Por Guillermo Fesser, periodista, miembro del dúo Gomaespuma y director de cine (EL MUNDO, 06/01/09):
Hoy, festividad de Reyes, hace días que ya no es Navidad en Estados Unidos. Y, sin embargo, todavía lo parece. La esperanza contagiosa que despierta la investidura de Obama, el próximo 20 en Washington, se asemeja bastante al entusiasmo genuino que todos hemos sentido alguna vez al echar la carta en vísperas de la cabalgata.
En el Estado de Nueva York, además, el paisaje ayuda a recrear el sueño. La tercera tormenta del año ha dejado un manto blanco que, como la luz de contra en el cine, ilumina la trasera de los árboles y siluetea las casas de madera del pueblo en que me encuentro, consiguiendo que parezca un decorado de película. Un marco idóneo para celebrar lo que aquí denominan christmas, que no es sino el resultado gramatical de unir el prefijo latino criste con el sufijo maesse. O sea, la misa del Cristo.
La fiesta del hijo de Dios que nació en Belén, al oeste de unos territorios palestinos hoy más trágicamente ocupados que nunca, bajo un sol abrasador y cuyo cumpleaños, sin embargo, parece que no es lo mismo si no se festeja en un ambiente nevado. Traslación climática debida a la comunidad cristiana del año 336, que hizo coincidir la fecha del nacimiento de Jesús con la popular Saturnalia pagana y, de paso, incorporó la costumbre romana de intercambiar regalos durante el solsticio de invierno. Desde entonces, en el portal la nieve es bella y unas condiciones atmosféricas de perros, como los 16 grados bajo cero que soportaron los Clinton en la nochevieja de Times Square, se consideran óptimas para entonar villancicos.
Sin embargo, se saltan a la torera la letra de The Twelve Days of Christmas, el más tradicional de todos, que en teoría garantiza a los norteamericanos 12 días y 11 noches de festejos desde el 25 de diciembre fun, fun, fun, hasta la epifanía de San Mateo. Y that’s all folks. Las fiestas concluyen con el beso en los labios con el que se recibe al nuevo año. De todas maneras, el recorte vacacional al final del calendario tiene truco porque, como contrapartida, igual que hiciera este año el alcalde de Madrid, en Estados Unidos comienzan a colocar las luces mucho antes de lo previsto. Es la consecuencia de una sociedad multicultural en la que nadie sabe si el vecino celebra la pascua, la januka judía, la kwanza de origen africano o la tradición persa. El feliz navidad de toda la vida, merry christmas, hace tiempo que cedió el paso a un correcto, aunque más lacónico, happy hollydays y el verdadero pistoletazo de salida navideño se produce el cuarto jueves del mes de noviembre con la comida del día de Acción de Gracias.
La cena de thanksgiving es la festividad más parecida a nuestra nochebuena. El fenómeno es relativamente reciente. Hasta el primer cuarto del siglo pasado, la Navidad era el momento del año en que se reunían las familias en torno a la chimenea y preparaban juntos la venida de un Santa Claus modelado a mediados del XIX por Washington Irving. La gente crecía en el mismo lugar en que había nacido y los soldados en el frente europeo cantaban esperanzados el I’ll Be Home For Christmas.
El final de la Segunda Guerra Mundial lo trastocó todo. El retorno de los soldados supuso la grave amenaza de un crecimiento imposible de asumir en las listas del paro y el Gobierno firmó un decreto que abrió el acceso a la universidad a millones de personas. La condición económica dejó de ser una traba para acceder a unas facultades que hoy cuestan una media anual de 25.000 euros por matrícula. Desde entonces, los estadounidenses tuvieron que acostumbrarse a comenzar su vida laboral debiéndole al banco el importe del crédito solicitado para sufragarse los estudios superiores y, en parte por este motivo, comenzaron a no regresar a sus pueblos de origen tras la graduación.
Urgía encontrar en el calendario un día al año para volver a casa y, con el nacimiento de una segunda generación de emigrantes, tan norteamericana como la que más, que ya no necesitaba diluirse para pasar inadvertida entre la mayoría sino que, muy al contrario, buscaba con ahínco la reivindicación de sus raíces culturales, la Navidad ya no se ajustaba a todas las sensibilidades. De modo espontáneo, la sociedad se puso de acuerdo en una fecha: el día de Acción de Gracias. La celebración se basaba en valores compartidos por todos: el agradecimiento por haber encontrado la tierra prometida y el recuerdo de una de las pocas ocasiones en que los colonos trataron con respeto a los nativos. Aparte de presentar otras dos ventajas notables: ni hacía falta comprar regalos, ni había que molestarse en decorar las casas.
Por eso hoy, 6 de enero, ya no es navidad y los estadounidenses han vuelto a la realidad cotidiana. Back to reality. Panorama que, en rasgos generales, se perfila tan negro como el color del carbón que están volviendo a utilizar para calentar sus hogares de los estados septentrionales muchas familias que no pueden costearse las facturas del gasóleo. Al resto no les va mejor. Los 50 estados de la Unión estimaron el pasado viernes en 100.000 millones de dólares el déficit presupuestario que van a generar en los próximos dos años. Los gobernadores no saben qué inventar para rellenar el agujero. A Paterson, el de Nueva York, se le han tirado los consumidores al cuello tras sugerir que iba a gravar los refrescos de cola con un impuesto por provocar la obesidad. Todo, menos pagar más por la chispa de la vida.
Y, mientras, la familia que no tenga 8.000 euros anuales para suscribir un seguro médico, que procure no caer enferma. Son las incongruencias de un sistema que invierte por cada ciudadano tres veces más que España en salud pública y que, sin embargo, tiene a 40 millones de personas fuera de cobertura. El lado oscuro de un capitalismo que hace aguas por las grietas de la avaricia financiera que santificó durante su mandato Ronald Reagan. El paraíso del timador, que en inglés de dice swindler, en cuyo máximo representante se ha convertido Bernard Madoff. Para nosotros Meidoff, el hombre que le robó los ahorros al mismísimo Steven Spielberg y que, según el chascarrillo que corre, podría ser protagonista de la próxima película del director: La lista de Swindler.
Soplan rachas de desasosiego y, sin embargo, se percibe, como el temblor que antecede al avistamiento de la manada en las grandes praderas, una sensación colectiva de que los acontecimientos van a cambiar de rumbo a partir del día 20. No porque el político Obama llegue a la Casa Blanca con las enormes promesas de todos conocidas. Otros candidatos antes que él prometieron el cielo y no generaron ni cuarto y mitad de entusiasmo. No. Más bien porque, por fin, una persona inteligente y sencilla habla de las cosas que en los hogares preocupan y aporta a la política un ingrediente tan norteamericano como las barras y las estrellas: el sentido del humor. El sarcasmo. La capacidad de reírse de uno mismo sin complejos, que le ha posibilitado a este pueblo hacer autocríticas tan dolorosas y tan valientes como la revisión de su nefasta intervención en la Guerra del Vietnam.
El Obama que reconoce con desparpajo compartir la política de Alfred E. Smith, ex gobernador demócrata de Nueva York, y las orejas de soplillo de Alfred E. Neuman, la mascota de la célebre revista cómica Mad. El Obama que se ríe al proclamar que su mayor virtud es la humildad y su peor defecto el no poder evitar salirse en todo lo que hace. El Obama que en una cena benéfica, a tres semanas de las elecciones presidenciales, compartió mesa y bromas con McCain y le dijo: «John, estáis en lo cierto al acusarme de haberme juntado en el pasado con un grupo de indeseables. Tipos de baja estopa. Impenitentes. Tengo que reconocerlo: he sido miembro del Senado de los Estados Unidos».
La gente le adora y espera de él un cambio necesario. Quiere ver pudrirse a Madoff en la cárcel. Quiere salir de Irak. Mejorar la educación y la sanidad. Tener trabajo. Pero, más que nada, lo que la gente espera de Obama es que él no cambie nunca. Lo otro, los resultados, todos saben que se tomarán su tiempo. Ya lo dijo el primer ministro de China en los años 50, Chou En-lai, cuando le preguntaron su opinión sobre la Revolución Francesa de 1789: «Quizás sea demasiado pronto todavía para extraer consecuencias».
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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