Por Tomàs Delclos (EL PAÍS, 03/11/08):
Hubiera querido ser piloto. Los que se cargan más gente son los pilotos. Hubiera querido ser el que lanzó la bomba en Japón. Un par de tíos se cargaron a cientos de miles. Eso sí es la hostia”. “Nunca invadimos un país que mole, uno que tenga tías en biquini. ¿Por qué en estos países nunca hacen falta marines? Yo os diré por qué. Es la falta de coños lo que jode los países”. Así de clarito y salvaje hablan los soldados norteamericanos de Generation Kill, una miniserie sobre los primeros días de la invasión de Irak. No hay resquicio para la épica. A estos berzotas con ganas de matar sólo les queda la trágica atenuante de ser, también ellos, víctimas de un aparato militar más inoperante de lo que parece y que los envía a una batalla sin sentido.
En la quinta temporada de 24, la mirada sube unos peldaños. Estamos en las habitaciones presidenciales. Los servicios secretos piden permiso para una serie de acciones antiterroristas. Hay que escoger quién y cuántos morirán. El presidente es un ser pusilánime, que se agarra sin criterio al último consejo que recibe y que, como toda la Casa Blanca, tiene una obsesión: que no se entere la prensa, y los ciudadanos, de lo que pasa. El poder se oculta y, encima, está en manos de incompetentes.
La madre traficante de marihuana de Weed vivía en un barrio calcado al de Eduardo Manostijeras. Todos en las mismas casitas, con los mismos horarios y las mismas rutinas. Un retrato deprimente del planeta hogareño. En Dexter, el juego consiste en situar al espectador en una posición moral incómoda. El protagonista es un forense de la policía y sanguinario asesino en serie de sujetos igualmente repulsivos. ¿El televidente se siente culpable de desear ver cada semana las andanzas de Dexter, que se sitúa en el centro del relato, como los grandes héroes? Claro que tampoco son ejemplares los policías de The Shield (Al margen de la ley) de FX, la emisora que creó la socarrona Nip/Tuck o Daños y perjuicios (Damages), una serie sobre abogados con sonrientes villanos. Una serie protagonizada por Glenn Close, emigrada de una industria del cine que apenas da el trono de los repartos a las cincuentonas.
Éstas son unas cuantas buenas producciones televisivas estadounidenses. Aunque no hayan disfrutado de tan merecidos parabienes de otras (desde Los Soprano a The Wire), son un ejemplo de cómo algunos relatos televisivos están circulando por techos argumentales que no se atreve a pisar con idéntica persistencia y categoría estética la industria cinematográfica de Hollywood. Indudablemente, en televisión sigue habiendo insignes y abundantes tonterías, pero el éxito no desdeñable de estas apuestas demuestra que hay una audiencia que busca a quienes se atreven a romper las postizas fronteras de lo decible e indagan en la forma de decirlo con una retórica que evita la repetición de los estilemas más banales. Gracias a estas propuestas, la población de ceja alta ha regresado sin rubor a la televisión para hablar bien de ella. No se trata ahora de renunciar a los discursos severos sobre la televisión porque cobija estos títulos, pero sí de combatir el desprecio que ciertos sectores de la cultura han mostrado hacia el medio, un desprecio que parecía acreditar automáticamente su pertenencia al cielo de los espíritus exquisitos. No todo tiene procedencia anglosajona, pero en las series de ficción la abundancia de títulos norteamericanos explica su tratamiento como fenómeno.
Ya sólo faltaba para aumentar todavía más el aprecio hacia ellas que la vida real las copiara. La campaña demócrata en la serieEl ala Oeste de la Casa Blanca que narraron en las temporadas 2004-2006 tiene unas sorprendentes cercanías con la protagonizada por Barack Obama. El candidato demócrata, el hispano Matthew Santos (interpretado por Jimmy Smits), triunfa en las primarias de su partido contra un político que estuvo dos legislaturas con el presidente saliente. Y luego gana a un maduro contrincante republicano. No es casualidad. Los guionistas han admitido haberse inspirado, hace cuatro años, en un joven político de Illinois, Obama. Smits ha participado en su campaña y en un juego de fusión total entre realidad y ficción, The New York Times publicó un encuentro entre Obama y el personaje del presidente saliente de la serie, Jed Bartlet. Lo escribió Aaron Sorkin, el creador de la misma.
En los noventa, Karl Popper, preocupado por la indignidad de la televisión, cuya bazofia veía como un peligro para la democracia, proponía que todos sus empleados necesitaran, para trabajar, poseer una licencia que se les podría retirar si participaban en un programa basura. La necesitarían todos, desde los productores a los “camarógrafos”, como él decía. Eran los tiempos en que no se discutía la metáfora de la “caja tonta”. Estos días se ha publicado en España un libro cuyo titular combate este adjetivo tan instalado y que, administrado indiscriminadamente, pierde su sentido. Se trata de La caja lista: televisión norteamericana de culto (Laertes), que reúne una serie de voces, mayoritariamente universitarias, que desmenuzan, defendiéndolos, algunos de los títulos señeros. Popper convertía a los productores en los principales sospechosos de la ignominia televisiva. Ahora, los nombres propios que reconoce cualquier televidente exigente son, precisamente, el de los productores que se han empeñado en este reto: contradecir los imaginarios sociales más bucólicos y engañosos. Desde la ficción están dibujando paisajes humanos que no escapan a ningún tema y siembran sólidas dudas sobre la posticería que alimenta a las series del montón. Hay un merecido ensalzamiento de estos profesionales -los productores y, de paso, las emisoras que los respaldan- que recuerda el rescate que los chicos de Cahiers du Cinéma, en los años cincuenta del siglo pasado, hicieron de cineastas como Ford y Hawks tratándoles de autor cuando apenas eran reconocidos como artesanos y acreditándolos en las academias culturales. Un sistema de trabajo, el de estas emisoras y productores, que se acerca a la etapa más fructífera de los estudios hollywoodienses.
No es una apuesta cómoda. Este año, los premios Emmy, por ejemplo, han reconocido los méritos de Mad men, que en Estados Unidos empezó teniendo apenas 900.000 espectadores y ahora sobrepasa los dos millones. Muchos de estos productos nacen en televisiones de pago y llegan a España gracias a las plataformas digitales con más paciencia y capacidad de riesgo. Cuando entran en el ámbito de las generalistas, sus audiencias no llegan a los casi seis millones de espectadores que ha dado algún minuto de oro de Escenas de matrimonio, pero, por ejemplo, House ha rondado en más de una ocasión los cuatro. Perdidos o 24han fracasado relegadas a horarios inhóspitos, acumulando la emisión de capítulos y sin estabilidad en la parrilla. Y sus seguidores abandonan el televisor para cazar en la Red el último episodio que, encima, algún internauta ha subtitulado gratuitamente en una noche. Una producción televisiva cuyas ediciones por temporadas en DVD palian el descenso que vive el mercado de cine enlatado. En 2006, las series de televisión, incluyendo las de dibujos animados, ya representaban el 21% de todos los DVD vendidos en España, según Gfk. Mientras que las emisoras abiertas norteamericanas restringieron la distribución de su material por DVD para no estrangular su mercado de la sindicación, los canales de cable optaron por él para obtener un segundo rendimiento a sus producciones. Según Concepción Cascajosa, en su libro Prime Time (Calamar Ediciones), no fue hasta que en septiembre de 2002 “la primera temporada de 24 se comercializó con éxito cuando se convirtió en habitual que las series fueran editadas poco después de su emisión para promocionar el estreno de nuevas tandas de capítulos”.
Indudablemente, el recuento de horas que supone la emisión de estas espléndidas piezas televisivas no hace sombra a la oferta más estandarizada, pero son un síntoma de que existe otra televisión y que tiene un público. Su mayoritaria procedencia norteamericana y la acidez de su mirada hacia lo doméstico hace pensar en la escena final del filme En el valle de Elah (en el cine sigue habiendo excelentes obras) en la que el personaje de Tommy Lee Jones iza al revés la bandera norteamericana. Según los códigos de la vexilología… se trata de una señal de socorro. En cualquier caso, una sociedad donde hay gente que ilumina sus rincones menos presentables, que sabe mirarse sin mucha cosmética demuestra que no ha perdido vigor ni salud democrática.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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