Por Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR (EL PAÍS, 24/11/08):
Hay asuntos que parecen gremiales y, sin embargo, tienen consecuencias en el conjunto de la sociedad. Así ocurre con las mediciones de calidad de la investigación, concretamente, en el ámbito de las Humanidades, que merecen un debate amplio.
Medir parece cosa de cantidades y, sin embargo, desde hace algún tiempo la obsesión por la medida se ha trasladado a la calidad. Se mide la calidad de la vida, de las democracias, del quehacer empresarial y de las instituciones educativas en sus distintos niveles. Y en el caso de la Universidad, se aplica el ábaco a los centros, pero también a la actividad de los profesores, sobre todo la investigadora, que es a la que me quiero referir.
Los resultados de tales mediciones son del mayor interés, sobre todo en dos casos: la acreditación para desempeñar tareas docentes, como contratado o como funcionario, y el reconocimiento de sexenios de investigación. La acreditación es el filtro por el que deben pasar los futuros profesores, cosa crucial en la vida de un país; los sexenios suponen un pequeño aumento económico, pero sobre todo un mejor bagaje para la acreditación, el emeritaje y para obtener un cierto reconocimiento, importante en la vida de un profesional.
Claro que los ábacos nunca pueden medir la valía. Miden lo que miden, y con los actuales criterios Ortega o Zubiri no tendrían ningún sexenio ni habrían sido acreditados. Pero cada cual es hijo de su tiempo y desde hace unos años la calidad se mide por la cantidad en los casos que comentamos, por eso sería preciso discutir al menos dos cosas: si tiene que ser así y, si no queda otro remedio, cuáles han de ser los parámetros para ajustarse lo más posible a lo que se pretende evaluar. Una vez decididos los criterios, si eso llega, han de ser muy claros, para que ni los evaluadores topen con dificultades excesivas ni los candidatos se encuentren en una situación de inseguridad evaluativa. Porque una cosa es la aplicación prudencial de unos criterios claros a los casos concretos, otra bien distinta, la lotería, que cuando cuenta demasiado da en arbitrariedad.
El asunto se complica al buscar parámetros para las Humanidades. Y no porque no haya en ese campo trabajos de mayor o menor calidad, o porque no exista posibilidad de evaluación, sino porque, en aras de la simplificación, siempre perversa, se aplica en ellas el mecanismo expeditivo que nació en el mundo de las “ciencias duras”, y no vale para estas otras formas de saber. Una traslación que se repite con frecuencia en planes de estudios o en proyectos de investigación, como si no hubiera más racionalidad que la de las “Naturalidades”, como les llamó Ortega.
Miden las Naturalidades la calidad de su investigación más por los artículos publicados en las llamadas revistas de impacto que por los libros. Quien logre situar en ellas un trabajo parece dar por demostrada su calidad. Nacen con ello los índices de revistas de impacto, en los que debe posicionarse cualquier revista que quiera recibir buenos artículos, porque mal podrá acreditarse o ver un sexenio reconocido quien publique en las revistas peor situadas en el ranking, con lo cual el efecto Mateo se ceba en la investigación. A las revistas más valoradas, los trabajos mejores se les darán, y a las otras, los restantes.
Claro que las cosas no son tan simples, y algo se ha escrito sobre estafas en revistas de élite y sobre la necesidad de entrar en una trama social para publicar en ellas. Pero esas denuncias sí que han tenido poco impacto, porque el mundo de las ciencias duras y de saberes cercanos, como la lógica, han entrado en esa deriva, al parecer sin remisión, y han contagiado a las Humanidades, cuando es éste un ámbito del saber bien distinto.
El historiador o el filósofo que tienen algo importante que decir, amén de escribir artículos, necesitan expresarlo en un libro, o en varios. El progreso en esos saberes requiere la base de una concepción bien explicitada y no un apunte conciso, por eso quien en la edad madura no ha sido capaz de escribir un libro de su cosecha ya ha demostrado suficientemente su esterilidad. Tal vez por esa razón las revistas correspondientes no se han afanado por “situarse bien” en los rankings, sobre todo en los extranjeros, a lo cual se suma la diversidad de valoraciones que reciben las mismas revistas en los distintos índices.
En el extremo opuesto se encuentran los localistas, los que publican sólo en revistas de su universidad, en aquellas de cuyo consejo de redacción son miembros, o en instituciones dispuestas a publicar cualquier cosa. Cuando lo cierto es que un investigador ha de esforzarse por llegar más allá de su localidad y sus amistades y dejarse medir por otros más exigentes. Pero también los evaluadores han de saber que en el campo de las Humanidades los investigadores de calidad escriben, sobre todo, buenos libros.
Ante esta Babel de criterios es urgente un amplio y serio debate sobre cómo evaluar la calidad de la investigación en Humanidades que reduzca al mínimo la inseguridad evaluativa.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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