Por Thomas L. Friedman, columnista del diario The New York Times. Traducción de News Clips (EL PAÍS, 07/11/08):
Y sucedió que el 4 de noviembre de 2008, poco después de las 10 de la noche hora del este del país, acabó la guerra civil estadounidense, cuando un negro -Barack Hussein Obama- obtenía suficientes votos electorales para convertirse en presidente de Estados Unidos.
Una guerra civil que en muchos aspectos se decidió en la batalla de Gettysburg, Pensilvania, en 1863, concluía 145 años después en las urnas del mismo Estado. Porque en cuanto Obama conquistó el crítico campo de batalla electoral de Pensilvania tenía prácticamente asegurada la victoria que lo convertiría en el 44º presidente de Estados Unidos.
En su famoso discurso de Gettysburg, el presidente Lincoln instaba a todos los estadounidenses a continuar “la labor inacabada en la que han avanzado quienes tan noblemente han combatido”. Sin embargo, esa labor ha tardado en terminarse un siglo y medio. Porque a pesar de las décadas de legislación sobre derechos civiles, de las intervenciones judiciales y del activismo social -a pesar de la sentencia en el litigio de Brown contra la Junta de Educación, de la cruzada del “tengo un sueño” de Martin Luther King y de la Ley de Derechos Civiles de 1964- no podía decirse que la guerra civil hubiese acabado de verdad hasta que la mayoría blanca de Estados Unidos no eligiese de hecho a un presidente negro.
Eso es lo que ocurrió el martes por la noche, y por eso nos despertamos en un país diferente. Sí, la lucha por la igualdad nunca se acaba. Pero ahora podemos volver a empezar partiendo de una base completamente nueva. Que cada niño y cada ciudadano y cada inmigrante sepa que a partir de ahora, todo es realmente posible en Estados Unidos.
¿Cómo lo ha conseguido Obama? Sin duda, probablemente ha hecho falta una de esas crisis económicas que sólo se dan de siglo en siglo para conseguir que suficientes personas blancas votasen a un hombre negro. Y sin duda, la mejor organización, los modales más calmados, el estilo de hablar más pulido y el tranquilizador mensaje de “cambio” de Obama le han venido muy bien.
Pero ha habido también un efecto Buffett, que de hecho ha podido más que el supuesto efecto Bradley (votantes blancos que en las encuestas afirmaban que iban a votar por Obama pero que luego se decantaban por el tipo blanco). El efecto Buffett ha sido justo el contrario. Eran republicanos que en las barbacoas del club de campo decían que iban a votar a John McCain y luego discretamente se metían en la cabina y votaban a Obama, aun a sabiendas de que eso supondría una subida de impuestos.
¿Por qué? Algunos lo hacían porque percibían lo inspirados y esperanzados que estaban sus hijos con una presidencia de Obama, y no sólo no querían frustrar esas esperanzas, sino que en secreto querían compartirlas. Otros apoyaban instintivamente la opinión de Warren Buffett de que hoy en día, si uno es rico y próspero, es ante todo porque ha tenido la suerte de nacer en Estados Unidos en esta época, y eso no hay que olvidarlo nunca. Por eso tenemos que reanudar la tarea de arreglar nuestro país; necesitamos un presidente que pueda unirnos para construir una nación en nuestro país.
Y en el fondo también sabían que tras la pésima actuación del equipo de Bush, tenía que haber consecuencias para el Partido Republicano. En cierto modo, elegir a McCain ahora habría significado recompensar la incompetencia. Habría sido una parodia del principio de responsabilidad en el Gobierno, y habría desatado en Estados Unidos una oleada de cinismo intensamente corrosiva.
Obama siempre será nuestro primer presidente negro. ¿Pero puede ser uno de nuestros contados grandes presidentes? Va a tener su oportunidad, porque nuestros grandes presidentes son aquellos que asumieron el cargo en alguno de nuestros momentos más oscuros y en lo más profundo de algunos de nuestros agujeros más hondos.
“Asumir el cargo en tiempos de crisis no garantiza la grandeza, pero puede brindar una ocasión para alcanzarla”, sostiene Michael Sandel, filósofo político de la Universidad de Harvard. “Eso fue sin duda lo que les ocurrió a Lincoln, Franklin Delano Roosevelt y Truman”. Parte de la grandeza de Roosevelt, sin embargo “residió en que fue tejiendo poco a poco una nueva filosofía política del Gobierno -el New Deal- con los escombros y el caos político de la depresión económica que heredó”. Obama tendrá que hacer lo mismo, pero estas cosas llevan su tiempo.
“Franklin Delano Roosevelt no ganó en 1932 proponiendo el New Deal”, comenta Sandel. “Proponía equilibrar el presupuesto. Al igual que Obama, no tenía una filosofía de gobierno claramente articulada cuando asumió el cargo. Llegó con un espíritu confiado y activista y empezó a experimentar. Hasta 1936 no tuvimos una campaña presidencial centrada en el New Deal. Cuál será el programa equivalente de Obama, ni siquiera él lo sabe. Irá surgiendo a medida que lidia con la economía, la energía y el papel de Estados Unidos en el mundo. Son unos retos tan grandes que sólo saldrá airoso si consigue articular una nueva política del bien común”.
Bush y compañía no creían que el Gobierno pudiera ser instrumento del bien común. Castraron a los ministros de su Gobierno y nombraron a los de la pandilla para los grandes cargos. Para ellos, la búsqueda del bien común no era más que una búsqueda del interés propio individual. Los votantes se han rebelado contra eso. Pero también se ha producido una rebelión contra una versión demócrata tradicional del bien común: la de que éste es sólo la suma de todos los grupos de interés que reclaman su parte.
“En estas elecciones, la ciudadanía estadounidense ha rechazado estas nociones estrictas del bien común”, sostiene Sandel. “La mayoría acepta ahora que los mercados sin control no sirven al bien público. Los mercados generan abundancia, pero también pueden engendrar un exceso de inseguridad y riesgo. Incluso antes del caos financiero, vimos que el riesgo se trasladaba masivamente de las empresas al individuo. Obama tendrá que reinventar el gobierno como instrumento del bien común: regular los mercados, proteger a los ciudadanos frente a los riesgos del desempleo y la mala salud e invertir en independencia energética”.
Pero la nueva política del bien común no puede girar únicamente en torno al Gobierno y los mercados. “También tiene que girar en torno a un nuevo patriotismo, en torno a qué significa ser ciudadano”, opina Sandel. “Ésta es la fibra más sensible que ha tocado la campaña de Obama. La parte de su oratoria política que más aplausos ha provocado era la que decía que todo y toda estadounidense tendrá la oportunidad de asistir a la universidad siempre que realice un periodo de servicio nacional: en el Ejército, en el Cuerpo de Paz o en la comunidad. La campaña de Obama ha recurrido a un idealismo cívico adormecido, al hambre de los estadounidenses de servir a una causa mayor que ellos mismos, al ansia de volver a ser ciudadanos”.
Nada de esto será fácil. Pero mi instinto me dice que, de todos los cambios que se introducirán durante la presidencia de Obama, el romper con nuestro pasado racista puede ser el menos importante. Hay muchísimo trabajo por hacer. La guerra civil ha terminado. Que empiece la reconstrucción.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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