Por Antonio Hernández-Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid (ABC, 02/02/09):
Desde siempre -Francisco de Vitoria en el siglo XVI, Hugo Grocio en el XVII- los juristas han tratado de racionalizar el hecho brutal, repetido, de la guerra y someterlo tímida y literariamente al derecho: la guerra justa, el derecho a la guerra, o el derecho de guerra, desarrollado en los tratados del derecho humanitario internacional dirigido a limitar el sufrimiento pero no el horror de la guerra en sí, inevitable.
La lectura de los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y protocolos adicionales produce un cierto desasosiego, como si fueran el envés de la guerra, su frontera más próxima desde la que aún hiere la metralla: que se prohíban los ataques indiscriminados cuando sea de prever que causarán incidentalmente muertos y heridos entre la población civil, o daños en bienes de carácter civil, o ambas cosas, que serían excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directamente prevista; que no quepa matar, herir o capturar a un adversario valiéndose de medios pérfidos, como los que, «apelando a la buena fe de un adversario con intención de traicionarla, dan a entender que éste tiene derecho a protección o que está obligado a concederla», mientras son lícitas las estratagemas para inducir a error a un adversario o hacerle cometer imprudencias; la prohibición de disparar durante el descenso -sólo- a quien se lance en paracaídas; o la de lanzar minas antipersonas que no se ajusten a lo dispuesto sobre su autodestrucción y autodesactivación en determinado anexo técnico. Asusta pensar en el amplísimo campo de lo «permitido» y en la imposibilidad de su control. Sin menospreciar el indudable avance de estas determinaciones humanitarias, suenan a veces como si exigiéramos que las manos del verdugo estén debidamente enjabonadas. Aunque nos mejore la conciencia.
A un modesto profesor de derecho civil la guerra le parece, más que un espacio jurídicamente reglado (el ius in bello), un intolerable estado de suspensión del derecho, de suspensión del juicio moral y hasta de suspensión de nuestro proceso evolutivo, tal que si aún viviéramos de despedazar a dentelladas la carne cruda de los vecinos más asequibles de cualquier especie, incluida la nuestra. Se comprende el grito de protesta, la llamada angustiada al alto el fuego unilateral de quien vemos que dispara, bombardea e invade en la imagen plana, a mitad de cena, con el rótulo de «en directo» para sumar dramatismo y audiencia, más la certeza de que todo eso es real y sucede a nuestro lado, a tiro de billete de aerolínea de bajo coste, y que aquellas de la fotografía eran gentes indefensas con familia y hasta con futuro, da igual, extirpado por la bomba junto a la ropa, los recuerdos y todo lo que había de humano, entre los escombros. Demasiados pocos gritos y llamadas de alto el fuego oímos. Demasiada prudencia.
Pero las guerras no se combaten sumando reacciones enfrentadas. Junto a esas respuestas emotivas, puntuales, inmediatas, se echa en falta un más intenso trabajo por la paz desde la diplomacia de los Estados y de unas organizaciones internacionales que, a veces, parecen sumidas en el autismo. Y, sobre todo, desde el derecho. Los juristas -y cualquiera que se considere con una misión en favor de la paz- no podemos eludir ninguna complejidad a la hora de situar los conflictos en su dimensión social e histórica para valorarlos y hacerlos objeto de un nuevo marco de relaciones internacionales; para crear un nuevo derecho que empiece por construir las instituciones globales que necesita la sociedad global de nuestros días, muy lejos ya del escenario histórico de las Naciones Unidas (¿dónde sus resoluciones, su voz, su fuerza?) y del escaso arsenal jurídico con que a duras penas se salió de la segunda guerra mundial; y que la paz -mucho más que la ausencia de guerra- se ordene como un estado de la justicia.
En la Viena de 1934 Hans Kelsen publicaba su «teoría pura del derecho», ajena a ideologías y valores: no importaba qué dijeran las normas para que fueran válidas. Sólo contaba su inserción en el sistema del derecho positivo como conjunto de normas cuya observancia se sancionaba bajo la fuerza del Estado. La unidad del sistema se deducía de una norma básica, idealmente situada en el derecho internacional, que fundaba la validez de las demás, incluidos los ordenamientos nacionales. Un sistema jurídico primitivo, con normas creadas por los tratados internacionales y la costumbre, todavía sin órganos específicos de aplicación; pero normas coercitivas que también tenían su sanción: la represalia o la guerra.
Con el nazismo, Kelsen tuvo que abandonar Europa y en 1944, desde Berkeley, escribió la obra que da título a estas líneas: Peace through Law. En ella niega el derecho de los Estados a la guerra, el ius ad bellum de los clásicos. La guerra sólo podía ser una sanción para ciertas conductas de acuerdo con un derecho internacional basado en la no agresión y en los medios pacíficos de resolución de controversias, en línea con el Pacto Briand-Kellog suscrito en 1928 por Francia, Estados Unidos, Reino Unido, Italia y otros países de la Sociedad de Naciones, donde los signatarios condenaban la guerra como medio de resolución de controversias internacionales y desistían de su uso como herramienta de política nacional. Sirvió para la acusación de crímenes contra la paz en los juicios de Nuremberg. Kelsen preconizaba la responsabilidad individual de quienes, como miembros del gobierno, violasen el derecho internacional recurriendo a la guerra, y la necesidad de un Tribunal Internacional permanente. Creía en la norma pero no en el puro poder del Estado, que debía someterse al derecho; y, al fondo, imaginaba un derecho cosmopolita, de todos, que superase la división entre derechos nacionales y derecho internacional, en la senda de la querela pacis de Erasmo o la pax perpetua de Kant, la búsqueda de la paz perpetua, donde -igual de inútiles- seguimos.
Todavía tienen sentido sus palabras, tamizado el primer positivismo por la experiencia de la guerra: «Pero nosotros, hombres de una civilización cristiana, ¿tenemos realmente derecho a relajarnos moralmente? Hay verdades tan evidentes por sí mismas que deben ser proclamadas una y otra vez para que no caigan en el olvido. Una de esas verdades es que la guerra es un asesinato en masa, la mayor desgracia de nuestra cultura, y que asegurar la paz mundial es nuestra tarea política principal; una tarea mucho más importante que la decisión entre la democracia y la autocracia, o el capitalismo y el socialismo; pues no es posible un progreso social esencial mientras no se cree una organización internacional mediante la cual se evite efectivamente la guerra entre las naciones de esta Tierra».Una tarea para el derecho. Hacer que las guerras no sean tan siquiera una sanción extrema pero justificable, sino un supuesto patológico que, como toda agresión, de lugar a otra sanción conforme al ordenamiento internacional, hasta expulsar a la guerra del mundo del derecho, hasta dejarla atrás en nuestra evolución individual y colectiva, como los sacrificios rituales y paganos de inocentes, como la viruela. Un tiempo para el derecho a la paz en lugar del viejo derecho a la guerra. Un derecho a la paz que no figura en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la Carta de las Naciones Unidas o en la Declaración Universal de los Derechos Humanos; todo lo más una aspiración de los pueblos o un presupuesto para la efectividad de otros derechos humanos, pero todavía no un derecho en sí que merezca ser violado, alegado y restablecido. Como si la paz fuera un fenómeno metereológico que podemos intentar atraer con conjuros o declaraciones bienintencionadas pero que finalmente acontece o no dependiendo de algo ajeno a nosotros, ciudadanos, Estados, miembros de la comunidad internacional. Algo más tendríamos que decir -y hacer- todos, los juristas primero.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Desde siempre -Francisco de Vitoria en el siglo XVI, Hugo Grocio en el XVII- los juristas han tratado de racionalizar el hecho brutal, repetido, de la guerra y someterlo tímida y literariamente al derecho: la guerra justa, el derecho a la guerra, o el derecho de guerra, desarrollado en los tratados del derecho humanitario internacional dirigido a limitar el sufrimiento pero no el horror de la guerra en sí, inevitable.
La lectura de los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y protocolos adicionales produce un cierto desasosiego, como si fueran el envés de la guerra, su frontera más próxima desde la que aún hiere la metralla: que se prohíban los ataques indiscriminados cuando sea de prever que causarán incidentalmente muertos y heridos entre la población civil, o daños en bienes de carácter civil, o ambas cosas, que serían excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directamente prevista; que no quepa matar, herir o capturar a un adversario valiéndose de medios pérfidos, como los que, «apelando a la buena fe de un adversario con intención de traicionarla, dan a entender que éste tiene derecho a protección o que está obligado a concederla», mientras son lícitas las estratagemas para inducir a error a un adversario o hacerle cometer imprudencias; la prohibición de disparar durante el descenso -sólo- a quien se lance en paracaídas; o la de lanzar minas antipersonas que no se ajusten a lo dispuesto sobre su autodestrucción y autodesactivación en determinado anexo técnico. Asusta pensar en el amplísimo campo de lo «permitido» y en la imposibilidad de su control. Sin menospreciar el indudable avance de estas determinaciones humanitarias, suenan a veces como si exigiéramos que las manos del verdugo estén debidamente enjabonadas. Aunque nos mejore la conciencia.
A un modesto profesor de derecho civil la guerra le parece, más que un espacio jurídicamente reglado (el ius in bello), un intolerable estado de suspensión del derecho, de suspensión del juicio moral y hasta de suspensión de nuestro proceso evolutivo, tal que si aún viviéramos de despedazar a dentelladas la carne cruda de los vecinos más asequibles de cualquier especie, incluida la nuestra. Se comprende el grito de protesta, la llamada angustiada al alto el fuego unilateral de quien vemos que dispara, bombardea e invade en la imagen plana, a mitad de cena, con el rótulo de «en directo» para sumar dramatismo y audiencia, más la certeza de que todo eso es real y sucede a nuestro lado, a tiro de billete de aerolínea de bajo coste, y que aquellas de la fotografía eran gentes indefensas con familia y hasta con futuro, da igual, extirpado por la bomba junto a la ropa, los recuerdos y todo lo que había de humano, entre los escombros. Demasiados pocos gritos y llamadas de alto el fuego oímos. Demasiada prudencia.
Pero las guerras no se combaten sumando reacciones enfrentadas. Junto a esas respuestas emotivas, puntuales, inmediatas, se echa en falta un más intenso trabajo por la paz desde la diplomacia de los Estados y de unas organizaciones internacionales que, a veces, parecen sumidas en el autismo. Y, sobre todo, desde el derecho. Los juristas -y cualquiera que se considere con una misión en favor de la paz- no podemos eludir ninguna complejidad a la hora de situar los conflictos en su dimensión social e histórica para valorarlos y hacerlos objeto de un nuevo marco de relaciones internacionales; para crear un nuevo derecho que empiece por construir las instituciones globales que necesita la sociedad global de nuestros días, muy lejos ya del escenario histórico de las Naciones Unidas (¿dónde sus resoluciones, su voz, su fuerza?) y del escaso arsenal jurídico con que a duras penas se salió de la segunda guerra mundial; y que la paz -mucho más que la ausencia de guerra- se ordene como un estado de la justicia.
En la Viena de 1934 Hans Kelsen publicaba su «teoría pura del derecho», ajena a ideologías y valores: no importaba qué dijeran las normas para que fueran válidas. Sólo contaba su inserción en el sistema del derecho positivo como conjunto de normas cuya observancia se sancionaba bajo la fuerza del Estado. La unidad del sistema se deducía de una norma básica, idealmente situada en el derecho internacional, que fundaba la validez de las demás, incluidos los ordenamientos nacionales. Un sistema jurídico primitivo, con normas creadas por los tratados internacionales y la costumbre, todavía sin órganos específicos de aplicación; pero normas coercitivas que también tenían su sanción: la represalia o la guerra.
Con el nazismo, Kelsen tuvo que abandonar Europa y en 1944, desde Berkeley, escribió la obra que da título a estas líneas: Peace through Law. En ella niega el derecho de los Estados a la guerra, el ius ad bellum de los clásicos. La guerra sólo podía ser una sanción para ciertas conductas de acuerdo con un derecho internacional basado en la no agresión y en los medios pacíficos de resolución de controversias, en línea con el Pacto Briand-Kellog suscrito en 1928 por Francia, Estados Unidos, Reino Unido, Italia y otros países de la Sociedad de Naciones, donde los signatarios condenaban la guerra como medio de resolución de controversias internacionales y desistían de su uso como herramienta de política nacional. Sirvió para la acusación de crímenes contra la paz en los juicios de Nuremberg. Kelsen preconizaba la responsabilidad individual de quienes, como miembros del gobierno, violasen el derecho internacional recurriendo a la guerra, y la necesidad de un Tribunal Internacional permanente. Creía en la norma pero no en el puro poder del Estado, que debía someterse al derecho; y, al fondo, imaginaba un derecho cosmopolita, de todos, que superase la división entre derechos nacionales y derecho internacional, en la senda de la querela pacis de Erasmo o la pax perpetua de Kant, la búsqueda de la paz perpetua, donde -igual de inútiles- seguimos.
Todavía tienen sentido sus palabras, tamizado el primer positivismo por la experiencia de la guerra: «Pero nosotros, hombres de una civilización cristiana, ¿tenemos realmente derecho a relajarnos moralmente? Hay verdades tan evidentes por sí mismas que deben ser proclamadas una y otra vez para que no caigan en el olvido. Una de esas verdades es que la guerra es un asesinato en masa, la mayor desgracia de nuestra cultura, y que asegurar la paz mundial es nuestra tarea política principal; una tarea mucho más importante que la decisión entre la democracia y la autocracia, o el capitalismo y el socialismo; pues no es posible un progreso social esencial mientras no se cree una organización internacional mediante la cual se evite efectivamente la guerra entre las naciones de esta Tierra».Una tarea para el derecho. Hacer que las guerras no sean tan siquiera una sanción extrema pero justificable, sino un supuesto patológico que, como toda agresión, de lugar a otra sanción conforme al ordenamiento internacional, hasta expulsar a la guerra del mundo del derecho, hasta dejarla atrás en nuestra evolución individual y colectiva, como los sacrificios rituales y paganos de inocentes, como la viruela. Un tiempo para el derecho a la paz en lugar del viejo derecho a la guerra. Un derecho a la paz que no figura en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la Carta de las Naciones Unidas o en la Declaración Universal de los Derechos Humanos; todo lo más una aspiración de los pueblos o un presupuesto para la efectividad de otros derechos humanos, pero todavía no un derecho en sí que merezca ser violado, alegado y restablecido. Como si la paz fuera un fenómeno metereológico que podemos intentar atraer con conjuros o declaraciones bienintencionadas pero que finalmente acontece o no dependiendo de algo ajeno a nosotros, ciudadanos, Estados, miembros de la comunidad internacional. Algo más tendríamos que decir -y hacer- todos, los juristas primero.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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