Por J.J. Armas Marcelo, escritor (ABC, 04/02/09):
En los primeros tres años de los intrépidos 80, una jauría de escritores españoles y latinoamericanos capitaneados por Carlos Barral hicimos más de quince viajes a México. Tal jarca demencial levantaba comentarios encontrados por donde iba, fuera una feria del libro, fueran presentaciones editoriales o intervenciones de televisión. El recordado Rafael-Humberto Moreno Durán llamó «las alegres comadres de Windsor» a aquel grupo de lujo viajero, donde iban desde el poeta Ángel González, al editor José Esteban y el novelista Bryce Echenique o los venezolanos Adriano González León y Salvador Garmendía. El principal «agente de viajes» de aquellos vuelos trasatlánticos y fastuosos fue Arturo Azuela.
Cada viaje a México resultaba para nosotros una epifanía. Caballero Bonald evoca en su último tomo de memorias, La costumbre de vivir, alguno de aquellos periplos interminables y salvajes donde «los descubrimientos» de tumbas de poetas del exilio, las conversaciones con mujeres extraordinarias (que aparecían a nuestro paso como ángeles del cielo), las visitas a universidades y las francachelas interminables en la Cueva de Amparo Montez, en la Zona Rosa, y en el Hotel Ciudad de México, junto al Zócalo, marcaban la leyenda de aquel ejército de escritores líricos y donjuanescos que, como el de Atila, no dejaba una brizna de hierba en pie por donde cabalgara.
Una mañana entera anduvimos Barral, Vaz de Soto, Ángel González, José Esteban y yo, bajo un sol de justicia y sin un trago de tequila, buscando en un cementerio interminable la tumba de Luis Cernuda. Ese día no la encontramos y Ángel González «inventó» una coplilla que hasta hoy marca la pauta del humor de aquella turba implacable y dipsómana: «El poeta Luis Cernuda/ tiene buena información/ cuando viene Pepe Esteban/ se cambia de panteón». García Márquez solventó aquel desaguisado hablando con López Portillo, entonces presidente de México, que encontró la tumba de Cernuda y envió al hotel donde nos hospedábamos un propio en moto urgente para que le entregara a José Esteban la solución al enigma cernudiano y el lugar y el cementerio exactos de la ubicación de su tumba.
Uno de los peregrinajes impuestos por Barral en aquellos viajes era la excursión a Cholula, la ciudad sagrada de los aztecas, y a la vecina ciudad de Puebla. No sólo por su riqueza gastronómico sino porque el vizconde de Calafell advertía, con muy buen tino, que cualquier escritor que se preciara no debía de perder la ocasión de visitar la iglesia en la que se perdió, una noche de borrasca y duelo, el madrigalista Gutierre de Cetina. Pero, sobre todo, el viaje se hacía necesariamente litúrgico, en todos los sentidos, porque además de su magnífica catedral y su cerámica talaverana, en el centro histórico de la ciudad de Puebla estaba uno de los regalos y milagros más grandes del mundo español en América: la biblioteca Palafoxiana. Entrar en su recinto, admirar el entorno interior de la Palafoxiana y quedar extasiados en un instante que nos parecía una transverberación sagrada fue un momento único de nuestras vidas. Palafox, además, era un personaje de novela, una leyenda con biografía e historia que mucha gente desgraciadamente ignora pero que traduce una parte sustancial de la obra de España en México, lejos de leyendas negras, malinchadas y estereotipos demagógicos que tanta relevancia tienen a la hora de mentir y ningunear la verdadera historia de la Nueva España y sus auténticos héroes. Juan de Palafox y Mendoza, el fundador de la Palafoxiana es, sin duda, uno de esos héroes principales que, por desgracia, son conocidos sólo por algunos ilustrados, universitarios e historiadores que se dedican pasionalmente a decir la verdad que vende tan poco en el mundo de hoy. De modo que no busquemos a Palafox en los diccionarios de «escritores famosos», donde reposan las huellas de cientos de mediocres, sino entre los escritores que merecen un lugar de honor en la Historia de la Literatura y en la literatura histórica, no sólo por su escritura literaria, sino por la labor intelectual y la didáctica que dejaron por donde su destino iba dirigiendo sus pasos.
Hijo natural del marqués de Ariza, Palafox fue desde siempre un visionario que, en su origen, resultó un peso para su padre y un sospechoso de «adelantado a su época», un raro peligro hoy como ayer, en sus 59 años de edad (1600-1659). Cuando imaginamos el traslado de su biblioteca desde España a la ciudad de Puebla no dejamos de ver en la obra de Palafox el intento descomunal de una odisea. El resultado de aquella aventura es, ya lo he dicho antes, un milagro asombroso, la Palafoxiana, además de los más de 500 escritos que el héroe nos legó para pasmo de los años y los siglos. Con sólo 39 años de edad, fue nombrado obispo de Puebla y desde esa ciudad ejerció su didáctica esencial, que descansaba en su fe en la enseñanza. Fundador de colegios y bibliotecas, Palafox fue un hiperactivo personaje que ejercía por igual el mando político, la autoridad religiosa y el mecenazgo intelectual, hasta el punto de llegar a ser Virrey y Capitán General. Jesuita marcado por Loyola, fue defensor de los indios frente a los abusos coloniales y se dedicó a promover el magnífico barroco colonial de México. A los 53 años de edad, lo sacaron de Puebla y lo hicieron obispo de Osma, en Soria, donde en pocos años dejó una huella indeleble cuya sombra se ha ido alargando con los siglos.
La noticia de ahora es que a Juan de Palafox y Mendoza lo van a beatificar dentro de muy poco tiempo porque están documentadas, incluso por los abogados del diablo, varios episodios de su vida que tienen que ver con curaciones en personas que, según las trazas, padecían enfermedades terminales que la medicina no podía curar en aquella época. Soy laico convicto y confeso, alejado de las liturgias y parafernalias de la religión, aunque creyente remoto en un ser superior que no siempre parece existir, y tengo para mí que el gran milagro de Juan de Palafox es aquella biblioteca de Puebla que he visitado tantas veces como si fuera una necesidad intelectual y religiosa; una biblioteca que no se me borra de la cabeza y que a veces aparece en mis ensueños como uno de los inventos que Jorge Luis Borges pudo imaginar para uno de sus mundo literarios universales; una biblioteca, la Palafoxiana, que urde su propia leyenda cada vez que la recordamos. Estuve en Harvard y su biblioteca me pareció un milagro. Estuve en Nueva York y su biblioteca pública me emocionó hasta el asombro. He visto mil y una bibliotecas que me han despertado, en el momento de visitarlas y descubrirlas, una sensación de placidez eterna fuera de toda dimensión física. Pero entrar en la Palafoxiana es como entrar en la catedral de Santiago de Compostela, mutatis mutandis. En esos lugares, como en Cholula, hay algo más. Algo que se nos escapa y que nos trasporta, durante unos segundos, a un estado de emoción tan complejo como inexplicable. Y ese es el verdadero milagro, a mi entender, de Juan de Palafox: la asombrosa eternidad de la Palafoxiana, su biblioteca para siempre en la ciudad de Puebla, México.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En los primeros tres años de los intrépidos 80, una jauría de escritores españoles y latinoamericanos capitaneados por Carlos Barral hicimos más de quince viajes a México. Tal jarca demencial levantaba comentarios encontrados por donde iba, fuera una feria del libro, fueran presentaciones editoriales o intervenciones de televisión. El recordado Rafael-Humberto Moreno Durán llamó «las alegres comadres de Windsor» a aquel grupo de lujo viajero, donde iban desde el poeta Ángel González, al editor José Esteban y el novelista Bryce Echenique o los venezolanos Adriano González León y Salvador Garmendía. El principal «agente de viajes» de aquellos vuelos trasatlánticos y fastuosos fue Arturo Azuela.
Cada viaje a México resultaba para nosotros una epifanía. Caballero Bonald evoca en su último tomo de memorias, La costumbre de vivir, alguno de aquellos periplos interminables y salvajes donde «los descubrimientos» de tumbas de poetas del exilio, las conversaciones con mujeres extraordinarias (que aparecían a nuestro paso como ángeles del cielo), las visitas a universidades y las francachelas interminables en la Cueva de Amparo Montez, en la Zona Rosa, y en el Hotel Ciudad de México, junto al Zócalo, marcaban la leyenda de aquel ejército de escritores líricos y donjuanescos que, como el de Atila, no dejaba una brizna de hierba en pie por donde cabalgara.
Una mañana entera anduvimos Barral, Vaz de Soto, Ángel González, José Esteban y yo, bajo un sol de justicia y sin un trago de tequila, buscando en un cementerio interminable la tumba de Luis Cernuda. Ese día no la encontramos y Ángel González «inventó» una coplilla que hasta hoy marca la pauta del humor de aquella turba implacable y dipsómana: «El poeta Luis Cernuda/ tiene buena información/ cuando viene Pepe Esteban/ se cambia de panteón». García Márquez solventó aquel desaguisado hablando con López Portillo, entonces presidente de México, que encontró la tumba de Cernuda y envió al hotel donde nos hospedábamos un propio en moto urgente para que le entregara a José Esteban la solución al enigma cernudiano y el lugar y el cementerio exactos de la ubicación de su tumba.
Uno de los peregrinajes impuestos por Barral en aquellos viajes era la excursión a Cholula, la ciudad sagrada de los aztecas, y a la vecina ciudad de Puebla. No sólo por su riqueza gastronómico sino porque el vizconde de Calafell advertía, con muy buen tino, que cualquier escritor que se preciara no debía de perder la ocasión de visitar la iglesia en la que se perdió, una noche de borrasca y duelo, el madrigalista Gutierre de Cetina. Pero, sobre todo, el viaje se hacía necesariamente litúrgico, en todos los sentidos, porque además de su magnífica catedral y su cerámica talaverana, en el centro histórico de la ciudad de Puebla estaba uno de los regalos y milagros más grandes del mundo español en América: la biblioteca Palafoxiana. Entrar en su recinto, admirar el entorno interior de la Palafoxiana y quedar extasiados en un instante que nos parecía una transverberación sagrada fue un momento único de nuestras vidas. Palafox, además, era un personaje de novela, una leyenda con biografía e historia que mucha gente desgraciadamente ignora pero que traduce una parte sustancial de la obra de España en México, lejos de leyendas negras, malinchadas y estereotipos demagógicos que tanta relevancia tienen a la hora de mentir y ningunear la verdadera historia de la Nueva España y sus auténticos héroes. Juan de Palafox y Mendoza, el fundador de la Palafoxiana es, sin duda, uno de esos héroes principales que, por desgracia, son conocidos sólo por algunos ilustrados, universitarios e historiadores que se dedican pasionalmente a decir la verdad que vende tan poco en el mundo de hoy. De modo que no busquemos a Palafox en los diccionarios de «escritores famosos», donde reposan las huellas de cientos de mediocres, sino entre los escritores que merecen un lugar de honor en la Historia de la Literatura y en la literatura histórica, no sólo por su escritura literaria, sino por la labor intelectual y la didáctica que dejaron por donde su destino iba dirigiendo sus pasos.
Hijo natural del marqués de Ariza, Palafox fue desde siempre un visionario que, en su origen, resultó un peso para su padre y un sospechoso de «adelantado a su época», un raro peligro hoy como ayer, en sus 59 años de edad (1600-1659). Cuando imaginamos el traslado de su biblioteca desde España a la ciudad de Puebla no dejamos de ver en la obra de Palafox el intento descomunal de una odisea. El resultado de aquella aventura es, ya lo he dicho antes, un milagro asombroso, la Palafoxiana, además de los más de 500 escritos que el héroe nos legó para pasmo de los años y los siglos. Con sólo 39 años de edad, fue nombrado obispo de Puebla y desde esa ciudad ejerció su didáctica esencial, que descansaba en su fe en la enseñanza. Fundador de colegios y bibliotecas, Palafox fue un hiperactivo personaje que ejercía por igual el mando político, la autoridad religiosa y el mecenazgo intelectual, hasta el punto de llegar a ser Virrey y Capitán General. Jesuita marcado por Loyola, fue defensor de los indios frente a los abusos coloniales y se dedicó a promover el magnífico barroco colonial de México. A los 53 años de edad, lo sacaron de Puebla y lo hicieron obispo de Osma, en Soria, donde en pocos años dejó una huella indeleble cuya sombra se ha ido alargando con los siglos.
La noticia de ahora es que a Juan de Palafox y Mendoza lo van a beatificar dentro de muy poco tiempo porque están documentadas, incluso por los abogados del diablo, varios episodios de su vida que tienen que ver con curaciones en personas que, según las trazas, padecían enfermedades terminales que la medicina no podía curar en aquella época. Soy laico convicto y confeso, alejado de las liturgias y parafernalias de la religión, aunque creyente remoto en un ser superior que no siempre parece existir, y tengo para mí que el gran milagro de Juan de Palafox es aquella biblioteca de Puebla que he visitado tantas veces como si fuera una necesidad intelectual y religiosa; una biblioteca que no se me borra de la cabeza y que a veces aparece en mis ensueños como uno de los inventos que Jorge Luis Borges pudo imaginar para uno de sus mundo literarios universales; una biblioteca, la Palafoxiana, que urde su propia leyenda cada vez que la recordamos. Estuve en Harvard y su biblioteca me pareció un milagro. Estuve en Nueva York y su biblioteca pública me emocionó hasta el asombro. He visto mil y una bibliotecas que me han despertado, en el momento de visitarlas y descubrirlas, una sensación de placidez eterna fuera de toda dimensión física. Pero entrar en la Palafoxiana es como entrar en la catedral de Santiago de Compostela, mutatis mutandis. En esos lugares, como en Cholula, hay algo más. Algo que se nos escapa y que nos trasporta, durante unos segundos, a un estado de emoción tan complejo como inexplicable. Y ese es el verdadero milagro, a mi entender, de Juan de Palafox: la asombrosa eternidad de la Palafoxiana, su biblioteca para siempre en la ciudad de Puebla, México.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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