Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 03/02/09):
Algunas personas que saben hacer honor a la realidad de los hechos - más bien escasas, si se repara en ello-previeron en su momento la crisis estadounidense que se desencadenó en septiembre del 2008 y comprendieron los peligros que se cernían sobre una economía en cuyo seno los préstamos de riesgo en el sector inmobiliario, el crédito al consumo y, posteriormente, la titulización (transformación de deudas en títulos o valores negociables en el sistema bancario y financiero) construían una burbuja artificial en cuyo interior el enriquecimiento no se correspondía en modo alguno con las realidades del país. Casi nadie se había imaginado la propagación de esta crisis financiera a todo el planeta y menos aún su rapidez, de forma inmediata o casi inmediata.
Es verdad que las principales crisis anteriores fueron crisis circunscritas a un lugar o un sector: Japón en 1989; México en 1994 con la crisis del efecto Tequila; Asia en 1997, o bien la burbuja de internet en el 2000 y la crisis alimentaria del 2008. En esta ocasión, la crisis no sólo tiene una dimensión planetaria, sino que amenaza con ser total - financiera, pero también social, económica, cultural, política-,por lo que cabe hablar de una “crisis global”, la primera en su género.
Ahora bien, ¿hemos penetrado realmente sin trabas en la globalización a través de esta crisis generalizada?
En los años 80y 90, el lugar preeminente de la globalización en el debate público obedecía al propósito de expresar el triunfo absoluto de la economía, el reinado del neoliberalismo que zarandeaba a los estados subrayando su impotencia, el triunfo del capitalismo financiero y de los mercados. En tal perspectiva, el planeta se convertía en una especie de espacio sin fronteras, en beneficio - en definitiva-de toda la humanidad, según los apóstoles de la “globalización feliz” (título de un ensayo de Alain Minc), aunque en detrimento de la mayoría, según las voces más críticas que observaban cómo prosperaban los mecanismos de la exclusión, el paro, la precariedad y la inseguridad.
Pero ya no estamos ahí, y debemos poner de relieve dos hechos importantes. El primero es la toma de conciencia de que, bajo la aparente homogeneidad del ámbito de la globalización, se halla en liza la creación de un mundo multipolar en cuyo seno cabe cuestionar la hegemonía estadounidense a instancias no sólo de la propia existencia de Europa, sino también de la de los llamados países emergentes, como China, India, Brasil o Rusia, por no hablar de Japón, capaces cada uno de ellos de impulsar políticas acordes con sus intereses nacionales o regionales. Si se conviene en que la globalización existe, forzoso es admitir que cristaliza en adelante en un ámbito que abarca amplias zonas del planeta. El segundo hecho es capital: la crisis señala el retorno de los estados, el abandono de ideologías neoliberales, la promesa de medidas intervencionistas, el renovado interés por el keynesianismo; la idea, por último, de que salir de la crisis exige confiar en políticas públicas susceptibles de articular con eficacia las estructuras del Estado. Todo lo contrario de la globalización, al menos de la que se ha conocido hasta ahora, una globalización sin freno ni control.
Dicho esto, deben considerarse tres posibles panoramas.
El primero se cifra en juzgar la crisis una especie de traspié o entrada en un periodo a cuyo término, excepción hecha de algunos ajustes, todo volverá a ser como antes. En tal perspectiva, los estados habrán salvado la esencia del capitalismo de un modo u otro, capitalismo que recuperará su dinámica anterior gracias a lo que en tal caso no habrá sido más que una intervención momentánea. La globalización, de forma idéntica, volverá por sus fueros.
El segundo panorama, opuesto al precedente, considera por el contrario que el retorno de los estados (o de las grandes áreas o entidades políticas, como Europa) adoptará la forma de tendencias generalizadas al proteccionismo y, por tanto, a políticas económicas expuestas a enérgicas obligaciones y fuertes controles ejercidos sobre los actores de la economía internacional; esta lógica podría ser reforzada, por otra parte, por determinadas orientaciones de la ecología que piden, por ejemplo, que para combatir el despilfarro energético se aminoren los transportes internacionales de ciertos productos (con el gasto consiguiente) a fin de consumir y producir lo más cerca posible del punto deseado. En esta perspectiva, la globalización quedará como un simple recuerdo de un pasado reciente.
Por último, el tercer panorama concibe formas de cooperación entre estados combinadas con la creación de organismos e instituciones supranacionales para organizar el planeta de tal modo que, sin dejar de ser una realidad abierta, incorpore crecientemente una óptica reguladora no sólo en el plano económico, sino también, por ejemplo, en materia de justicia. La globalización, en este caso, no se cuestionará, sino que entrará en una nueva era. Tras la fase salvaje, primitiva si se quiere, de los años ochenta y noventa, pasaría a su segundo estadio, el de la regulación. Este tercer panorama concede notable importancia a los encuentros del tipo G-20 que movilizan a numerosos jefes de Estado, y no sólo a los de los países más ricos, así como a organizaciones como la OMC, el FMI o las Naciones Unidas; es compatible, por otra parte, con ciertas aspiraciones de movimientos ecologistas; por ejemplo, las que suscitan cuestiones como la del desorden climático. También es compatible con las expectativas de movimientos altermundistas que, aunque se hallen hoy día más debilitados, no piden que se ponga fin a la globalización sino que se cree otro tipo de globalización.
La crisis actual expone a la luz pública no sólo los extravíos de la “primera globalización”, la de los años ochenta y noventa, sino también las opciones planteadas a los responsables políticos y económicos. Es posible que la crisis en cuestión se limite a constituir un episodio en el marco de un proceso dominado previsiblemente por las lógicas propias del neoliberalismo; es posible, asimismo, que señale el final puro y simple de la globalización; es posible, incluso, que marque la entrada en el segundo estadio de la globalización. Está claro, por el momento, que nada se ha dirimido aún.
Algunas personas que saben hacer honor a la realidad de los hechos - más bien escasas, si se repara en ello-previeron en su momento la crisis estadounidense que se desencadenó en septiembre del 2008 y comprendieron los peligros que se cernían sobre una economía en cuyo seno los préstamos de riesgo en el sector inmobiliario, el crédito al consumo y, posteriormente, la titulización (transformación de deudas en títulos o valores negociables en el sistema bancario y financiero) construían una burbuja artificial en cuyo interior el enriquecimiento no se correspondía en modo alguno con las realidades del país. Casi nadie se había imaginado la propagación de esta crisis financiera a todo el planeta y menos aún su rapidez, de forma inmediata o casi inmediata.
Es verdad que las principales crisis anteriores fueron crisis circunscritas a un lugar o un sector: Japón en 1989; México en 1994 con la crisis del efecto Tequila; Asia en 1997, o bien la burbuja de internet en el 2000 y la crisis alimentaria del 2008. En esta ocasión, la crisis no sólo tiene una dimensión planetaria, sino que amenaza con ser total - financiera, pero también social, económica, cultural, política-,por lo que cabe hablar de una “crisis global”, la primera en su género.
Ahora bien, ¿hemos penetrado realmente sin trabas en la globalización a través de esta crisis generalizada?
En los años 80y 90, el lugar preeminente de la globalización en el debate público obedecía al propósito de expresar el triunfo absoluto de la economía, el reinado del neoliberalismo que zarandeaba a los estados subrayando su impotencia, el triunfo del capitalismo financiero y de los mercados. En tal perspectiva, el planeta se convertía en una especie de espacio sin fronteras, en beneficio - en definitiva-de toda la humanidad, según los apóstoles de la “globalización feliz” (título de un ensayo de Alain Minc), aunque en detrimento de la mayoría, según las voces más críticas que observaban cómo prosperaban los mecanismos de la exclusión, el paro, la precariedad y la inseguridad.
Pero ya no estamos ahí, y debemos poner de relieve dos hechos importantes. El primero es la toma de conciencia de que, bajo la aparente homogeneidad del ámbito de la globalización, se halla en liza la creación de un mundo multipolar en cuyo seno cabe cuestionar la hegemonía estadounidense a instancias no sólo de la propia existencia de Europa, sino también de la de los llamados países emergentes, como China, India, Brasil o Rusia, por no hablar de Japón, capaces cada uno de ellos de impulsar políticas acordes con sus intereses nacionales o regionales. Si se conviene en que la globalización existe, forzoso es admitir que cristaliza en adelante en un ámbito que abarca amplias zonas del planeta. El segundo hecho es capital: la crisis señala el retorno de los estados, el abandono de ideologías neoliberales, la promesa de medidas intervencionistas, el renovado interés por el keynesianismo; la idea, por último, de que salir de la crisis exige confiar en políticas públicas susceptibles de articular con eficacia las estructuras del Estado. Todo lo contrario de la globalización, al menos de la que se ha conocido hasta ahora, una globalización sin freno ni control.
Dicho esto, deben considerarse tres posibles panoramas.
El primero se cifra en juzgar la crisis una especie de traspié o entrada en un periodo a cuyo término, excepción hecha de algunos ajustes, todo volverá a ser como antes. En tal perspectiva, los estados habrán salvado la esencia del capitalismo de un modo u otro, capitalismo que recuperará su dinámica anterior gracias a lo que en tal caso no habrá sido más que una intervención momentánea. La globalización, de forma idéntica, volverá por sus fueros.
El segundo panorama, opuesto al precedente, considera por el contrario que el retorno de los estados (o de las grandes áreas o entidades políticas, como Europa) adoptará la forma de tendencias generalizadas al proteccionismo y, por tanto, a políticas económicas expuestas a enérgicas obligaciones y fuertes controles ejercidos sobre los actores de la economía internacional; esta lógica podría ser reforzada, por otra parte, por determinadas orientaciones de la ecología que piden, por ejemplo, que para combatir el despilfarro energético se aminoren los transportes internacionales de ciertos productos (con el gasto consiguiente) a fin de consumir y producir lo más cerca posible del punto deseado. En esta perspectiva, la globalización quedará como un simple recuerdo de un pasado reciente.
Por último, el tercer panorama concibe formas de cooperación entre estados combinadas con la creación de organismos e instituciones supranacionales para organizar el planeta de tal modo que, sin dejar de ser una realidad abierta, incorpore crecientemente una óptica reguladora no sólo en el plano económico, sino también, por ejemplo, en materia de justicia. La globalización, en este caso, no se cuestionará, sino que entrará en una nueva era. Tras la fase salvaje, primitiva si se quiere, de los años ochenta y noventa, pasaría a su segundo estadio, el de la regulación. Este tercer panorama concede notable importancia a los encuentros del tipo G-20 que movilizan a numerosos jefes de Estado, y no sólo a los de los países más ricos, así como a organizaciones como la OMC, el FMI o las Naciones Unidas; es compatible, por otra parte, con ciertas aspiraciones de movimientos ecologistas; por ejemplo, las que suscitan cuestiones como la del desorden climático. También es compatible con las expectativas de movimientos altermundistas que, aunque se hallen hoy día más debilitados, no piden que se ponga fin a la globalización sino que se cree otro tipo de globalización.
La crisis actual expone a la luz pública no sólo los extravíos de la “primera globalización”, la de los años ochenta y noventa, sino también las opciones planteadas a los responsables políticos y económicos. Es posible que la crisis en cuestión se limite a constituir un episodio en el marco de un proceso dominado previsiblemente por las lógicas propias del neoliberalismo; es posible, asimismo, que señale el final puro y simple de la globalización; es posible, incluso, que marque la entrada en el segundo estadio de la globalización. Está claro, por el momento, que nada se ha dirimido aún.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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