Por Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza (EL PAÍS, 01/02/09):
El 26 de enero de 1939 las tropas de general Franco entraron en Barcelona. Unos días después, el 9 de febrero, “próxima la total liberación de España”, Franco firmó en Burgos la Ley de Responsabilidades Políticas, el primer asalto de la violencia vengadora sobre la que se asentó la Dictadura. La ley declaraba “la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas” que, desde el 1 de octubre de 1934, “contribuyeron a crear o agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España”, y las que, a partir del 18 de julio de 1936, “se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave”.
Todos los partidos que habían integrado el Frente Popular, y sus “aliados, las organizaciones separatistas”, quedaban “fuera de la Ley” y sufrirían “la pérdida absoluta de sus derechos de toda clase y la pérdida de todos sus bienes”, que pasarían “íntegramente a ser propiedad del Estado”.
La puesta en marcha de ese engranaje represivo y confiscador causó estragos entre los rojos y los vencidos, abriendo la veda para una persecución arbitraria y extrajudicial que en la vida cotidiana desembocó muy a menudo en el saqueo y en el pillaje. Hasta octubre de 1941 se habían abierto 125.286 expedientes y unas 200.000 personas más sufrieron la “fuerza de la justicia” de esa ley en los años siguientes. La ley quedó derogada el 13 de abril de 1945, pero las decenas de expedientes en trámite siguieron su curso hasta el 10 de noviembre de 1966.
Las sanciones que la ley preveía eran durísimas y podían ser, según el artículo 8, de tres tipos: “restrictivas de la actividad”, con la inhabilitación absoluta y especial para el ejercicio de profesiones; “limitativas de la libertad de residencia”, que conllevaba el extrañamiento, la “relegación a nuestras posesiones africanas”, el confinamiento o el destierro; y “económicas”, con pérdida total o parcial de los bienes y pagos de multas. Ilustres republicanos, autoridades políticas y dirigentes sindicales cayeron bajo el peso de esa ley, que castigó a miles de personas ya asesinadas, desterradas, exiliadas, presas o “en paradero desconocido”. Los afectados y sus familiares, condenados por los tribunales y señalados por los vecinos, quedaban hundidos en la más absoluta miseria.
De acuerdo con la ley, el juez instructor debería pedir “la urgente remisión de informes del presunto responsable al Alcalde, al Jefe Local de Falange, Cura Párroco y Comandante del puesto de la Guardia Civil del pueblo en que aquél tenga su vecindad o su último domicilio, acerca de los antecedentes políticos y sociales del mismo, anteriores y posteriores al 18 de julio de 1936″.
La ley marcaba así el círculo de autoridades poderoso y omnipresente, de ilimitado poder coercitivo y administrativo, que iba a controlar durante los largos años de la paz de Franco haciendas y vidas de los ciudadanos: el alcalde, que era además jefe local del Movimiento, el comandante de puesto de la Guardia Civil y el párroco, una triada de dominio político, militar y religioso.
La Ley de Responsabilidades Políticas brindó la oportunidad a la Iglesia católica, por medio de los párrocos, de convertirse en una agencia de investigación parapolicial. No era suficiente con que la Iglesia, colmada de privilegios con la victoria, recuperara su papel de guardián de la buena moral y de las buenas costumbres. Los párrocos se convirtieron, gracias a esa ley, en investigadores públicos del pasado de todo vecino sospechoso de haber “subvertido el orden” y, por supuesto, de haber “atacado a la Iglesia”, acusaciones bajo las que podían implicar a los supuestos responsables y a toda su familia. Con sus informes, aprobaron el exterminio legal organizado por los vencedores y se involucraron hasta la médula en la red de sentimientos de venganza, envidias, odios y enemistades que envolvió la vida cotidiana de esas pequeñas comunidades rurales en la posguerra.
Los odios, las venganzas y el rencor alimentaron el afán de rapiña sobre los miles de puestos que los asesinados y represaliados habían dejado libres en la administración del Estado, en los ayuntamientos e instituciones provinciales y locales. Un porcentaje elevadísimo de las plazas “vacantes”, hasta el 80%, se reservaba para ex combatientes, ex cautivos, familiares de los mártires de la Cruzada, y para tener acceso al resto había que demostrar una total lealtad a los principios de los vencedores. Ahí residía una de las bases de apoyo duradero a la dictadura de Franco, la “adhesión inquebrantable” de todos aquellos beneficiados por la victoria.
Miles de fichas e informes de las fuerzas de seguridad, de los clérigos, de los falangistas, avales y salvoconductos, descubiertos por los historiadores en los últimos años en decenas de archivos, dan testimonio del grado de implicación de una parte importante de la población en ese sistema de terror. Hubo cientos de miles de personas que habían luchado en el bando vencedor, que aceptaron la legitimidad de ese régimen forjado en un pacto de sangre, que adoraban a Franco por haberles librado de los revolucionarios, por ofrecerles “paz y tranquilidad”. Sin esa participación ciudadana, el terror hubiera quedado reducido a fuerza y coerción. Conviene recordarlo ahora, 70 años después de que todo aquello comenzara, como una forma de resistencia frente al silencio y la falsificación de los hechos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El 26 de enero de 1939 las tropas de general Franco entraron en Barcelona. Unos días después, el 9 de febrero, “próxima la total liberación de España”, Franco firmó en Burgos la Ley de Responsabilidades Políticas, el primer asalto de la violencia vengadora sobre la que se asentó la Dictadura. La ley declaraba “la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas” que, desde el 1 de octubre de 1934, “contribuyeron a crear o agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España”, y las que, a partir del 18 de julio de 1936, “se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave”.
Todos los partidos que habían integrado el Frente Popular, y sus “aliados, las organizaciones separatistas”, quedaban “fuera de la Ley” y sufrirían “la pérdida absoluta de sus derechos de toda clase y la pérdida de todos sus bienes”, que pasarían “íntegramente a ser propiedad del Estado”.
La puesta en marcha de ese engranaje represivo y confiscador causó estragos entre los rojos y los vencidos, abriendo la veda para una persecución arbitraria y extrajudicial que en la vida cotidiana desembocó muy a menudo en el saqueo y en el pillaje. Hasta octubre de 1941 se habían abierto 125.286 expedientes y unas 200.000 personas más sufrieron la “fuerza de la justicia” de esa ley en los años siguientes. La ley quedó derogada el 13 de abril de 1945, pero las decenas de expedientes en trámite siguieron su curso hasta el 10 de noviembre de 1966.
Las sanciones que la ley preveía eran durísimas y podían ser, según el artículo 8, de tres tipos: “restrictivas de la actividad”, con la inhabilitación absoluta y especial para el ejercicio de profesiones; “limitativas de la libertad de residencia”, que conllevaba el extrañamiento, la “relegación a nuestras posesiones africanas”, el confinamiento o el destierro; y “económicas”, con pérdida total o parcial de los bienes y pagos de multas. Ilustres republicanos, autoridades políticas y dirigentes sindicales cayeron bajo el peso de esa ley, que castigó a miles de personas ya asesinadas, desterradas, exiliadas, presas o “en paradero desconocido”. Los afectados y sus familiares, condenados por los tribunales y señalados por los vecinos, quedaban hundidos en la más absoluta miseria.
De acuerdo con la ley, el juez instructor debería pedir “la urgente remisión de informes del presunto responsable al Alcalde, al Jefe Local de Falange, Cura Párroco y Comandante del puesto de la Guardia Civil del pueblo en que aquél tenga su vecindad o su último domicilio, acerca de los antecedentes políticos y sociales del mismo, anteriores y posteriores al 18 de julio de 1936″.
La ley marcaba así el círculo de autoridades poderoso y omnipresente, de ilimitado poder coercitivo y administrativo, que iba a controlar durante los largos años de la paz de Franco haciendas y vidas de los ciudadanos: el alcalde, que era además jefe local del Movimiento, el comandante de puesto de la Guardia Civil y el párroco, una triada de dominio político, militar y religioso.
La Ley de Responsabilidades Políticas brindó la oportunidad a la Iglesia católica, por medio de los párrocos, de convertirse en una agencia de investigación parapolicial. No era suficiente con que la Iglesia, colmada de privilegios con la victoria, recuperara su papel de guardián de la buena moral y de las buenas costumbres. Los párrocos se convirtieron, gracias a esa ley, en investigadores públicos del pasado de todo vecino sospechoso de haber “subvertido el orden” y, por supuesto, de haber “atacado a la Iglesia”, acusaciones bajo las que podían implicar a los supuestos responsables y a toda su familia. Con sus informes, aprobaron el exterminio legal organizado por los vencedores y se involucraron hasta la médula en la red de sentimientos de venganza, envidias, odios y enemistades que envolvió la vida cotidiana de esas pequeñas comunidades rurales en la posguerra.
Los odios, las venganzas y el rencor alimentaron el afán de rapiña sobre los miles de puestos que los asesinados y represaliados habían dejado libres en la administración del Estado, en los ayuntamientos e instituciones provinciales y locales. Un porcentaje elevadísimo de las plazas “vacantes”, hasta el 80%, se reservaba para ex combatientes, ex cautivos, familiares de los mártires de la Cruzada, y para tener acceso al resto había que demostrar una total lealtad a los principios de los vencedores. Ahí residía una de las bases de apoyo duradero a la dictadura de Franco, la “adhesión inquebrantable” de todos aquellos beneficiados por la victoria.
Miles de fichas e informes de las fuerzas de seguridad, de los clérigos, de los falangistas, avales y salvoconductos, descubiertos por los historiadores en los últimos años en decenas de archivos, dan testimonio del grado de implicación de una parte importante de la población en ese sistema de terror. Hubo cientos de miles de personas que habían luchado en el bando vencedor, que aceptaron la legitimidad de ese régimen forjado en un pacto de sangre, que adoraban a Franco por haberles librado de los revolucionarios, por ofrecerles “paz y tranquilidad”. Sin esa participación ciudadana, el terror hubiera quedado reducido a fuerza y coerción. Conviene recordarlo ahora, 70 años después de que todo aquello comenzara, como una forma de resistencia frente al silencio y la falsificación de los hechos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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