miércoles, enero 07, 2009

Urge una Epifanía cultural

Por Norberto Alcover S.J., profesor de Comunicación en la Universidad Pontificia Comillas (ABC, 06/01/09):

Tras las luciérnagas navideñas y los fastos del nuevo año, encaminamos nuestros pasos hacia el misterio de la Epifanía, cuando unos misteriosos personajes, parece que científicos y tal vez antropólogos, en la tradición evangélica de Mateo, alcanzan al recién nacido en Belén y ponen a sus pies esos significativos oro, incienso y mirra.

Para nada pertenecían al Pueblo de la Promesa, pues probablemente eran persas, en el caso de que realmente fueran más allá del mito, pero a fuerza de interpretar el devenir de una también misteriosa estrella, acabaron por incorporarse a nuestra Historia de Salvación como representantes de un cristianismo universal que no duda en asumir a los no creyentes en su dinámica epifánica: el Dios manifestado en Jesucristo se manifiesta a todos aquellos que lo aceptan o que lo buscan desde la tarea de cultivar la realidad humana mediante el empeño cultural en uno u otro campo. En los Magos de Oriente, con toda su tradicional parafernalia, la Revelación señala la conjunción entre Jesucristo y quienes investigan, analizan, crean, piensan, es decir, entre el Dios aparecido en nuestra carnalidad y todos aquellos que intentan escrutar la verdad de tal carnalidad, lanzada hacia abismos de permanente infinitud.

Nos ha llegado el momento a quienes trabajamos en la tarea evangelizadora desde la realidad tan compleja y plural de la Iglesia Católica, del todo posicionados en comunión con ella, de abrir las puertas de nuestra fe, esperanza y caridad teologales y también práxicas a todos aquellos que caminan junto a/con nosotros motivados por el interrogante de alguna estrella sobrevenida en el marasmo histórico que vivimos. Es decir, en la estela del Vaticano II, abrir nuestras puertas creyentes a quienes, exactamente igual que nosotros mismos, se esfuerzan por analizar los signos de los tiempos, tal vez desde parámetros muy diferentes, de la misma manera que sucedió con los Magos de Oriente en relación con los sabios judíos del momento epifánico. Es decir, hasta el punto de que muchas veces los que tienen las claves para un análisis del todo correcto (los sabios judíos) resultan torpes en su aplicación, mientras que los aparentemente alejados (los Magos orientales) llegan hasta la puerta del misterio y nos desconciertan con su peregrinaje. No se trata de la tópica visión irenista del agnóstico que supera moralmente la actividad del creyente y hasta le da sustanciosas lecciones, un irenismo que está fatalmente de moda en ciertos ambientes críticos. Para nada. Se trata, sencillamente, de que bajo ningún concepto nosotros, creyentes de pro, tenemos derecho a negarle al increyente que busca y que se interroga su capacidad de encontrar la verdad, esa Palabra que es la Luz de los hombres, en palabras de Juan, el discípulo amado. No tenemos derecho desde el acontecimiento de la Epifanía, porque Dios, en la carne de Jesucristo, decidió estar a disposición de toda búsqueda humana que se base en la honradez intelectual. Nada más. Y nada menos.

Situados en este filo de la navaja, nuestra cultura católica debiera hacer gala de un humanismo cristiano respetuoso con quienes buscan a su manera pero con auténtica honradez intelectual, sin cerrarles las puertas de la gloria de Dios, experto en misericordia y en perdón con todos aquellos que desean encontrarle. Por el contrario, nuestra obligación será tenderles la mano para que comprendan que estamos en la misma búsqueda pero desde puntos de partida distintos: ellos desde la interrogación absoluta (tremenda situación humana) y nosotros desde una serie de referentes creyentes que actúan como estrellas nocturnas que nos ayudan a caminar sin anular la dureza de la indagación. Sobre todo cuando tales referentes entran en conflicto con determinados hallazgos del citado camino. No vale su tentación de purismo en la búsqueda, pero tampoco nuestra posible soberbia intelectual al afirmar, como tantas veces hacemos, que encontraremos la verdad porque la poseemos de antemano. Porque somos compañeros de camino, en caso de proceder con rectitud y nunca enemigos empedernidos, si bien podamos aparecer como adversarios en determinadas confrontaciones intelectuales. Una cosa no quita la otra, por supuesto.

Urge, por lo tanto, una Epifanía cultural de la Iglesia Católica, tal y como uno piensa que subyace en los mensajes repetidos de Benedicto XVI, quien reitera la relevancia de los referentes de la fe con una insistencia llamativa pero urgiendo también la honradez de la tarea humana en la persecución de la verdad, junto a tantos otros que también la buscan con fervor empedernido. Tras algunos años en que el pensamiento cristiano/católico había entrado por vericuetos de fragilidad reflexiva, tal vez tocado del relativismo ambiental, el actual Sucesor de Pedro, sobre todo en sus cartas encíclicas, alza el listón y nos obliga a reflexionar con dureza analítica sobre el misterio de Dios y del hombre en el contexto de una Naturaleza en permanente degradación. Ahora, dice el hombre de Ratisbona, ha llegado el momento de estar a la altura de tantos que estudian la realidad a fondo para que otros puedan llevar a cabo una auténtica pastoral capaz de interrogar de verdad la conciencia de nuestros contemporáneos.

En esta tarea, según decíamos antes, debemos abrir las puertas de nuestro empeño a quienes también buscan desde la honradez, como los Magos de Oriente, más certeros que los sabios judíos del momento. Pero a la vez, invitándoles a desenmascarar a la ingente legión de quienes, en ambos campos, abdicaron de tal honradez y se entregaron a la feria de las vanidades dogmatistas, sustituyendo a Jesucristo como objeto de búsqueda por su propio ego, creyente o increyente, que de todo hay. La corrección cultural no debiera amedrentarnos en este auténtico esfuerzo contra la frivolidad y la endogamia intelectuales tan de moda en la actualidad. Por el contrario, esa honradez tiene que urgirnos a señalar sin remilgos a todo tipo de falsarios porque oscurecen el ambiente de búsqueda y provocan la desesperanza de encontrar en tantísimos espíritus, sobre todo jóvenes. Respetar a ultranza al que engaña por sistema, paraliza la Navidad y acaba por desarticular la dinámica epifánica. El respeto nunca es condescendencia silenciosa y cobarde.

Hemos citado a los jóvenes y los hemos citado como un sector relevante de la posible desesperación de encontrar que atraviesa nuestra sociedad. Porque se nos llena con frecuencia la boca con palabras dedicadas a ellos y a ellas, pero tantas veces es para vituperarlos y para atribuirles actitudes y acciones que nosotros mismos, los adultos, les hemos inculcado mediante el sistema social imperante, explosionado cada amanecer hasta el atardecer respectivo de barbaridades en las que nuestros jóvenes para nada han tenido protagonismo ni en su elaboración ni en su implantación históricas. No hemos sido capaces de parar en seco el aluvión de mentira, de frivolidad y de dogmatismo que, sin poder remediarlo, al final se desploma sobre ellos, sin armas todavía con que defenderse. Estamos cegando la Epifanía posible de todo lo bello, bueno y verdadero, y más tarde les denunciamos sin piedad alguna como si nosotros estuviéramos exentos de culpa. Toda una desgracia.

Urge, repetimos, una cultura epifánica para que se produzca una Epifanía de la cultura. Éste debiera ser nuestro empeño, siempre en comunión con la Santa Iglesia pero también con todos aquellos que, en seguimiento de alguna estrella, merecen ser acogidos en Belén hasta abrir caminos a la universalidad de esa misma Iglesia. A este empeño no hay que temerle. Más bien debiéramos temer abandonarlo por temor a la dureza que conlleva. Dios merece nuestra valentía. La valentía de los Magos de Oriente.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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