Por Urbano Fra Paleo, profesor de la Universidad de Extremadura, actualmente en la de Santiago (EL PERIÓDICO, 12/01/09):
En 1984, el Tribunal Supremo de Colorado (EEUU) amparaba el derecho a la libre expresión en la campaña ciudadana contra la construcción de un centro comercial en un espacio natural, desestimando la querella de la empresa promotora en el caso POME. Esto dio un vuelco radical a una era de procesos judiciales de promotores inmobiliarios contra ciudadanos contestatarios, en los que reclamaban multimillonarias indemnizaciones por una pretendida vulneración del derecho de iniciativa empresarial.
En estos últimos años observamos igualmente en España un goteo de reclamaciones de daños por parte de promotores o industriales: la urbanización de un espacio protegido en Ronda (Málaga), un hotel en la costa de Almería, una piscifactoría en el dominio público litoral en Galicia y la simulación gráfica de Greenpeace de la elevación del nivel del mar en la Manga del Mar Menor (Murcia). Todos los casos tienen el mismo patrón: una empresa que demanda a un ciudadano o a una asociación por difamación, atentado a su imagen, perjuicio patrimonial o interferencia en su actividad empresarial. Los profesores de la Universidad de Denver Penelope Canan y George Pring, especialista clave en el éxito judicial del caso POME, acuñaron para definir esto el término SLAPP, en la obra SLAPPs, Getting Sued for Speaking Out (Bofetadas sic, demandado por atreverse a hablar).
DE MODO que los SLAPP, pleito estratégico contra la participación ciudadana en los procesos políticos, tienen una agenda común. Primero buscan silenciar toda voz crítica contra la acción del grupo empresarial que cause un daño ambiental, paisajístico o patrimonial a los recursos públicos o privados. En segundo lugar, tienen un propósito preventivo y ejemplarizante: hostigar a un chivo expiatorio, buscando disuadir a otros individuos o grupos de obstaculizar los intereses privados, advirtiendo de las consecuencias de sumarse a la contestación.
El pleito antiexpresión –plax, en versión castellana– pretende intimidar, anticipando un prolongado, agotador y costoso proceso judicial que silencie a los críticos. No apunta habitualmente a grupos, sino a ciudadanos comunes –aún pertenecientes a grupos–, más vulnerables a unos costes inasumibles. El desencadenante puede ser una manifestación, escrito o declaración pública. El propósito del demandante es convertir un asunto político, de participación ciudadana, en un asunto legal. En ocasiones la compra de voluntades favorece la división y el conflicto en la comunidad local.
Los grupos ecologistas relevantes son también blanco de los SLAPP, como cuando en 1970 Sierra Club –con 75.000 miembros en el momento– fue objeto de una querella por oponerse a una urbanización cerca de Sacramento, California. Este estado se convirtió por un tiempo en un paraíso de demandas judiciales, hasta que se aprobó una legislación específica antislapp que hizo que, en cualquier denuncia de esta naturaleza, la carga de la prueba recayese sobre el demandante.
Por contra, la táctica del demandado es la opuesta: convertir un asunto legal en un asunto político, apelando a la libre expresión.
El resultado de un pleito antiexpresión es decepcionante para ambas partes. La resolución se dilata y el caso es sobreseído por un tribunal superior. En algunos casos, aún perdiendo el pleito, el demandante logra continuar la actividad pero con un elevado coste de imagen para la empresa y, a veces, un acuerdo extrajudicial.
No se puede pasar por alto que el conflicto surge por la intervención ciudadana en defensa de los intereses públicos, ante la pasividad del Estado, intentando así participar en el proceso de toma de decisiones. Cuando ante un SLAPP, el Estado, primero, se inhibe en la defensa de los intereses colectivos y, a continuación, desatiende los derechos individuales, está favoreciendo los intereses particulares.
En 1984 la resolución del Tribunal Supremo de California en el caso Maple, señaló que el objetivo de una legislación antislapp debe ser evitar que lo perdido en el proceso político se gane en el judicial. La cuestión es si se debe promover la eficiencia del Estado en la protección de los recursos naturales y el patrimonio o paliar esta carencia amparando la participación social con una legislación antiplax. Entretanto, la pitonisa de la mitología griega Casandra es abofeteada cuando advierte de que la obtención de beneficios privados –explotando los bienes comunes– supone unos costes ocultos para la sociedad y el medio ambiente que no están siendo contabilizados.
NECESITAMOS de la ciencia para comprender y modelar los efectos de la acción del hombre sobre el medio, porque es la que dispone del conocimiento para hacerlo. No imaginamos una denuncia contra la agencia de meteorología porque la lluvia pronosticada haya impedido realizar un trabajo. Comúnmente la desconfianza en la ciencia está motivada por causas económicas o ideológicas, de tal manera que unos apuntan a Casandra y otros la abofetean.
El desentendimiento de los ciudadanos induce a la desidia de los responsables públicos –regla de minimis– y los bienes comunes o recursos naturales pasan a ser considerados terra nullius, dando la razón a Garret Hardiny su Tragedia de los comunes. El pleito, el plax, está servido.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En 1984, el Tribunal Supremo de Colorado (EEUU) amparaba el derecho a la libre expresión en la campaña ciudadana contra la construcción de un centro comercial en un espacio natural, desestimando la querella de la empresa promotora en el caso POME. Esto dio un vuelco radical a una era de procesos judiciales de promotores inmobiliarios contra ciudadanos contestatarios, en los que reclamaban multimillonarias indemnizaciones por una pretendida vulneración del derecho de iniciativa empresarial.
En estos últimos años observamos igualmente en España un goteo de reclamaciones de daños por parte de promotores o industriales: la urbanización de un espacio protegido en Ronda (Málaga), un hotel en la costa de Almería, una piscifactoría en el dominio público litoral en Galicia y la simulación gráfica de Greenpeace de la elevación del nivel del mar en la Manga del Mar Menor (Murcia). Todos los casos tienen el mismo patrón: una empresa que demanda a un ciudadano o a una asociación por difamación, atentado a su imagen, perjuicio patrimonial o interferencia en su actividad empresarial. Los profesores de la Universidad de Denver Penelope Canan y George Pring, especialista clave en el éxito judicial del caso POME, acuñaron para definir esto el término SLAPP, en la obra SLAPPs, Getting Sued for Speaking Out (Bofetadas sic, demandado por atreverse a hablar).
DE MODO que los SLAPP, pleito estratégico contra la participación ciudadana en los procesos políticos, tienen una agenda común. Primero buscan silenciar toda voz crítica contra la acción del grupo empresarial que cause un daño ambiental, paisajístico o patrimonial a los recursos públicos o privados. En segundo lugar, tienen un propósito preventivo y ejemplarizante: hostigar a un chivo expiatorio, buscando disuadir a otros individuos o grupos de obstaculizar los intereses privados, advirtiendo de las consecuencias de sumarse a la contestación.
El pleito antiexpresión –plax, en versión castellana– pretende intimidar, anticipando un prolongado, agotador y costoso proceso judicial que silencie a los críticos. No apunta habitualmente a grupos, sino a ciudadanos comunes –aún pertenecientes a grupos–, más vulnerables a unos costes inasumibles. El desencadenante puede ser una manifestación, escrito o declaración pública. El propósito del demandante es convertir un asunto político, de participación ciudadana, en un asunto legal. En ocasiones la compra de voluntades favorece la división y el conflicto en la comunidad local.
Los grupos ecologistas relevantes son también blanco de los SLAPP, como cuando en 1970 Sierra Club –con 75.000 miembros en el momento– fue objeto de una querella por oponerse a una urbanización cerca de Sacramento, California. Este estado se convirtió por un tiempo en un paraíso de demandas judiciales, hasta que se aprobó una legislación específica antislapp que hizo que, en cualquier denuncia de esta naturaleza, la carga de la prueba recayese sobre el demandante.
Por contra, la táctica del demandado es la opuesta: convertir un asunto legal en un asunto político, apelando a la libre expresión.
El resultado de un pleito antiexpresión es decepcionante para ambas partes. La resolución se dilata y el caso es sobreseído por un tribunal superior. En algunos casos, aún perdiendo el pleito, el demandante logra continuar la actividad pero con un elevado coste de imagen para la empresa y, a veces, un acuerdo extrajudicial.
No se puede pasar por alto que el conflicto surge por la intervención ciudadana en defensa de los intereses públicos, ante la pasividad del Estado, intentando así participar en el proceso de toma de decisiones. Cuando ante un SLAPP, el Estado, primero, se inhibe en la defensa de los intereses colectivos y, a continuación, desatiende los derechos individuales, está favoreciendo los intereses particulares.
En 1984 la resolución del Tribunal Supremo de California en el caso Maple, señaló que el objetivo de una legislación antislapp debe ser evitar que lo perdido en el proceso político se gane en el judicial. La cuestión es si se debe promover la eficiencia del Estado en la protección de los recursos naturales y el patrimonio o paliar esta carencia amparando la participación social con una legislación antiplax. Entretanto, la pitonisa de la mitología griega Casandra es abofeteada cuando advierte de que la obtención de beneficios privados –explotando los bienes comunes– supone unos costes ocultos para la sociedad y el medio ambiente que no están siendo contabilizados.
NECESITAMOS de la ciencia para comprender y modelar los efectos de la acción del hombre sobre el medio, porque es la que dispone del conocimiento para hacerlo. No imaginamos una denuncia contra la agencia de meteorología porque la lluvia pronosticada haya impedido realizar un trabajo. Comúnmente la desconfianza en la ciencia está motivada por causas económicas o ideológicas, de tal manera que unos apuntan a Casandra y otros la abofetean.
El desentendimiento de los ciudadanos induce a la desidia de los responsables públicos –regla de minimis– y los bienes comunes o recursos naturales pasan a ser considerados terra nullius, dando la razón a Garret Hardiny su Tragedia de los comunes. El pleito, el plax, está servido.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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