Por Felipe Fernández-Armesto, catedrático de Historia en la Universidad de Tufts, Boston, EEUU (EL MUNDO, 03/02/04):
En la cámara de los lores del Parlamento británico hay una sala, suntuosamente pintada, de retratos de monarcas ingleses del siglo XVI. Encima de los cuadros hay unos espacios que están destinados a albergar escenas del que fue el mayor triunfo militar inglés de aquel entonces: el fracaso de la Armada Invencible, lanzada por España contra Inglaterra en 1588.
Sin embargo, la ausencia de las imágenes oculta una historia curiosa. Cuando la amenaza de la Invencible dejó de inquietar, la Corona inglesa encargó una serie de tapices conmemorativos. Se colgaron en la misma aula de debates de los lores para que la nobleza inglesa recordara para siempre las hazañas de sus antepasados. El rey Carlos I, a quien fastidiaba ese triunfalismo, ordenó quitarlos. No mucho después, los parlamentarios le cortaron a él la cabeza, y los tapices volvieron a colocarse en la sala. Se convirtieron en un símbolo no sólo de los sucesos de 1588, sino también de la tradición parlamentaria inglesa. Hasta 1834, fecha en la que un incendio los destruyó.
Resultó imposible hacerlos de nuevo. El presupuesto no daba entonces para tanto. Además, los tapiceros buenos escaseaban por lo que sólo se pudieron realizar algunas copias imperfectas de la mayoría de los tapices. Hace algunos años, se puso en marcha la restauración de las glorias icónicas de la Cámara de los lores, pero tampoco resultó factible restaurar los tapices. Entonces, el comité responsable decidió sustituirlos por unos cuadros inspirados en los antiguos tapices, sin intentar reproducirlos con fidelidad absoluta.
La tarea fue encomendada a un artista estupendo, Anthony Oakeshott, que se encontró envuelto en toda clase de controversias. ¿Se trataba de un proyecto de recuperar el espíritu del esquema decorativo decimonónico, o un intento de reconstruir imágenes del siglo XVI? ¿Había que mantener el propósito propagandístico del artista original, o respetar la realidad histórica? El comité de los lores responsable del proyecto pidió consejo a varios estudiosos. Por supuesto, los expertos no coincidimos.
No soy de esos historiadores que viven pegados a las fechas. No veo la necesidad de recordar que tal o cual batalla se libró en el mismo año en el que nació Fulano de no se qué. Por tanto, no suelo entusiasmarme por las conmemoraciones de sucesos históricos. A veces procuro aprovechar para aprender una novedad surgida de las investigaciones de mis colegas o, si cabe, vender algun libro mío. Pero casi siempre salgo desengañado. De las conmemoraciones en España del inicio de la Guerra de Independencia, por ejemplo, no ha salido ningun dato nuevo ni se ha cambiado el rumbo de la política nacional. En lugar de ver la importancia de actuar juntos y colaborar por el bien de todos, los micronacionalismos siguen con sus escaramuzas. En 1992, con la conmemoración del quinto centenario del primer viaje transatlántico de Colón, terminamos distraídos por debates frustrantes sobre los vicios y méritos del imperialismo, el relativismo moral de las distintas culturas y los matices semánticos de la palabra descubrimiento (que, según los políticamente correctos, sólo se podía emplear de los primeros pobladores humanos del hemisferio americano).
EN 1997, con el quinto centenario del gran viaje de Vasco da Gama ocurrió algo parecido. Me hallaba en Freemantle (Australia), donde asistía a una ceremonia en la explanada del puerto, donde ese día inauguraban un busto de Vasco. En su discurso, el alcalde alabó a los portugueses como «descubridores de nuestra costa» -lo que, por supuesto, no es cierto-. En un momento dado, un miembro del público le preguntó: «En ese caso, señor alcalde, ¿cómo explica usted el hecho de que toda nuestra costa esté llena de los restos de naufragios holandeses, mientras que no constan datos de ningun navío portugués?». «Eso -contestó el alcalde- demuestra que los portugueses navegaban mucho mejor».
A continuación hubo un cóctel. Le pregunté por qué había dicho tal cosa. «Lo que no entiendes, Felipe -me dijo-, es que en Australia del Oeste no tenemos a ningún votante de procedencia holandesa, mientras que hay unos 7.000 portugueses». Salí convencido de que las conmemoraciones no sirven para promocionar la Historia, sino la política.
Pero he aquí una excepción. En el cuarto centenario del viaje de la Invencible, los ingleses celebraron uno de los grandes logros de su epopeya nacional. Según la versión ortodoxa, la historia de Inglaterra consiste en una gran marcha hacia el constitucionalismo y la democracia -aunque sabemos que no hay marchas triunfales en la Historia, sino celadas y tanteos-. La Reforma, cuentan, aumentó la importancia de las instituciones parlamentarias, pero la verdad de la Reforma inglesa es que se ejecutó con violencia e intolerancia. Para los propios ingleses, el reinado de Isabel I es percibido como su máximo momento de gloria, en el que brillaban dramaturgos, pintores y músicos, y los arquitectos echaron los cimientos del Imperio británico. Pero la realidad es bien distinta. Al lado de las obras maestras de los artistas españoles e italianos, en aquella época Inglaterra parecía un reino salvaje y atrasado, ligeramente dorado de toques de distinción artística. Esos exploradores eran más bien piratas y sus logros parecen poca cosa cuando se piensa en la eficacia del imperialismo español o portugués de la misma época, o en el de los holandeses poco después.
Por estos motivos, hasta 1988 los ingleses seguían felicitándose por el destino de la Invencible como si hubiese sido un milagro divino. Incluso se reciclaba a veces la retórica bíblica de los propagandistas del siglo XVI: Inglaterra era David venciendo al gigante Felipe II, o un nuevo pueblo de Israel, liberándose del yugo egipcio de la casa de Austria. Pero los auténticos daviditos éramos los historiadores que en 1988 nos dedicamos a socavar el mito y convencer a los británicos de que casi todo lo que habían aprendido de la Armada en sus colegios era falso. Queríamos explicarles que antes de tropezarse con un huracán en el viaje de vuelta, los españoles sufrieron pocas bajas; que, por haber realizado un triunfo logísitico, manteniendo una armada inmensa lejos de casa, mostraron cierta proeza; y que en la opinión de casi todos, incluso los líderes ingleses, Inglaterra hubiera sido vulnerable a una invasión si el viento hubiese favorecido a los invasores. En casi todos los demás encuentros por mar entre ingleses y españoles, antes de que se terminase la guerra en 1604, ganaron los últimos. Aún lanzaron más armadas contra Inglaterra, aunque los vientos contrarios frustraron a todas.
Al cabo del debate de aquel año de 1988, por el peso de las pruebas históricas, las versiones míticas quedaron casi descartadas en ambos países. En España, para los liberales decimonónicos la Invencible se veía como la prueba de que las guerras y los imperios nos han llevado a desastres. Los nacionales la citaban como ejemplo de que España cumple con su destino sacrificándose y derramando sangre por ideales religiosos. Hoy en día, ya no hay quien crea tal cosa. En cambio, tenemos que reconocer que el rumbo de la historia del país se cambió con el fracaso de la Invencible. En el naufragio de la galeaza Girona, que se quebró con gran pérdida de vidas en las rocas del noroeste de Irlanda en octubre de 1588, perecieron los individuos más nobles y cumplidos de la juventud dorada de España -la caballería que hubiera sido capaz, tal vez, de realizar los sueños de un Quijote-. Sin esa generación prometedora, el siglo XVII resultó trabajoso y decadente.
Así que Anthony Oakeshott puede disponer de plena libertad artística. No hace falta que se distraiga intentando desmitificar la propaganda del XVI, ni el afán patriota del los lores del siglo XIX. Gracias a las investigaciones y debates que rodeaban los actos conmemorativos en 1988, todos somos conscientes de que las falsedades respetables eran parte de la contextura vital de aquellos tiempos, pero que no reflejan ni la realidad histórica ni las percepciones actuales que tenemos, españoles e ingleses, unos de otros. Cuando Oakeshott acabe su trabajo, y sus cuadros se cuelguen en presencia de la reina y del embajador español, no se desvelará el triunfo de Inglaterra sobre España, sino el de la historia sobre el mito, y el de la amistad actual de ambos pueblos sobre su pasado conflictivo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En la cámara de los lores del Parlamento británico hay una sala, suntuosamente pintada, de retratos de monarcas ingleses del siglo XVI. Encima de los cuadros hay unos espacios que están destinados a albergar escenas del que fue el mayor triunfo militar inglés de aquel entonces: el fracaso de la Armada Invencible, lanzada por España contra Inglaterra en 1588.
Sin embargo, la ausencia de las imágenes oculta una historia curiosa. Cuando la amenaza de la Invencible dejó de inquietar, la Corona inglesa encargó una serie de tapices conmemorativos. Se colgaron en la misma aula de debates de los lores para que la nobleza inglesa recordara para siempre las hazañas de sus antepasados. El rey Carlos I, a quien fastidiaba ese triunfalismo, ordenó quitarlos. No mucho después, los parlamentarios le cortaron a él la cabeza, y los tapices volvieron a colocarse en la sala. Se convirtieron en un símbolo no sólo de los sucesos de 1588, sino también de la tradición parlamentaria inglesa. Hasta 1834, fecha en la que un incendio los destruyó.
Resultó imposible hacerlos de nuevo. El presupuesto no daba entonces para tanto. Además, los tapiceros buenos escaseaban por lo que sólo se pudieron realizar algunas copias imperfectas de la mayoría de los tapices. Hace algunos años, se puso en marcha la restauración de las glorias icónicas de la Cámara de los lores, pero tampoco resultó factible restaurar los tapices. Entonces, el comité responsable decidió sustituirlos por unos cuadros inspirados en los antiguos tapices, sin intentar reproducirlos con fidelidad absoluta.
La tarea fue encomendada a un artista estupendo, Anthony Oakeshott, que se encontró envuelto en toda clase de controversias. ¿Se trataba de un proyecto de recuperar el espíritu del esquema decorativo decimonónico, o un intento de reconstruir imágenes del siglo XVI? ¿Había que mantener el propósito propagandístico del artista original, o respetar la realidad histórica? El comité de los lores responsable del proyecto pidió consejo a varios estudiosos. Por supuesto, los expertos no coincidimos.
No soy de esos historiadores que viven pegados a las fechas. No veo la necesidad de recordar que tal o cual batalla se libró en el mismo año en el que nació Fulano de no se qué. Por tanto, no suelo entusiasmarme por las conmemoraciones de sucesos históricos. A veces procuro aprovechar para aprender una novedad surgida de las investigaciones de mis colegas o, si cabe, vender algun libro mío. Pero casi siempre salgo desengañado. De las conmemoraciones en España del inicio de la Guerra de Independencia, por ejemplo, no ha salido ningun dato nuevo ni se ha cambiado el rumbo de la política nacional. En lugar de ver la importancia de actuar juntos y colaborar por el bien de todos, los micronacionalismos siguen con sus escaramuzas. En 1992, con la conmemoración del quinto centenario del primer viaje transatlántico de Colón, terminamos distraídos por debates frustrantes sobre los vicios y méritos del imperialismo, el relativismo moral de las distintas culturas y los matices semánticos de la palabra descubrimiento (que, según los políticamente correctos, sólo se podía emplear de los primeros pobladores humanos del hemisferio americano).
EN 1997, con el quinto centenario del gran viaje de Vasco da Gama ocurrió algo parecido. Me hallaba en Freemantle (Australia), donde asistía a una ceremonia en la explanada del puerto, donde ese día inauguraban un busto de Vasco. En su discurso, el alcalde alabó a los portugueses como «descubridores de nuestra costa» -lo que, por supuesto, no es cierto-. En un momento dado, un miembro del público le preguntó: «En ese caso, señor alcalde, ¿cómo explica usted el hecho de que toda nuestra costa esté llena de los restos de naufragios holandeses, mientras que no constan datos de ningun navío portugués?». «Eso -contestó el alcalde- demuestra que los portugueses navegaban mucho mejor».
A continuación hubo un cóctel. Le pregunté por qué había dicho tal cosa. «Lo que no entiendes, Felipe -me dijo-, es que en Australia del Oeste no tenemos a ningún votante de procedencia holandesa, mientras que hay unos 7.000 portugueses». Salí convencido de que las conmemoraciones no sirven para promocionar la Historia, sino la política.
Pero he aquí una excepción. En el cuarto centenario del viaje de la Invencible, los ingleses celebraron uno de los grandes logros de su epopeya nacional. Según la versión ortodoxa, la historia de Inglaterra consiste en una gran marcha hacia el constitucionalismo y la democracia -aunque sabemos que no hay marchas triunfales en la Historia, sino celadas y tanteos-. La Reforma, cuentan, aumentó la importancia de las instituciones parlamentarias, pero la verdad de la Reforma inglesa es que se ejecutó con violencia e intolerancia. Para los propios ingleses, el reinado de Isabel I es percibido como su máximo momento de gloria, en el que brillaban dramaturgos, pintores y músicos, y los arquitectos echaron los cimientos del Imperio británico. Pero la realidad es bien distinta. Al lado de las obras maestras de los artistas españoles e italianos, en aquella época Inglaterra parecía un reino salvaje y atrasado, ligeramente dorado de toques de distinción artística. Esos exploradores eran más bien piratas y sus logros parecen poca cosa cuando se piensa en la eficacia del imperialismo español o portugués de la misma época, o en el de los holandeses poco después.
Por estos motivos, hasta 1988 los ingleses seguían felicitándose por el destino de la Invencible como si hubiese sido un milagro divino. Incluso se reciclaba a veces la retórica bíblica de los propagandistas del siglo XVI: Inglaterra era David venciendo al gigante Felipe II, o un nuevo pueblo de Israel, liberándose del yugo egipcio de la casa de Austria. Pero los auténticos daviditos éramos los historiadores que en 1988 nos dedicamos a socavar el mito y convencer a los británicos de que casi todo lo que habían aprendido de la Armada en sus colegios era falso. Queríamos explicarles que antes de tropezarse con un huracán en el viaje de vuelta, los españoles sufrieron pocas bajas; que, por haber realizado un triunfo logísitico, manteniendo una armada inmensa lejos de casa, mostraron cierta proeza; y que en la opinión de casi todos, incluso los líderes ingleses, Inglaterra hubiera sido vulnerable a una invasión si el viento hubiese favorecido a los invasores. En casi todos los demás encuentros por mar entre ingleses y españoles, antes de que se terminase la guerra en 1604, ganaron los últimos. Aún lanzaron más armadas contra Inglaterra, aunque los vientos contrarios frustraron a todas.
Al cabo del debate de aquel año de 1988, por el peso de las pruebas históricas, las versiones míticas quedaron casi descartadas en ambos países. En España, para los liberales decimonónicos la Invencible se veía como la prueba de que las guerras y los imperios nos han llevado a desastres. Los nacionales la citaban como ejemplo de que España cumple con su destino sacrificándose y derramando sangre por ideales religiosos. Hoy en día, ya no hay quien crea tal cosa. En cambio, tenemos que reconocer que el rumbo de la historia del país se cambió con el fracaso de la Invencible. En el naufragio de la galeaza Girona, que se quebró con gran pérdida de vidas en las rocas del noroeste de Irlanda en octubre de 1588, perecieron los individuos más nobles y cumplidos de la juventud dorada de España -la caballería que hubiera sido capaz, tal vez, de realizar los sueños de un Quijote-. Sin esa generación prometedora, el siglo XVII resultó trabajoso y decadente.
Así que Anthony Oakeshott puede disponer de plena libertad artística. No hace falta que se distraiga intentando desmitificar la propaganda del XVI, ni el afán patriota del los lores del siglo XIX. Gracias a las investigaciones y debates que rodeaban los actos conmemorativos en 1988, todos somos conscientes de que las falsedades respetables eran parte de la contextura vital de aquellos tiempos, pero que no reflejan ni la realidad histórica ni las percepciones actuales que tenemos, españoles e ingleses, unos de otros. Cuando Oakeshott acabe su trabajo, y sus cuadros se cuelguen en presencia de la reina y del embajador español, no se desvelará el triunfo de Inglaterra sobre España, sino el de la historia sobre el mito, y el de la amistad actual de ambos pueblos sobre su pasado conflictivo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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