Por Francisco Rodríguez Adrados, de las Reales Academias Española y de la Historia (ABC, 01/11/08):
Hace años yo escribía del cambio como programa o, al menos, eslogan político. Ya sabemos que los políticos, para lograr apoyos populares, no pueden detenerse apenas en complejos problemas que exigen conocimiento y estudio, se refugian en su propia imagen personal, en antagonismos y en esperanzas. La esperanza se sintetiza en el cambio -y en el progreso-, un cambio a mejor que los que buscan los votos propiciarán mejor que nadie, dicen, y funciona sólo si no es obstaculizado.
En realidad, la idea del cambio está en la de la naturaleza humana, que se cansa de posiciones fijas, busca algo nuevo, algo que nos aproxime a la felicidad. Cuando fatiga una posición en la cama, decía yo, uno se vuelve al otro lado (pero a veces retorna al primero). Sin esperanza no hay vida y el cambio abre la esperanza. Aunque sea confuso, una vaga idea. Nadie se atreve a enfrentársele. Los conservadores apenas hablan de conservar, lo disimulan lo que pueden. Y cuando los hechos, la realidad, se oponen a ciertos cambios y los progresistas tienen que seguir, de hecho, políticas conservadoras (como ahora los socialistas en ciertos puntos), los oficialmente progresistas lo disimulan como pueden.
El cambio tiene un límite, no es posible cambiarlo todo, la naturaleza humana aspira también a una estabilidad, una paz, unos valores fijos. Claro que hoy nadie se atreve a aspirar a que no se cambien las leyes, como proponía Esquilo en Euménides. Y ningún político propone, como hacía el viejo Adenauer cuando yo correteaba, también, por Alemania, aquello de «keine Experimente», «nada de experimentos». Aunque, la verdad, algunos experimentos hizo, impulsó el «milagro» alemán.
Pero, ¿por qué no se digiere que existen esos límites puestos al individuo y a los grupos humanos por su propio ser y el propio progreso? ¿Por qué se empeñan en atribuirlo todo a tal grupo o partido, a tal individuo? Por ejemplo la crisis económica, que demuestra que se trata de hechos globales, consecuencia de nuestro sistema difícilmente sanables. En suma: gastamos más de lo que tenemos, nosotros (o los que nos suministran) vivimos de préstamos e hipotecas, al final los que nos prestan a todos no pueden sostener tantas deudas, los deudores no pueden pagarlas. Y si el erario público, o sea, nosotros, les aliviamos un momento inyectándoles dinero, al final vuelve lo mismo. Mientras no se modifiquen los hábitos, el sistema, y esto es bien difícil, iremos de crisis en crisis, es algo cíclico. Es el mecanismo del autocontrol, el sistema pone límites a su desarrollo supuestamente ilimitado.
¿Cómo arreglar esto? Unas palabritas como la del cambio al final no arreglan nada.
Tampoco arreglan tantísimos problemas de la sociedad de masas: la sociedad del dinero, de la supuesta libertad, del supuesto lograrlo todo.
Los niveles educativos, salvo los elementales y los del especialismo, están bajando dramáticamente en todo el mundo: es un secreto a voces. Tanta libertad personal (a veces no tanta), tanta diversión, tantos modelos deleznables, tanto todo vale, casan mal con el estudio y el simple pensamiento libre.
Y luego, los centros de enseñanza, las carreteras, las playas, todo está sometido a mil presiones, todo tiende hacia abajo. Unas pocas reformas, un poco de dinero, algo hacen, pero al final son insuficientes. Son parches. ¿Quién ha logrado aunar el crecimiento de los niveles sociales y económicos con el remedio de esos problemas y mil más? Nadie hasta ahora, sería un buen programa. Decir «cambio» es decir algo obvio, pero indefinido, insuficiente. Cambio, pero ¿cómo?
El vacío dejado por las viejas creencias y normas de conducta, los viejos patrones culturales, no ha sido llenado. Crecen la inseguridad íntima, el miedo al futuro, el agotamiento, el hastío ante tantas «campañas» y presiones, el escepticismo ante todos los que quieren vendernos algo. ¡Y si no venden no viven y, entonces, tampoco vivimos nosotros! Esta es la sociedad en la que estamos, nos defendemos como podemos, a veces olvidamos, a veces recibimos un rayo de esperanza, recobramos fuerzas, seguimos adelante. Otras, simplemente, callamos.
Pensamos que la naturaleza humana buscará curaciones en sí misma, como decía Hipócrates. Y a veces es verdad, en los más complejos entramados de fuerzas diversas a veces hay aberturas hacia la solución o la mejora. Decía un ministro que yo conocí que asuntos problemáticos, si se dejan en el cajón, se arreglan solos. A veces es verdad. Y la Humanidad ha salvado toda clase de crisis terribles. Pero, ¡a qué precio algunas veces!
Uno piensa si no sería un alivio restaurar, en la parte que se pueda, viejos patrones de conducta humana y social, incluso religiosa para algunos. No aspirar a todo, todos, tan rápido. Decían Buda y Sócrates y los estoicos y los cristianos, y otros más, que el deseo trae dolor. Claro que hay que obrar, actuar: en eso los griegos se separaron de Buda. Después de esto, si alguien me tacha de conservador, me da lo mismo. Los amantes del viejo humanismo somos, en la medida que sea, conservadores. Pero aquellos viejos humanistas y los griegos que les precedieron inventaron también la libertad.
Entonces, no se puede prohibir a nadie hablar del cambio, que viene de la vieja esperanza. Aquella que a los hombres quedó cuando los males se escaparon del tonel de Pandora, cuenta Hesíodo. Aquella a la que los cristianos hicieron virtud teologal.
Solo que «cambio» es una palabra tan vaga… No se sabe muy bien qué anuncia ni si llegará ni cómo llegará. En fin, no nos frustremos, sigamos con nuestra esperanza.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario