Por Domènec Ruiz Devesa, economista y ex consultor del Banco Mundial (EL PAÍS, 03/02/04):
Hace casi 20 años Francis Fukuyama escribió, pocos meses antes de la caída del muro de Berlín, un ensayo sobre el fin de la historia en la revista estadounidense The National Interest, artículo que posteriormente se convertiría en libro. El argumento básico era el siguiente: con el proceso de reforma lanzado por Mijail Gorbachov en la Unión Soviética, conocido como perestroika, el gran rival del mundo atlántico desaparecía y, por tanto, cesaba la lucha ideológica con la victoria incondicional del capitalismo y la democracia liberal. Fukuyama, además, examinaba el potencial de otras ideologías como el fundamentalismo religioso o el nacionalismo, concluyendo que nunca podrían convertirse en auténticas alternativas a la democracia liberal capitalista, si bien no iban a desaparecer.
La idea de Fukuyama era sugerente y, desde luego, fue oportuna en aquel momento histórico. La propuesta también generó fuertes críticas, algunas infundadas por malinterpretar el mensaje original. La más típica es la que consideraba la tesis del fin de la historia como la ausencia de eventos históricos de importancia, algo que Fukuyama rechazó expresamente en su ensayo.
Otra crítica, algo más elaborada, proveniente del recientemente desaparecido Samuel Huntington, consideraba que la lucha ideológica secular pasaría a ser religiosa o étnica, con la famosa tesis del choque de civilizaciones. Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 confirmaron para muchos la validez de esta tesis. Con todo, y a pesar de que el fundamentalismo islámico supone una amenaza importante, Fukuyama ya dijo en su escrito de 1989 que esta ideología no es una opción atractiva, a diferencia del comunismo durante la guerra fría, más allá de los Estados de mayoría musulmana (o entre colectividades musulmanas en países no musulmanes), donde además sólo una minoría comparte sus postulados. En este sentido, esta ideología no es realmente una alternativa viable a la democracia liberal, ni se puede argumentar que es un estado superior en la evolución ideológica, de las ideas, más bien al contrario, supondría una regresión.
No obstante, la tesis original de Fukuyama sí que debe ser corregida al menos en un aspecto fundamental, si se quiere que mantenga un cierto poder explicativo de la realidad, sobre todo a la luz de los acontecimientos derivados de la crisis financiera mundial iniciada en julio de 2007 en Estados Unidos, y aun antes, por el fracaso de las políticas neoliberales en América Latina y África.
Fukuyama consideró que la victoria de la democracia liberal sobre el comunismo soviético resolvía los problemas socioeconómicos dentro de las sociedades occidentales y en los países en vías de desarrollo. Declaró, además, expresamente, que ya no había contradicción entre capital y trabajo, y obvió en todo caso las importantes diferencias entre el capitalismo estadounidense y el europeo continental, y las diferentes culturas políticas que subyacen a las decisiones de política económica a uno y otro lado del Atlántico.
Es cierto que la democracia liberal es el elemento común y definitorio de los países occidentales. Sin embargo, al obviar la importancia de las democracias sociales de Europa occidental, que completan el paradigma del Estado liberal, tal y como nos enseñaban Norberto Bobbio y Gregorio Peces-Barba, entre otros, se acaba poniendo al capitalismo a la americana como el paradigma de ese proclamado fin de la historia. Más aún, no se tiene en cuenta la tensión permanente entre Estado y mercado que existe en el seno de las democracias liberales, y las opciones políticas que la animan, y que debemos reconocer como neoliberalismo y socialdemocracia. Palabra esta última que está conociendo un renovado vigor a la luz del desconcierto generado por la crisis financiera.
En pocas palabras, podemos decir que la socialdemocracia es la ideología que, a diferencia del liberalismo clásico, persigue la igualdad real sobre la formal y que opera de acuerdo con el principio de la prevalencia de la política democrática sobre la economía, tal y como señala Sheri Berman. En el paradigma socialdemócrata, el sistema de mercado existe (a diferencia de lo que sucedía en la Unión Soviética), pero opera dentro de las reglas que fija el poder político, lo que incluye al Estado de bienestar, hasta hace unos años tan denostado por insostenible por los publicistas neoliberales.
En este sentido, cabe considerar al neoliberalismo, que inicia su auge como paradigma político cultural dominante en la década de los setenta, como una desviación temporal en esa evolución ideológica de impronta hegeliana que proponía Fukuyama, ya que pretende volver a un estado anterior de la humanidad, el del laissez-faire, donde la economía prevalece sobre la política, y donde no hay posibilidad de pacto entre el capital y el trabajo, ya que el primero debe prevalecer, sin ambages, sobre el segundo.
Esto no significa que el neoliberalismo no haya aportado nada bueno a la historia de las ideas, pues ciertamente las políticas keynesianas tradicionales necesitaban algunos ajustes y correcciones, en particular en lo relativo al uso excesivo de políticas monetarias procíclicas para alcanzar el pleno empleo, especialmente durante la década de los sesenta en los Estados Unidos y en el Reino Unido, donde por cierto, la tradición socialdemócrata ha sido históricamente más débil. Este error, en particular, generó una espiral inflacionaria, la quiebra de la política de rentas y del pacto entre el capital y el trabajo y, finalmente, el ascenso de la ideología neoliberal. Con todo, el neoliberalismo no se contentó con devolver cierta racionalidad a la política monetaria. Su agenda, como hemos visto, iba mucho más lejos. Animada por un individualismo descarnado buscó, y en parte logró, bajo los Gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, la privatización de sectores económicos estratégicos y de determinados servicios públicos. Pero, sobre todo, se desregularon los mercados de trabajo nacionales y los flujos financieros internacionales, con las consecuencias que hoy conocemos: mayores desigualdades, menor crecimiento económico y hasta colapso financiero. Peor aún, el paradigma neoliberal alcanzó en el discurso público lo que Antonio Gramsci denominaba “hegemonía cultural”, llevando a que incluso la izquierda adoptara el lenguaje del adversario. De este modo, el debate político de las últimas décadas se ha ceñido a determinados parámetros y términos fundamentales de la agenda neoliberal, dentro de los cuales conceptos como flexibilidad laboral, competitividad o reformas estructurales funcionaban como polos en torno a los que giraban las discusiones de las políticas públicas.
El reto para la socialdemocracia, en un mundo cada vez más interconectado e interdependiente, consiste en alcanzar grados de integración y cooperación política entre los países que permitan la recuperación del equilibrio entre Estado y mercado. El momento histórico es propicio. Aunque el carácter asimétrico de la globalización, escorada hacia lo económico (y sobre todo hacia lo financiero, con la libertad de movimiento de capitales), no sugiere que la socialdemocracia sea el fin de la historia, resulta difícil afirmar que los últimos 30 años de neoliberalismo constituyen el ideal al que aspirará la mayoría de la humanidad.
La crisis financiera mundial quizás ponga de relieve lo que ya era, en realidad, evidente: el fracaso de la ideología neoliberal tanto en los países desarrollados como en aquellos en vías de desarrollo, y la urgente necesidad de recuperar el paradigma socialdemócrata en el discurso público.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Hace casi 20 años Francis Fukuyama escribió, pocos meses antes de la caída del muro de Berlín, un ensayo sobre el fin de la historia en la revista estadounidense The National Interest, artículo que posteriormente se convertiría en libro. El argumento básico era el siguiente: con el proceso de reforma lanzado por Mijail Gorbachov en la Unión Soviética, conocido como perestroika, el gran rival del mundo atlántico desaparecía y, por tanto, cesaba la lucha ideológica con la victoria incondicional del capitalismo y la democracia liberal. Fukuyama, además, examinaba el potencial de otras ideologías como el fundamentalismo religioso o el nacionalismo, concluyendo que nunca podrían convertirse en auténticas alternativas a la democracia liberal capitalista, si bien no iban a desaparecer.
La idea de Fukuyama era sugerente y, desde luego, fue oportuna en aquel momento histórico. La propuesta también generó fuertes críticas, algunas infundadas por malinterpretar el mensaje original. La más típica es la que consideraba la tesis del fin de la historia como la ausencia de eventos históricos de importancia, algo que Fukuyama rechazó expresamente en su ensayo.
Otra crítica, algo más elaborada, proveniente del recientemente desaparecido Samuel Huntington, consideraba que la lucha ideológica secular pasaría a ser religiosa o étnica, con la famosa tesis del choque de civilizaciones. Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 confirmaron para muchos la validez de esta tesis. Con todo, y a pesar de que el fundamentalismo islámico supone una amenaza importante, Fukuyama ya dijo en su escrito de 1989 que esta ideología no es una opción atractiva, a diferencia del comunismo durante la guerra fría, más allá de los Estados de mayoría musulmana (o entre colectividades musulmanas en países no musulmanes), donde además sólo una minoría comparte sus postulados. En este sentido, esta ideología no es realmente una alternativa viable a la democracia liberal, ni se puede argumentar que es un estado superior en la evolución ideológica, de las ideas, más bien al contrario, supondría una regresión.
No obstante, la tesis original de Fukuyama sí que debe ser corregida al menos en un aspecto fundamental, si se quiere que mantenga un cierto poder explicativo de la realidad, sobre todo a la luz de los acontecimientos derivados de la crisis financiera mundial iniciada en julio de 2007 en Estados Unidos, y aun antes, por el fracaso de las políticas neoliberales en América Latina y África.
Fukuyama consideró que la victoria de la democracia liberal sobre el comunismo soviético resolvía los problemas socioeconómicos dentro de las sociedades occidentales y en los países en vías de desarrollo. Declaró, además, expresamente, que ya no había contradicción entre capital y trabajo, y obvió en todo caso las importantes diferencias entre el capitalismo estadounidense y el europeo continental, y las diferentes culturas políticas que subyacen a las decisiones de política económica a uno y otro lado del Atlántico.
Es cierto que la democracia liberal es el elemento común y definitorio de los países occidentales. Sin embargo, al obviar la importancia de las democracias sociales de Europa occidental, que completan el paradigma del Estado liberal, tal y como nos enseñaban Norberto Bobbio y Gregorio Peces-Barba, entre otros, se acaba poniendo al capitalismo a la americana como el paradigma de ese proclamado fin de la historia. Más aún, no se tiene en cuenta la tensión permanente entre Estado y mercado que existe en el seno de las democracias liberales, y las opciones políticas que la animan, y que debemos reconocer como neoliberalismo y socialdemocracia. Palabra esta última que está conociendo un renovado vigor a la luz del desconcierto generado por la crisis financiera.
En pocas palabras, podemos decir que la socialdemocracia es la ideología que, a diferencia del liberalismo clásico, persigue la igualdad real sobre la formal y que opera de acuerdo con el principio de la prevalencia de la política democrática sobre la economía, tal y como señala Sheri Berman. En el paradigma socialdemócrata, el sistema de mercado existe (a diferencia de lo que sucedía en la Unión Soviética), pero opera dentro de las reglas que fija el poder político, lo que incluye al Estado de bienestar, hasta hace unos años tan denostado por insostenible por los publicistas neoliberales.
En este sentido, cabe considerar al neoliberalismo, que inicia su auge como paradigma político cultural dominante en la década de los setenta, como una desviación temporal en esa evolución ideológica de impronta hegeliana que proponía Fukuyama, ya que pretende volver a un estado anterior de la humanidad, el del laissez-faire, donde la economía prevalece sobre la política, y donde no hay posibilidad de pacto entre el capital y el trabajo, ya que el primero debe prevalecer, sin ambages, sobre el segundo.
Esto no significa que el neoliberalismo no haya aportado nada bueno a la historia de las ideas, pues ciertamente las políticas keynesianas tradicionales necesitaban algunos ajustes y correcciones, en particular en lo relativo al uso excesivo de políticas monetarias procíclicas para alcanzar el pleno empleo, especialmente durante la década de los sesenta en los Estados Unidos y en el Reino Unido, donde por cierto, la tradición socialdemócrata ha sido históricamente más débil. Este error, en particular, generó una espiral inflacionaria, la quiebra de la política de rentas y del pacto entre el capital y el trabajo y, finalmente, el ascenso de la ideología neoliberal. Con todo, el neoliberalismo no se contentó con devolver cierta racionalidad a la política monetaria. Su agenda, como hemos visto, iba mucho más lejos. Animada por un individualismo descarnado buscó, y en parte logró, bajo los Gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, la privatización de sectores económicos estratégicos y de determinados servicios públicos. Pero, sobre todo, se desregularon los mercados de trabajo nacionales y los flujos financieros internacionales, con las consecuencias que hoy conocemos: mayores desigualdades, menor crecimiento económico y hasta colapso financiero. Peor aún, el paradigma neoliberal alcanzó en el discurso público lo que Antonio Gramsci denominaba “hegemonía cultural”, llevando a que incluso la izquierda adoptara el lenguaje del adversario. De este modo, el debate político de las últimas décadas se ha ceñido a determinados parámetros y términos fundamentales de la agenda neoliberal, dentro de los cuales conceptos como flexibilidad laboral, competitividad o reformas estructurales funcionaban como polos en torno a los que giraban las discusiones de las políticas públicas.
El reto para la socialdemocracia, en un mundo cada vez más interconectado e interdependiente, consiste en alcanzar grados de integración y cooperación política entre los países que permitan la recuperación del equilibrio entre Estado y mercado. El momento histórico es propicio. Aunque el carácter asimétrico de la globalización, escorada hacia lo económico (y sobre todo hacia lo financiero, con la libertad de movimiento de capitales), no sugiere que la socialdemocracia sea el fin de la historia, resulta difícil afirmar que los últimos 30 años de neoliberalismo constituyen el ideal al que aspirará la mayoría de la humanidad.
La crisis financiera mundial quizás ponga de relieve lo que ya era, en realidad, evidente: el fracaso de la ideología neoliberal tanto en los países desarrollados como en aquellos en vías de desarrollo, y la urgente necesidad de recuperar el paradigma socialdemócrata en el discurso público.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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