Por Felipe González, ex presidente del Gobierno español (EL PAÍS, 31/01/09):
El futuro es imprevisible y en algunos casos, como el español, hasta el pasado lo es. Por eso es difícil hablar del futuro de la gestión Obama, aunque, sin duda, hay que moderar unas expectativas exageradas.
Por razones obvias, mis prioridades en política exterior coinciden con las que considero que son las de mi país. En España, potencia media, éstas se sitúan en la Unión Europea, América Latina y el Mediterráneo. Y de manera natural, también es prioridad la relación con Estados Unidos.
Hay bastante consenso sobre la grave situación por la que atraviesa el mundo, inmerso en la mayor crisis financiera y económica de la que se tenga recuerdo, con amenazas a la seguridad global tan evidentes como las del Oriente Próximo y Asia Central, el terrorismo internacional o la criminalidad organizada afectando a todas las regiones del planeta. Y parece perdida la previsibilidad de la poco añorada era de la política de bloques, porque conviene recordar que a la gerontocracia soviética de antaño no se le hubiera ocurrido cortar el gas a los europeos. Eran malvados previsibles.
En este marco global, al que acompañan las amenazas de cambio climático, irrumpe Obama. “Y en esto llegó Obama”, como se decía en Cuba hace 50 años.
Estados Unidos es, y va a seguir siendo, la primera potencia del mundo, y como tal seguirá teniendo intereses y prioridades globales. Pero la dimensión y complejidad de las crisis que atravesamos hacen imposible que EE UU pueda afrontarlas en solitario. Esto marca el fin de un unilateralismo que ha agravado la situación. Así parece haberlo reconocido el nuevo presidente.
Sin embargo, a los que sienten satisfacción al comprobar que EE UU no puede seguir considerándose como un superpoder en solitario, y anuncian los albores de su decadencia, conviene advertirles que nosotros, europeos o latinoamericanos, tampoco podremos prescindir de Estados Unidos para afrontar los desafíos que tenemos por delante. La ecuación es simple: EE UU no puede solo; sin EE UU no podemos.
Al unilateralismo suele oponerse el multilateralismo, pero mejor haríamos en pensar en articulaciones regionales abiertas, como la Unión Europea o una América Latina coordinada, para que haya un sistema internacional de relaciones de poder y de cooperación más eficiente y compensado.
América Latina, aunque hay excepciones, debería definir prioridades e intereses comunes, asumiendo su variedad, en una nueva relación con Estados Unidos. Lo mismo esperaría de la Unión Europea, pero con más razón dado el grado de desarrollo de su integración económica y política.
No es difícil imaginar, si contribuimos a ello, una nueva relación entre estas dos regiones del mundo y el Estados Unidos presidido por Obama. Incluyo la posible triangulación de la relación atlántica: Estados Unidos, América Latina y la Unión Europea.
La condición de potencia global conduce a políticas de brocha gorda y los que no tenemos esa condición podemos afinar con el pincel. El trato con la potencia global es más razonable cuando los que no lo son tienen claras sus prioridades y analizan las convergencias y complementariedades, así como las contradicciones, con aquélla.
Europeos y latinoamericanos nos podemos pronunciar sobre cualquier problema, pero debemos reconocer que si se trata, por ejemplo, de Corea del Norte o de otra cuestión alejada de nuestras prioridades, la relevancia o el peso que tengamos en la solución será menor que la de China, por seguir con el ejemplo.
Tampoco hay que esperar a que sea EE UU quien decida o proponga la definición de sus intereses para reaccionar por nuestra parte. En Latinoamérica, el problema es más de ausencia de estrategia por parte de EE UU que de una estrategia equivocada. En Europa, después de los acuerdos estratégicos de 1995, poco o nada se ha implementado para contrastar nuestras prioridades como Unión con las de EE UU.
A diferencia de lo que ocurría hace 25 años, en que EE UU veía la relación de Europa con América Latina como inaceptable, ahora puede y debe tener una relación sur-atlántica mucho más sólida. También debe actualizar la nor-atlántica. Y habida cuenta de los intereses en juego, las identidades culturales y otras variables, se puede ir construyendo una relación triangular. Si se piensa en la realidad económica, en la significación para la lucha contra el cambio climático, e incluso en los intereses de seguridad frente al crimen organizado y al narcotráfico, pondríamos realmente en valor este conjunto.
Existen bases suficientes para avanzar en las relaciones entre estos conjuntos y hay que aprovecharlas, clarificando nuestras prioridades y contrastándolas con la Administración Obama. La materialización de las expectativas generadas por el relevo presidencial en EE UU no depende sólo de Obama, sino también de la disposición que otros tengan para aprovechar este cambio de significación histórica, explorando nuevas formas y actitudes para la cooperación.
Los márgenes de maniobra de Obama, y de todos nosotros, se ampliarán o estrecharán en función de lo que hagamos, no sólo de lo que haga su Administración. Por sus características, su elección es, en sí misma, un hecho histórico que a día de hoy no se habría producido en ninguno de los países democráticos que conozco. De los otros ni hablemos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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