia mundial, la elección de Obama supone un sordo revés del que se apercibirán así pasen unos cuantos días: quieran o no, les va a costar mucho trabajo acusar de explotador imperialista a un negro. A un negro a medias -criado por madre y resto de familia blancas- que ha escenificado a la perfección lo vivo que sigue el sueño americano, esa particularidad exclusiva que nació con la redacción de una Constitución basada en la suprema libertad del hombre. ¿A qué tipo de particularidad me refiero?: a un sueño que se formó con ideas de origen europeo pero que en Europa no funcionaban merced a largas y trabajosas inercias aún hoy vigentes. En un país recién nacido de la mano de prohombres de envergadura históricamente contrastable, se pusieron en marcha conceptos políticos que han tardado muchos años en fructificar en la elección del día cuatro de noviembre, pero que han hecho posible que alguien representativo de los conjuntos sociales que estaban fuera del sujeto al que se refería la Constitución original norteamericana -el blanco anglosajón, evidentemente- llegue a la presidencia del país. Algo semejante aún no se ha materializado en la vieja Europa -a excepción de las selecciones deportivas-, donde sigue siendo muy difícil que un turco sea canciller de Alemania o un musulmán de origen árabe primer ministro italiano. La importancia de la elección del senador de Illinois radica en buena medida en haber logrado convertir la raza no en un argumento de campaña y sí en un asunto de transfondo que, si acaso, ha correteado por las conciencias de los votantes, convencidos todos de que había llegado el momento en dar el paso definitivo: lo que empezó con la abolición de la esclavitud, continuó con la guerra que ello provocó entre el norte y el sur, prosiguió con la consecución de los derechos civiles, debía concluir con el derribo del último obstáculo, ese que dejaba claro que un negro podía ya ser cualquier cosa en el país… menos presidente, oficio reservado para blancos. Los congregados a las puertas de la Casa Blanca y el resto de votantes que acudió a las urnas se sabían parte de la historia y decidieron protagonizarla al modo de «yo hice posible que todo cambiara gracias a mi voto».
Esa es una de las explicaciones de la solidez de la victoria de Obama. Pero no la única, como es evidente. Grandilocuente en palabras -aunque quizá poco profundas-, BHO ha sabido interpretar el movimiento de renovación de estas elecciones: hábil ante las cámaras como Clinton e ilusionante en los discursos como Kennedy -¿de verdad fue tan buen presidente Kennedy?-, ha reunido el suficiente dinero como para apabullar a su contrario, ha sacado de paseo su extraordinaria retórica, ha capitalizado el sentimiento antirrepublicano por la gestión de la crisis económica -que se ha evidenciado hasta en votantes conservadores- y ha movilizado a sectores poco dados al voto. Los hispanos, sin ir más lejos, aunque de tradición demócrata, de veintiséis países distintos y de distintos tiempos de llegada, le han respaldado hasta en lugares como Florida, estado en el que los hijos de los emigrantes cubanos han tomado el relevo de las urnas y han combinado su respaldo a Obama y, a la vez, a los congresistas Díaz-Balart, republicanos de fuste reelegidos por su demarcación.
Este último detalle nada menor simboliza una de las grandezas de la democracia estadounidense: el voto no es en su inmensa mayoría un signo de pertenencia antropológica a unas siglas, a unas ideas soldadas por la tradición o la costumbre, una cuestión religiosa e identitaria. En ello y en las diferentes fórmulas que evitan el elitismo de una clase política funcionarial de partido consisten las grandes diferencias con democracias como la española. Para que Barak Hussein haya llegado al despacho oval ha necesitado la aprobación constante del electorado norteamericano: primer «comité exploratorio» para medir fuerzas y sopesar posibilidad de financiación amparada en la estricta ley americana, debates parlamentarios en el propio partido a colmillo suelto, primarias de Iowa -la primera y más mediática-, «supermartes» de veinte estados, resto del país al que hay que convencer estado a estado y cuyos ciudadanos pueden votar tu candidatura sean miembros del partido demócrata o no, convención del partido y, finalmente, votación del primer martes después del primer lunes de Noviembre. El ciudadano medio está razonablemente involucrado en el sistema, como puede verse, y desde el principio del proceso ya está eligiendo a quien considera oportuno. Una vez elegido, el presidente no puede respirar tranquilo: los pesos y contrapesos del congreso y el senado -que no se renuevan del todo cada cuatro años- pueden hacerte muy difícil la gobernación: aunque cuentes con mayoría de los «tuyos» en ambas cámaras cualquier grupo de congresistas puede darte un disgusto en cualquier votación, o puede que a los dos años de tu elección se renueve parte de alguna cámara y pierdas la mayoría -como le pasó, sin ir más lejos, a Clinton-, con lo que debas pactar todo lo pactable y tomar buena nota de lo que te dice la calle.
BHO cuenta pues con un auditorio mundial ensimismado, peligrosamente abocado a la ausencia del más que necesario e higiénico escepticismo político -que hace caer en la cursilería a analistas antaño severos y exigentes-, y deseoso de que cambie el mundo. El mundo, desafortunadamente, no se cambia apretando un botón y, por más que haya una alborotada y buenista carrera por eliminar sufrimientos, hasta el más ignorante de los corredores sabe que la ilusión colectiva no basta para solventar las crisis entrecruzadas que amargan la vida a media humanidad. Las primeras medidas en forma de futuros hombres fuertes del presidente parecen sólidas y serias -es decir, no se parece al primer Clinton, sino al primer Reagan-, pero el tiempo que está por venir precisará de mucha más astucia que aspavientos, más energía que inacción y más ideas que retórica.
En resumen, quedan pocos meses para que aquellos que la otra noche gritaban «¡La Casa Blanca Es Nuestra!» sepan si el cuarenta y cuatro presidente de los Estados Unidos de América al que votaron con el entusiasmo de estar haciendo historia resulta ser, al cabo de los hechos, tan buen estadista como político.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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