Por Miguel Angel Quintanilla Navarro, politólogo (EL MUNDO, 05/02/09):
«La Iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza», afirmaba Chesterton. La agenda que el Gobierno ha diseñado para sostener el voto radical que le permitió renovar su mandato puede estar dando origen a alguna reacción equivocada y contraproducente, y conviene mantener la cabeza en su sitio, aunque sólo sea para poder quitarnos el sombrero como es debido.La reciente sentencia del Tribunal Supremo sobre Educación para la Ciudadanía, independientemente de sus matices, hace aún más urgente esta tarea. Quizá a ella contribuya recordar lo siguiente:
1) El hecho decisivo del cristianismo no es proporcionar una moral sino proclamar y preservar la noticia de un suceso histórico inconmensurable: la encarnación, muerte y resurrección de Cristo.En esencia, el credo. Mezclar esto en las réplicas a Pepiño parece algo inconveniente.
2) La adhesión al credo cristiano sólo puede producirse mediante una elección personal que es posible porque Dios nos ha querido situar en esa encrucijada: la libertad personal (no la libertad del núcleo familiar o de la escuela o de la sociedad, sino la libertad de cada persona, sin negar la importancia crucial de estas instituciones) es la condición de posibilidad de la salvación desde una perspectiva cristiana. Por eso puede haber católicos allí donde no hay ni familia ni escuela, ni siquiera sociedad reconocible, como bien saben los misioneros. Lo que hay es Iglesia.
Esa adhesión ni debe ser impedida o dificultada por el Estado ni puede ser suplida por él o encomendada a él.
3) La Iglesia católica no suele agobiar a sus fieles ni dirigirles grandes admoniciones morales. En particular, la doctrina sobre la revelación en San Buenaventura que ha desarrollado Benedicto XVI procura una interpretación «viva» de la misma, asociada especialmente a los humildes y a los sencillos. De lo que hablamos, en todo caso, es de asuntos mayores: el debate acerca de la asunción de María que Ratzinger evoca en su breve autobiografía puede ser un ejemplo de lo que realmente está en juego y de la relativa insignificancia que frente a esto tienen las ocupaciones en las que se afanan últimamente algunas personas en nombre de su fe.
4) Pretender el Paraíso en la Tierra no es una tarea propia de la Iglesia ni de quienes se sienten próximos a ella. Ni para hacer la revolución en Nicaragua ni para hacer una revolución conservadora en Europa (lo que, entre otras cosas, constituye una contradicción palmaria, puesto que lo que define a un conservador es la aversión a la revolución). Tiene sentido -y se tiene derecho a hacerlo- oponerse a la injerencia del Estado en asuntos que son propios de la vida privada, pero si se pretendiera sustituir un dogma que se promueve mediante las instituciones del Estado por otro dogma de sentido inverso, entonces simplemente se reproduciría el error.
Esa pretensión no denotaría un comportamiento piadoso sino un yerro intelectual y un extravío moral. La virtud que se opone al relativismo moral no es el absolutismo moral, sino una honesta pretensión de la verdad en cada caso y el reconocimiento de la complejidad intelectual y ética de las diversas circunstancias que concurren en la vida social.
Esto no significa que la Iglesia deba ser tolerante, sino que es una lástima que, siendo tan misericordiosa como es, su misericordia no sea más visible.
5) El hombre puede rechazar el plan que Dios ha trazado para él, y quien pretende que no pueda rechazarlo, por ejemplo empleando para ello el Estado, no sirve a la voluntad de Dios. Los fariseos y los doctores de la ley «frustraron el plan de Dios sobre ellos», nos dice San Lucas (7,30). Que el hombre pueda frustrar a Dios puede parecer algo sorprendente, pero por eso para los cristianos Dios es tan amable, en el sentido fuerte del término: El quiere que podamos rechazarlo, que tengamos la última palabra, aunque no sea la que le gustaría oírnos.
6) El único valor jurídico que un cristiano debe procurar que se respete en su condición de cristiano es el de la libertad para ser cristiano. Esto puede requerir algunas condiciones materiales esenciales o algunos derechos y delitos tipificables, pero no muchos. Y, además, aparte de eso, un cristiano puede pedir mil cosas más y participar en cuantos debates considere oportuno, pero conviene distinguir bien lo que se pide en calidad de católico, por ejemplo, y lo que se pide mediante argumentos que pueden formar parte de una argumentación aceptable por quienes no son creyentes o aun siéndolo divergen en asuntos políticos o de moral.
El lamentable éxito del Gobierno tiene dos caras: está sabiendo hacer creer que quienes argumentan contra su agenda radical lo hacen en el ejercicio de una fe respetable pero privada, y por tanto lo que les solicita es que no pretendan imponer su fe a los demás; en segundo lugar, también está sabiendo hacer creer que la fe cristiana consiste en hablar de la eutanasia o de la educación para la ciudadanía, es decir devalúa la esencia del mensaje evangélico.
Esto no significa que estos temas no sean importantes; lo que significa es que hay cosas aún más importantes. No se logrará fortalecer las virtudes del cristiano si se le hurta lo esencial o si se debilita la liturgia porque hay cosas más urgentes de las que ocuparse, como referirse a las barbaridades que hace el Gobierno. Hay quien ha consagrado con cava para dejar claras sus simpatías.
Es posible y deseable oponerse a la necrolatría gubernamental mediante razones y principios más anchos que los del credo, lo que no significa más profundos. En materia de oposición al Gobierno en una democracia de lo que se trata es de componer mayorías amplias, no de convertir a nadie; es una cuestión de anchura, no de profundidad. Un católico lúcido no se va a movilizar para que las leyes sean católicas; se movilizará para que sean buenas, se movilizará para defender la libertad de todos, en uso de la cual él irá a misa y rezará. Es la posibilidad e incluso la facilidad de no hacerlo la que da valor a sus actos.
La capacidad de la Iglesia para influir en las conductas no puede provenir del Estado, y el Estado no podrá debilitar esa capacidad si se obra con cuidado y si se preserva la libertad. Esa capacidad de influir debe provenir de la fidelidad al evangelio, de la ejemplaridad y de la inteligencia. La Iglesia debe aspirar a que las personas, libremente, elijan bien; y debe confiar en el criterio de sus fieles.
Finalmente, quizá haya que preguntarse si no será la parroquia y no el colegio el lugar idóneo para la enseñanza del Evangelio, especialmente cuando nuestro sistema educativo es básicamente una institución fallida cuyos vicios y debilidades se contagian a todo lo que acontece en las aulas. Pero ese problema va mucho más allá de una sentencia del Tribunal Supremo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
«La Iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza», afirmaba Chesterton. La agenda que el Gobierno ha diseñado para sostener el voto radical que le permitió renovar su mandato puede estar dando origen a alguna reacción equivocada y contraproducente, y conviene mantener la cabeza en su sitio, aunque sólo sea para poder quitarnos el sombrero como es debido.La reciente sentencia del Tribunal Supremo sobre Educación para la Ciudadanía, independientemente de sus matices, hace aún más urgente esta tarea. Quizá a ella contribuya recordar lo siguiente:
1) El hecho decisivo del cristianismo no es proporcionar una moral sino proclamar y preservar la noticia de un suceso histórico inconmensurable: la encarnación, muerte y resurrección de Cristo.En esencia, el credo. Mezclar esto en las réplicas a Pepiño parece algo inconveniente.
2) La adhesión al credo cristiano sólo puede producirse mediante una elección personal que es posible porque Dios nos ha querido situar en esa encrucijada: la libertad personal (no la libertad del núcleo familiar o de la escuela o de la sociedad, sino la libertad de cada persona, sin negar la importancia crucial de estas instituciones) es la condición de posibilidad de la salvación desde una perspectiva cristiana. Por eso puede haber católicos allí donde no hay ni familia ni escuela, ni siquiera sociedad reconocible, como bien saben los misioneros. Lo que hay es Iglesia.
Esa adhesión ni debe ser impedida o dificultada por el Estado ni puede ser suplida por él o encomendada a él.
3) La Iglesia católica no suele agobiar a sus fieles ni dirigirles grandes admoniciones morales. En particular, la doctrina sobre la revelación en San Buenaventura que ha desarrollado Benedicto XVI procura una interpretación «viva» de la misma, asociada especialmente a los humildes y a los sencillos. De lo que hablamos, en todo caso, es de asuntos mayores: el debate acerca de la asunción de María que Ratzinger evoca en su breve autobiografía puede ser un ejemplo de lo que realmente está en juego y de la relativa insignificancia que frente a esto tienen las ocupaciones en las que se afanan últimamente algunas personas en nombre de su fe.
4) Pretender el Paraíso en la Tierra no es una tarea propia de la Iglesia ni de quienes se sienten próximos a ella. Ni para hacer la revolución en Nicaragua ni para hacer una revolución conservadora en Europa (lo que, entre otras cosas, constituye una contradicción palmaria, puesto que lo que define a un conservador es la aversión a la revolución). Tiene sentido -y se tiene derecho a hacerlo- oponerse a la injerencia del Estado en asuntos que son propios de la vida privada, pero si se pretendiera sustituir un dogma que se promueve mediante las instituciones del Estado por otro dogma de sentido inverso, entonces simplemente se reproduciría el error.
Esa pretensión no denotaría un comportamiento piadoso sino un yerro intelectual y un extravío moral. La virtud que se opone al relativismo moral no es el absolutismo moral, sino una honesta pretensión de la verdad en cada caso y el reconocimiento de la complejidad intelectual y ética de las diversas circunstancias que concurren en la vida social.
Esto no significa que la Iglesia deba ser tolerante, sino que es una lástima que, siendo tan misericordiosa como es, su misericordia no sea más visible.
5) El hombre puede rechazar el plan que Dios ha trazado para él, y quien pretende que no pueda rechazarlo, por ejemplo empleando para ello el Estado, no sirve a la voluntad de Dios. Los fariseos y los doctores de la ley «frustraron el plan de Dios sobre ellos», nos dice San Lucas (7,30). Que el hombre pueda frustrar a Dios puede parecer algo sorprendente, pero por eso para los cristianos Dios es tan amable, en el sentido fuerte del término: El quiere que podamos rechazarlo, que tengamos la última palabra, aunque no sea la que le gustaría oírnos.
6) El único valor jurídico que un cristiano debe procurar que se respete en su condición de cristiano es el de la libertad para ser cristiano. Esto puede requerir algunas condiciones materiales esenciales o algunos derechos y delitos tipificables, pero no muchos. Y, además, aparte de eso, un cristiano puede pedir mil cosas más y participar en cuantos debates considere oportuno, pero conviene distinguir bien lo que se pide en calidad de católico, por ejemplo, y lo que se pide mediante argumentos que pueden formar parte de una argumentación aceptable por quienes no son creyentes o aun siéndolo divergen en asuntos políticos o de moral.
El lamentable éxito del Gobierno tiene dos caras: está sabiendo hacer creer que quienes argumentan contra su agenda radical lo hacen en el ejercicio de una fe respetable pero privada, y por tanto lo que les solicita es que no pretendan imponer su fe a los demás; en segundo lugar, también está sabiendo hacer creer que la fe cristiana consiste en hablar de la eutanasia o de la educación para la ciudadanía, es decir devalúa la esencia del mensaje evangélico.
Esto no significa que estos temas no sean importantes; lo que significa es que hay cosas aún más importantes. No se logrará fortalecer las virtudes del cristiano si se le hurta lo esencial o si se debilita la liturgia porque hay cosas más urgentes de las que ocuparse, como referirse a las barbaridades que hace el Gobierno. Hay quien ha consagrado con cava para dejar claras sus simpatías.
Es posible y deseable oponerse a la necrolatría gubernamental mediante razones y principios más anchos que los del credo, lo que no significa más profundos. En materia de oposición al Gobierno en una democracia de lo que se trata es de componer mayorías amplias, no de convertir a nadie; es una cuestión de anchura, no de profundidad. Un católico lúcido no se va a movilizar para que las leyes sean católicas; se movilizará para que sean buenas, se movilizará para defender la libertad de todos, en uso de la cual él irá a misa y rezará. Es la posibilidad e incluso la facilidad de no hacerlo la que da valor a sus actos.
La capacidad de la Iglesia para influir en las conductas no puede provenir del Estado, y el Estado no podrá debilitar esa capacidad si se obra con cuidado y si se preserva la libertad. Esa capacidad de influir debe provenir de la fidelidad al evangelio, de la ejemplaridad y de la inteligencia. La Iglesia debe aspirar a que las personas, libremente, elijan bien; y debe confiar en el criterio de sus fieles.
Finalmente, quizá haya que preguntarse si no será la parroquia y no el colegio el lugar idóneo para la enseñanza del Evangelio, especialmente cuando nuestro sistema educativo es básicamente una institución fallida cuyos vicios y debilidades se contagian a todo lo que acontece en las aulas. Pero ese problema va mucho más allá de una sentencia del Tribunal Supremo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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