Por Carmen Iglesias, presidenta de Unidad Editorial y miembro de la Real Academia Española y de la Real Academia de la Historia (EL MUNDO, 10/01/09:
Nuestra sensibilidad y actitud actual hacia los niños, procedente de esas transformaciones paulatinas que desde el siglo XVIII experimentan las sociedades desarrolladas, con la introducción de ese «individualismo afectivo» en el núcleo familiar y relacional en general, puede medirse cuando comparamos las actitudes tan distintas de siglos anteriores, en contextos de supervivencia y de fragilidad que no conviene olvidar pues es un pasado relativamente reciente y desgraciadamente actual para otras regiones del mundo.
Cuando la muerte está siempre presente
En la numerosa información de nuestra actualidad sobre la situación de la infancia en distintos lugares del mundo, se aludía no hace mucho al hecho, conocido por los medios con motivo de un viaje de la Reina, de que en alguna isla indonesia no se da ningún nombre a los recién nacidos hasta cumplidos al menos seis meses, a fin de asegurarse al menos esa corta supervivencia y no sufrir el desgarro emocional por una tan breve vida. Pues, en una sociedad con una alta mortalidad infantil, si el bebé muere sin nombre, es más una categoría que un individuo. Esa era también una práctica occidental durante los largos siglos en los que la mortalidad infantil rondaba entre el 30% y el 50% de media, según la demografía histórica ha podido reconstruir en buena medida a través de documentos parroquiales, notariales, testamentarios y otros. Según datos de Pérez Moreda, de esa media de niños, un 75% aproximadamente no llegaba al primer año, un 60% alcanzaba los 10, y sólo un 50% superaba los 15 años. Demasiada carga para ser soportada por unos adultos que, por su parte, tenían una media de vida entre los 32 y 40 años. Todavía en el siglo XIX los niveles de mortalidad, en bastantes zonas europeas, para niños menores de cinco años seguía siendo del 500 por 1.000. Y en algunas regiones y en ciertos sectores (los niños expósitos, por ejemplo), esos índices pueden llegar en algunas ocasiones al 70% de muertes e incluso a casi el 100%. Adam Smith, ya en la segunda mitad del XVIII, todavía da datos escalofriantes, aunque sean referidos sólo a Escocia y en relación a la pobreza de la región: «Es muy común -escribe- en las montañas de Escocia (…) no tener dos hijos vivos una madre que ha llegado a parir 20 (…), son muy pocos los niños que llegan a la edad de 13 o 14 años. En algunas partes mueren por lo regular antes de la edad de cuatro, en otras antes de los siete y en las más sin llegar a la de 10».
Nada por tanto puede entenderse de la historia de la infancia y de la vida del Antiguo Régimen sin tener en cuenta la omnipresencia de la muerte en todas las edades y en toda condición, pero en especial en los niños. Por eso, cuando leemos en un Montaigne que «se le han muerto dos o tres hijos»; cuando comprobamos que se repite una y otra vez entre hermanos el mismo nombre, incluso sin haber fallecido el anterior; cuando constatamos en sus correspondencias y testamentos la resignación de un Felipe II y de otros monarcas y notables ante la muerte de sus hijos, no podemos aplicar nuestro sentimiento actual a la pérdida prematura de aquellos niños. Ante la fragilidad de esos bebés y niños que apenas llegan a los siete años -la «edad de la razón» según fuentes eclesiásticas y civiles de la época-, comprendemos el esfuerzo humano por reducir en lo posible el capital emocional volcado en cada niño que nace, con el fin de poder mantener un cierto equilibrio y cordura ante la muerte continua. Fue frecuente también no hacer constar el nombre individual de los varones -y sobre todo el de las hijas- hasta que heredaban, si es que ese era el caso.
Las edades infantiles
Si sobrevivían, la vida de los niños en el Antiguo Régimen se estructuraba fundamentalmente en tres períodos que, a grandes rasgos, siguieron vigentes en el siglo XVIII, si bien fueron cambiando actitudes y prácticas a medida que se extendía ese nuevo sentimiento de la infancia y según convergían o luchaban por su control ese triple círculo de interés que empieza a rodear al niño: familia, Iglesia, Estado.
Desde su nacimiento hasta los dos años (en algunas zonas hasta los tres o cuatro), en que se produce el destete, a los bebés supervivientes se les envolvía nada más nacer en pañales o vendas como pequeñas momias -según zonas durante más o menos meses-, siguiendo la práctica tradicional procedente de la antigua Roma y utilizada en todas las clases sociales, con más o menos entusiasmo según épocas y regiones, hasta el mismísimo siglo XX. Fue una costumbre, basada en la creencia de que así se evitaban deformaciones y otros problemas, que sólo comienza seriamente a ponerse en cuestión en el siglo XVIII, a través de las críticas ilustradas: «Apenas ha salido el niño del vientre de su madre… cuando se le ponen nuevas ligaduras. Le fajan, le acuestan con la cabeza fija, estiradas las piernas y colgando los brazos, le envuelven con vendas y fajas de todo género, que no le dejan mudar de situación…», denuncia Rousseau, citando a Buffon y siguiendo la estela de Locke y algunos moralistas y médicos que desde finales del siglo XVII abominan de una práctica que oprime el cuerpo del bebé y coarta su libertad de movimientos.
Además de la cuestión del fajado, el otro gran núcleo de discusión ilustrada sobre estos temas gira alrededor del amamantamiento de los bebés. Está documentado que al menos ya en el siglo XIV, en las clases medias de las ciudades, en diversos lugares de Europa, existía la práctica de dejar al cuidado de amas de crías el amamantamiento, y ésta fue una costumbre que perduró a lo largo de siglos -con mayor o menor intermitencia según regiones y épocas- en prácticamente todos los grupos sociales, incluso en el campo. Una práctica ancestral que constituía un auténtico oficio para mujeres generalmente pobres, y que, en algunas épocas, convirtió el amamantamiento de niños ajenos en un particular negocio. No hay que guiarse por tanto exclusivamente por la visión que tenemos actualmente de las nodrizas que las clases pudientes mantienen en el siglo XIX y primera parte del XX, o por la otra vertiente de amas de crías contratadas en los hospicios o que amamantaban en el campo a varios niños a la vez -lejos de sus padres- y tenía como consecuencia una mortalidad de los niños de pecho que rozaba cifras espeluznantes. Ambas situaciones fueron reales, pero el problema básico de largos siglos radicaba en la dificultad real de las mujeres -debilitadas por partos y pospartos siempre peligrosos- y en la duración de tales amamantamientos -entre 18 y 24 meses, e incluso en ocasiones hasta los cuatro años del infante-, al no existir alimentos alternativos a la leche maternal. Cuando la crítica moralista y médica ilustrada insta a las mujeres a dar siempre el pecho a sus bebés y hace responsables a las madres de la mortalidad de sus hijos por no amamantarles, además de incidir en el costo económico que el sistema representaba para familias de clase media, sitúa a las mujeres muchas veces entre varias fuegos. Uno de ellos fue sin duda la obligación de lo que se llamaba el débito conyugal («incluso -debe aceptar la esposa, decía un manual eclesiástico de la época- el beso del cónyuge leproso»), que se dificultaba con el amamantamiento y que creaba la disyuntiva entre el hijo o el marido. Sólo el desarrollo de la Medicina, de la higiene y de técnicas alimentarias artificiales, junto con el despegue material y mental de la sociedad occidental, hicieron superfluas las amas de leche. Pero de la importancia de la cuestión da fe la propia actualidad de nuestros días, desde los debates sobre si la lactancia materna influye o no en la inteligencia de los niños, sobre sus efectos secundarios, o sobre lo que se ha llamado «la revolución de la teta» en el mismo 2008.
Del destete a la «edad de la razón», de los dos a los siete años, era quizá la fase más libre y relativamente feliz para los niños, cuando volvían al hogar familiar a los dos o cuatro años y se criaban bajo la supervisión de las mujeres, pero en un ambiente de cierta tolerancia indiferente. El corte abrupto a los siete años -pasando de la permisividad indeterminada anterior a la educación estricta o al trabajo en el campo o en la ciudad, según la procedencia social- marca toda la etapa siguiente de la difícil pubertad, entre los siete y los 14 o 15 años (si se tiene en cuenta que en el caso de los varones no llegan a casarse, cuando lo hacen, entre los 24 y 27 años, se crea una masa de cierto energumenismo adolescente y frustración juvenil que preocupó mucho a los responsables de orden social y que, según algunos historiadores, fue una fuente de sublimación hacia la aventura y la innovación en algunos aspectos).
Aunque la introducción de ese «individualismo afectivo» a partir del siglo XVIII en determinados ámbitos familiares se vio que modificaba positivamente la actitud de los adultos hacia los niños, el problema de la socialización y la educación en la sociedad patriarcal que está ya prácticamente estructurada en los siglos XVIII y XIX sigue diversos caminos. Puede observarse, paradójicamente, como en la medida en que se desarrolla el cuidado y la atención hacia la infancia, se va ampliando su vigilancia y la preocupación para que no crezcan en direcciones equivocadas. Si la nueva visión de la infancia y de su educación se orienta desde luego a desarrollar las potencialidades del niño, este desarrollo podía en teoría realizarse fundamentalmente por medios permisivos -línea que se impondrá desde finales del siglo XX-, o por medios coercitivos principalmente, a través de procedimientos más o menos agresivos que intentan domesticar la voluntad y el deseo omnipotente infantil. Indulgencia, persuasión y afecto en unas ocasiones, y, por otro lado, un «autoritarismo cariñoso» que utiliza incluso la violencia física (la práctica de los azotes -ya utilizada desde la época medieval- en una sociedad autoritaria y patriarcal, sobre todo en el trasero, había sido incluso celebrada entusiásticamente por algún clérigo inglés del siglo XVII, que creía firmemente que «Dios había diseñado en el cuerpo humano las posaderas para que pudiesen ser azotadas sin lastimar gravemente a la persona»).
Pero también paradójicamente, en esa sociedad que empieza a ser orientada al niño se producirá un incremento galopante de abandonos o exposición de recién nacidos y niños pequeños que, entre 1760 y 1830 alcanzará cotas inimaginables en los países europeos, particularmente en Inglaterra, Francia, España e Italia, según los datos de los que se dispone. El mundo dickensiano coexiste con las primeras disposiciones que obligan a los padres a cuidar a los hijos, con la creación de los primeros juguetes de entretenimiento, de los primeros libros infantiles (en 1745 se crea en Londres la primera librería infantil). La presión sobre los padres y la carga de responsabilidad sobre los adultos, además de la creciente tendencia intervencionista del Estado, son rasgos de nuestra sociedad actual que, unidos al desarrollo tecnológico y científico, y al cambio de mentalidades y costumbres, marcan un perfil complejo en la relación con niños y adolescentes y en la evolución del sentido y organización de la célula familiar y de la sociedad en general.
Nuestra sensibilidad y actitud actual hacia los niños, procedente de esas transformaciones paulatinas que desde el siglo XVIII experimentan las sociedades desarrolladas, con la introducción de ese «individualismo afectivo» en el núcleo familiar y relacional en general, puede medirse cuando comparamos las actitudes tan distintas de siglos anteriores, en contextos de supervivencia y de fragilidad que no conviene olvidar pues es un pasado relativamente reciente y desgraciadamente actual para otras regiones del mundo.
Cuando la muerte está siempre presente
En la numerosa información de nuestra actualidad sobre la situación de la infancia en distintos lugares del mundo, se aludía no hace mucho al hecho, conocido por los medios con motivo de un viaje de la Reina, de que en alguna isla indonesia no se da ningún nombre a los recién nacidos hasta cumplidos al menos seis meses, a fin de asegurarse al menos esa corta supervivencia y no sufrir el desgarro emocional por una tan breve vida. Pues, en una sociedad con una alta mortalidad infantil, si el bebé muere sin nombre, es más una categoría que un individuo. Esa era también una práctica occidental durante los largos siglos en los que la mortalidad infantil rondaba entre el 30% y el 50% de media, según la demografía histórica ha podido reconstruir en buena medida a través de documentos parroquiales, notariales, testamentarios y otros. Según datos de Pérez Moreda, de esa media de niños, un 75% aproximadamente no llegaba al primer año, un 60% alcanzaba los 10, y sólo un 50% superaba los 15 años. Demasiada carga para ser soportada por unos adultos que, por su parte, tenían una media de vida entre los 32 y 40 años. Todavía en el siglo XIX los niveles de mortalidad, en bastantes zonas europeas, para niños menores de cinco años seguía siendo del 500 por 1.000. Y en algunas regiones y en ciertos sectores (los niños expósitos, por ejemplo), esos índices pueden llegar en algunas ocasiones al 70% de muertes e incluso a casi el 100%. Adam Smith, ya en la segunda mitad del XVIII, todavía da datos escalofriantes, aunque sean referidos sólo a Escocia y en relación a la pobreza de la región: «Es muy común -escribe- en las montañas de Escocia (…) no tener dos hijos vivos una madre que ha llegado a parir 20 (…), son muy pocos los niños que llegan a la edad de 13 o 14 años. En algunas partes mueren por lo regular antes de la edad de cuatro, en otras antes de los siete y en las más sin llegar a la de 10».
Nada por tanto puede entenderse de la historia de la infancia y de la vida del Antiguo Régimen sin tener en cuenta la omnipresencia de la muerte en todas las edades y en toda condición, pero en especial en los niños. Por eso, cuando leemos en un Montaigne que «se le han muerto dos o tres hijos»; cuando comprobamos que se repite una y otra vez entre hermanos el mismo nombre, incluso sin haber fallecido el anterior; cuando constatamos en sus correspondencias y testamentos la resignación de un Felipe II y de otros monarcas y notables ante la muerte de sus hijos, no podemos aplicar nuestro sentimiento actual a la pérdida prematura de aquellos niños. Ante la fragilidad de esos bebés y niños que apenas llegan a los siete años -la «edad de la razón» según fuentes eclesiásticas y civiles de la época-, comprendemos el esfuerzo humano por reducir en lo posible el capital emocional volcado en cada niño que nace, con el fin de poder mantener un cierto equilibrio y cordura ante la muerte continua. Fue frecuente también no hacer constar el nombre individual de los varones -y sobre todo el de las hijas- hasta que heredaban, si es que ese era el caso.
Las edades infantiles
Si sobrevivían, la vida de los niños en el Antiguo Régimen se estructuraba fundamentalmente en tres períodos que, a grandes rasgos, siguieron vigentes en el siglo XVIII, si bien fueron cambiando actitudes y prácticas a medida que se extendía ese nuevo sentimiento de la infancia y según convergían o luchaban por su control ese triple círculo de interés que empieza a rodear al niño: familia, Iglesia, Estado.
Desde su nacimiento hasta los dos años (en algunas zonas hasta los tres o cuatro), en que se produce el destete, a los bebés supervivientes se les envolvía nada más nacer en pañales o vendas como pequeñas momias -según zonas durante más o menos meses-, siguiendo la práctica tradicional procedente de la antigua Roma y utilizada en todas las clases sociales, con más o menos entusiasmo según épocas y regiones, hasta el mismísimo siglo XX. Fue una costumbre, basada en la creencia de que así se evitaban deformaciones y otros problemas, que sólo comienza seriamente a ponerse en cuestión en el siglo XVIII, a través de las críticas ilustradas: «Apenas ha salido el niño del vientre de su madre… cuando se le ponen nuevas ligaduras. Le fajan, le acuestan con la cabeza fija, estiradas las piernas y colgando los brazos, le envuelven con vendas y fajas de todo género, que no le dejan mudar de situación…», denuncia Rousseau, citando a Buffon y siguiendo la estela de Locke y algunos moralistas y médicos que desde finales del siglo XVII abominan de una práctica que oprime el cuerpo del bebé y coarta su libertad de movimientos.
Además de la cuestión del fajado, el otro gran núcleo de discusión ilustrada sobre estos temas gira alrededor del amamantamiento de los bebés. Está documentado que al menos ya en el siglo XIV, en las clases medias de las ciudades, en diversos lugares de Europa, existía la práctica de dejar al cuidado de amas de crías el amamantamiento, y ésta fue una costumbre que perduró a lo largo de siglos -con mayor o menor intermitencia según regiones y épocas- en prácticamente todos los grupos sociales, incluso en el campo. Una práctica ancestral que constituía un auténtico oficio para mujeres generalmente pobres, y que, en algunas épocas, convirtió el amamantamiento de niños ajenos en un particular negocio. No hay que guiarse por tanto exclusivamente por la visión que tenemos actualmente de las nodrizas que las clases pudientes mantienen en el siglo XIX y primera parte del XX, o por la otra vertiente de amas de crías contratadas en los hospicios o que amamantaban en el campo a varios niños a la vez -lejos de sus padres- y tenía como consecuencia una mortalidad de los niños de pecho que rozaba cifras espeluznantes. Ambas situaciones fueron reales, pero el problema básico de largos siglos radicaba en la dificultad real de las mujeres -debilitadas por partos y pospartos siempre peligrosos- y en la duración de tales amamantamientos -entre 18 y 24 meses, e incluso en ocasiones hasta los cuatro años del infante-, al no existir alimentos alternativos a la leche maternal. Cuando la crítica moralista y médica ilustrada insta a las mujeres a dar siempre el pecho a sus bebés y hace responsables a las madres de la mortalidad de sus hijos por no amamantarles, además de incidir en el costo económico que el sistema representaba para familias de clase media, sitúa a las mujeres muchas veces entre varias fuegos. Uno de ellos fue sin duda la obligación de lo que se llamaba el débito conyugal («incluso -debe aceptar la esposa, decía un manual eclesiástico de la época- el beso del cónyuge leproso»), que se dificultaba con el amamantamiento y que creaba la disyuntiva entre el hijo o el marido. Sólo el desarrollo de la Medicina, de la higiene y de técnicas alimentarias artificiales, junto con el despegue material y mental de la sociedad occidental, hicieron superfluas las amas de leche. Pero de la importancia de la cuestión da fe la propia actualidad de nuestros días, desde los debates sobre si la lactancia materna influye o no en la inteligencia de los niños, sobre sus efectos secundarios, o sobre lo que se ha llamado «la revolución de la teta» en el mismo 2008.
Del destete a la «edad de la razón», de los dos a los siete años, era quizá la fase más libre y relativamente feliz para los niños, cuando volvían al hogar familiar a los dos o cuatro años y se criaban bajo la supervisión de las mujeres, pero en un ambiente de cierta tolerancia indiferente. El corte abrupto a los siete años -pasando de la permisividad indeterminada anterior a la educación estricta o al trabajo en el campo o en la ciudad, según la procedencia social- marca toda la etapa siguiente de la difícil pubertad, entre los siete y los 14 o 15 años (si se tiene en cuenta que en el caso de los varones no llegan a casarse, cuando lo hacen, entre los 24 y 27 años, se crea una masa de cierto energumenismo adolescente y frustración juvenil que preocupó mucho a los responsables de orden social y que, según algunos historiadores, fue una fuente de sublimación hacia la aventura y la innovación en algunos aspectos).
Aunque la introducción de ese «individualismo afectivo» a partir del siglo XVIII en determinados ámbitos familiares se vio que modificaba positivamente la actitud de los adultos hacia los niños, el problema de la socialización y la educación en la sociedad patriarcal que está ya prácticamente estructurada en los siglos XVIII y XIX sigue diversos caminos. Puede observarse, paradójicamente, como en la medida en que se desarrolla el cuidado y la atención hacia la infancia, se va ampliando su vigilancia y la preocupación para que no crezcan en direcciones equivocadas. Si la nueva visión de la infancia y de su educación se orienta desde luego a desarrollar las potencialidades del niño, este desarrollo podía en teoría realizarse fundamentalmente por medios permisivos -línea que se impondrá desde finales del siglo XX-, o por medios coercitivos principalmente, a través de procedimientos más o menos agresivos que intentan domesticar la voluntad y el deseo omnipotente infantil. Indulgencia, persuasión y afecto en unas ocasiones, y, por otro lado, un «autoritarismo cariñoso» que utiliza incluso la violencia física (la práctica de los azotes -ya utilizada desde la época medieval- en una sociedad autoritaria y patriarcal, sobre todo en el trasero, había sido incluso celebrada entusiásticamente por algún clérigo inglés del siglo XVII, que creía firmemente que «Dios había diseñado en el cuerpo humano las posaderas para que pudiesen ser azotadas sin lastimar gravemente a la persona»).
Pero también paradójicamente, en esa sociedad que empieza a ser orientada al niño se producirá un incremento galopante de abandonos o exposición de recién nacidos y niños pequeños que, entre 1760 y 1830 alcanzará cotas inimaginables en los países europeos, particularmente en Inglaterra, Francia, España e Italia, según los datos de los que se dispone. El mundo dickensiano coexiste con las primeras disposiciones que obligan a los padres a cuidar a los hijos, con la creación de los primeros juguetes de entretenimiento, de los primeros libros infantiles (en 1745 se crea en Londres la primera librería infantil). La presión sobre los padres y la carga de responsabilidad sobre los adultos, además de la creciente tendencia intervencionista del Estado, son rasgos de nuestra sociedad actual que, unidos al desarrollo tecnológico y científico, y al cambio de mentalidades y costumbres, marcan un perfil complejo en la relación con niños y adolescentes y en la evolución del sentido y organización de la célula familiar y de la sociedad en general.
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Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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