Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 31/01/09):
Durante el periodo de euforia irresponsable que atravesó la economía mundial en las dos últimas décadas, para muchos Keynes se hizo tan viejo como Marx. Su receta de gasto público para estimular la economía y salir de la recesión fue considerada por la mayoría de los economistas excesivamente primitiva y peligrosamente intervencionista. La fe religiosa en la sabiduría inmanente del mercado llevó a confiar en el automatismo de oferta y demanda para ajustar producción, consumo y empleo a los ciclos económicos. Y mira por dónde que cuando intentamos salir del hoyo que cavaron desreguladores y liberalizadores nos agarramos, o mejor dicho, se agarra Obama, que es el valiente de la película, a las recetas pensadas para la gran crisis de los años 30. El templo del neoliberalismo, el FMI, recomienda a los gobiernos que aumenten el gasto público en un promedio de 2% de su producto interior bruto.
China anuncia que lo incrementará en un 8% y las otras economías asiáticas adoptan programas similares. En la UE, el gasto proyectado supera los 200.000 millones de euros. Y en EE. UU., al paquete de casi un billón de dólares de rescate financiero se une ahora el plan de estímulo de Obama por más de 800.000 millones de dólares, el mayor de la historia. El plan, por razones políticas, combina la inversión pública directa con una devolución de impuestos (un tercio de los fondos). Pero la mayoría del gasto aplica una mezcla de keynesianismo histórico y keynesianismo del siglo XXI.
Por un lado, obra pública pura y dura: carreteras, puentes, ferrocarriles, escuelas, hospitales, edificios públicos. Por otro lado, inversión en infraestructura de una economía del conocimiento y ecológica: extensión de banda ancha; conversión a la televisión digital; ciencia y tecnología ; informatización del sistema sanitario; sistema de evaluación del cambio climático; ayudas a la industria del automóvil para vehículos híbridos y eléctricos; plan de energías renovables y acondicionamiento energético. El objetivo es modernizar el país y crear puestos de trabajo de distintos niveles de cualificación. Sin embargo, la magnitud del programa, que se pondrá en marcha en febrero, no garantiza su éxito. Porque, como dijo Keynes en su momento, lo más importante para reactivar la economía no es tanto la cantidad que se gaste como las señales que el Gobierno envíe a empresas, consumidores e inversores sobre la fortaleza de la economía y su capacidad de crecimiento.
Yes aquí donde Obama lo tiene mal, y con él todos nosotros, porque la élite financiera de la que en último término depende el flujo de capital que hace funcionar todo el sistema, parece haber perdido el sentido de la realidad. No sólo provocaron la crisis actual jugando a aprendices de brujo con sus modelos matemáticos de derivados financieros, destruyendo así la transparencia del mercado de inversiones, sino que siguen montados en su aquelarre de avaricia, usando el dinero de los contribuyentes para mantener sus vidas de pachás. El normalmente imperturbable Obama explotó de indignación el jueves pasado al enterarse de que, al tiempo que pedían ayuda para no quebrar los bancos, con el dinero público los ejecutivos de Wall Street se habían pagado a sí mismos primas de recompensa por valor de 20.000 millones de dólares. Y de que durante el 2008 mientras las empresas financieras despedían a 100.000 trabajadores, la casi totalidad de los altos ejecutivos conservaron sus empleos, sus sueldos, sus primas y sus privilegios. Incluso hubo quien rediseñó su oficina por valor de un millón de dólares. Y Citigroup iba a recibir esta semana un avión corporativo pagando 50 millones de dólares de los fondos prestados por el Gobierno.
Obama ha dicho basta y está incluyendo controles precisos en cada paquete de ayuda para asegurar que el dinero sirve a la gente en lugar de quedarse en los bancos. Incluso se habla de control directo de Citigroup y Bank of America por parte del Gobierno para sanearlos y, de paso, cambiar a unos ejecutivos que, en un 46% según una encuesta reciente, siguen pensando que sus ganancias están por debajo de lo que se merecen. No es simplemente un tema ético, aunque tampoco estaría de más recuperar otros valores que los de la bolsa, sino económico. Porque, en continuidad con la auténtica tradición keynesiana, por mucho que se gaste, si la gente no confía en el sistema financiero, el dinero no circula. Y la inversión pública sólo sirve si arranca el motor de la inversión privada, en particular en las pymes.
Este es el punto clave de la nueva política económica, en EE. UU. y en España. Que el dinero de la reactivación llegue a las empresas productivas para que estas creen empleo. Porque si no, los límites del gasto público se alcanzan rápidamente, sobre todo en un país endeudado hasta los ojos como EE. UU. Los chinos no pueden seguir prestando a un país quebrado económica y moralmente. Yes aquí donde la bronca de Obama a Wall Street es más que una rabieta. Es una política de responsabilidad que la élite financiera y corporativa todavía no acepta. Recordemos que las recomendaciones de Keynes no fueron realmente aplicadas en los años 30. Fue la guerra la que sacó a EE. UU. de la depresión. Y el plan Marshall el que reactivó a la Europa de la posguerra.
Para crear una nueva economía sin pasar por una impensable catástrofe, Obama, y otros gobiernos, tendrá que profundizar su intervención en la economía por medios no sólo económicos, sino de principios de gestión, regulando la actividad de las empresas, empezando por las financieras, en función de criterios que combinen legítima ganancia y responsabilidad social. Algo que, excepcionalmente, enseñan las mejores escuelas de negocios de España y que va a tener una fuerte demanda por parte de ejecutivos en fase de reciclaje. Keynes, para quien el capitalismo regulado era la síntesis armoniosa de crecimiento y estabilidad, debe sonreír desde un cielo inalcanzable para Wall Street.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Durante el periodo de euforia irresponsable que atravesó la economía mundial en las dos últimas décadas, para muchos Keynes se hizo tan viejo como Marx. Su receta de gasto público para estimular la economía y salir de la recesión fue considerada por la mayoría de los economistas excesivamente primitiva y peligrosamente intervencionista. La fe religiosa en la sabiduría inmanente del mercado llevó a confiar en el automatismo de oferta y demanda para ajustar producción, consumo y empleo a los ciclos económicos. Y mira por dónde que cuando intentamos salir del hoyo que cavaron desreguladores y liberalizadores nos agarramos, o mejor dicho, se agarra Obama, que es el valiente de la película, a las recetas pensadas para la gran crisis de los años 30. El templo del neoliberalismo, el FMI, recomienda a los gobiernos que aumenten el gasto público en un promedio de 2% de su producto interior bruto.
China anuncia que lo incrementará en un 8% y las otras economías asiáticas adoptan programas similares. En la UE, el gasto proyectado supera los 200.000 millones de euros. Y en EE. UU., al paquete de casi un billón de dólares de rescate financiero se une ahora el plan de estímulo de Obama por más de 800.000 millones de dólares, el mayor de la historia. El plan, por razones políticas, combina la inversión pública directa con una devolución de impuestos (un tercio de los fondos). Pero la mayoría del gasto aplica una mezcla de keynesianismo histórico y keynesianismo del siglo XXI.
Por un lado, obra pública pura y dura: carreteras, puentes, ferrocarriles, escuelas, hospitales, edificios públicos. Por otro lado, inversión en infraestructura de una economía del conocimiento y ecológica: extensión de banda ancha; conversión a la televisión digital; ciencia y tecnología ; informatización del sistema sanitario; sistema de evaluación del cambio climático; ayudas a la industria del automóvil para vehículos híbridos y eléctricos; plan de energías renovables y acondicionamiento energético. El objetivo es modernizar el país y crear puestos de trabajo de distintos niveles de cualificación. Sin embargo, la magnitud del programa, que se pondrá en marcha en febrero, no garantiza su éxito. Porque, como dijo Keynes en su momento, lo más importante para reactivar la economía no es tanto la cantidad que se gaste como las señales que el Gobierno envíe a empresas, consumidores e inversores sobre la fortaleza de la economía y su capacidad de crecimiento.
Yes aquí donde Obama lo tiene mal, y con él todos nosotros, porque la élite financiera de la que en último término depende el flujo de capital que hace funcionar todo el sistema, parece haber perdido el sentido de la realidad. No sólo provocaron la crisis actual jugando a aprendices de brujo con sus modelos matemáticos de derivados financieros, destruyendo así la transparencia del mercado de inversiones, sino que siguen montados en su aquelarre de avaricia, usando el dinero de los contribuyentes para mantener sus vidas de pachás. El normalmente imperturbable Obama explotó de indignación el jueves pasado al enterarse de que, al tiempo que pedían ayuda para no quebrar los bancos, con el dinero público los ejecutivos de Wall Street se habían pagado a sí mismos primas de recompensa por valor de 20.000 millones de dólares. Y de que durante el 2008 mientras las empresas financieras despedían a 100.000 trabajadores, la casi totalidad de los altos ejecutivos conservaron sus empleos, sus sueldos, sus primas y sus privilegios. Incluso hubo quien rediseñó su oficina por valor de un millón de dólares. Y Citigroup iba a recibir esta semana un avión corporativo pagando 50 millones de dólares de los fondos prestados por el Gobierno.
Obama ha dicho basta y está incluyendo controles precisos en cada paquete de ayuda para asegurar que el dinero sirve a la gente en lugar de quedarse en los bancos. Incluso se habla de control directo de Citigroup y Bank of America por parte del Gobierno para sanearlos y, de paso, cambiar a unos ejecutivos que, en un 46% según una encuesta reciente, siguen pensando que sus ganancias están por debajo de lo que se merecen. No es simplemente un tema ético, aunque tampoco estaría de más recuperar otros valores que los de la bolsa, sino económico. Porque, en continuidad con la auténtica tradición keynesiana, por mucho que se gaste, si la gente no confía en el sistema financiero, el dinero no circula. Y la inversión pública sólo sirve si arranca el motor de la inversión privada, en particular en las pymes.
Este es el punto clave de la nueva política económica, en EE. UU. y en España. Que el dinero de la reactivación llegue a las empresas productivas para que estas creen empleo. Porque si no, los límites del gasto público se alcanzan rápidamente, sobre todo en un país endeudado hasta los ojos como EE. UU. Los chinos no pueden seguir prestando a un país quebrado económica y moralmente. Yes aquí donde la bronca de Obama a Wall Street es más que una rabieta. Es una política de responsabilidad que la élite financiera y corporativa todavía no acepta. Recordemos que las recomendaciones de Keynes no fueron realmente aplicadas en los años 30. Fue la guerra la que sacó a EE. UU. de la depresión. Y el plan Marshall el que reactivó a la Europa de la posguerra.
Para crear una nueva economía sin pasar por una impensable catástrofe, Obama, y otros gobiernos, tendrá que profundizar su intervención en la economía por medios no sólo económicos, sino de principios de gestión, regulando la actividad de las empresas, empezando por las financieras, en función de criterios que combinen legítima ganancia y responsabilidad social. Algo que, excepcionalmente, enseñan las mejores escuelas de negocios de España y que va a tener una fuerte demanda por parte de ejecutivos en fase de reciclaje. Keynes, para quien el capitalismo regulado era la síntesis armoniosa de crecimiento y estabilidad, debe sonreír desde un cielo inalcanzable para Wall Street.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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