Por Carlos Carnicero Urabayen, máster en Relaciones Internacionales por la London School of Economics, y Carlos Carnicero Giménez de Azcárate, periodista (EL PERIÓDICO, 05/02/09):
Hace ya varias décadas que Henry Kissinger preguntó por el teléfono que debía marcar para hablar con Europa. Ahora lo necesita Barack Obama. La nueva situación transatlántica ocurre sin que la UE haya definido mecanismos de decisión rápidos frente a los grandes retos de estas crisis y a un mundo que se dirige a la multipolaridad. La revolución que se intuye detrás del fenómeno Obama exigiría una mirada unida de Europa, para tener influencia en la definición del futuro de la globalización.
Durante la Administración de Bush, muchos europeos han estado incómodos con un aliado americano que pocas veces miraba al otro lado del Atlántico para tomar una decisión. Las discrepancias han invadido las calles frente a decisiones inmorales e ilegales que dañaban lo que J. Nye bautizó como soft power (poder blando), entendido como la capacidad de persuasión mediante la fortaleza de nuestra cultura y nuestros valores. La guerra de Irak ha sido la peor crisis matrimonial en la compleja pero necesaria relación transatlántica desde el conflicto de Suez (1956), en el que franceses, ingleses e israelís conspiraron a espaldas de EEUU para intervenir en el canal.
LOS AMERICANOS han tenido en la segunda mitad del siglo XX un doble discurso sobre lo que esperaban de sus aliados europeos: de un lado, han querido una Europa que actuase unida; de otro, han anhelado que el amigo europeo dependiera de las directrices estadounidenses. Si bien una relación de iguales no ha estado presente en el imaginario del establishment americano, los tiempos a los que vamos imponen una revisión de ese paradigma.
EEUU no ha sido el poder hegemónico que muchos aventuraron tras la desaparición del contrapeso soviético. Los episodios de Afganistán e Irak han demostrado que EEUU por sí solo no puede garantizar el control y la seguridad regional. Han aprendido que no pueden emprender aventuras en solitario y después buscar ayuda en los procesos de reconstrucción nacional que prosiguen a sus intervenciones bélicas.
Afganistán es paradigmático: si bien los americanos rechazaron la ayuda ofrecida por la alianza atlántica para realizar una invasión a su medida, durante el último año no han dejado de oírse las quejas del Secretario de Defensa, Robert Gates, exigiendo una mayor implicación europea.
Las predicciones de la inteligencia americana señalan que en el año 2025 el mundo tendrá varios polos donde los emergentes BRIC (Brasil, Rusia, India y China) prometen tener un papel fundamental en los asuntos globales. La relación transatlántica seguirá siendo básica para americanos y europeos. La cultura y los valores compartidos facilitan una aproximación común a muchos de los problemas que nos surjan.
Con Obama en la Casa Blanca, Europa inaugura la presidencia de turno de Václav Klaus, tan euro-escéptico que ni siquiera iza la bandera europea en los actos oficiales. El presidente checo ha llegado a decir que le recuerda a la bandera soviética. Es uno de los principales representantes de la corriente negacionista de los efectos del cambio climático, cuando precisamente la UE ha tomado liderazgo en el mundo por su determinación para combatirlo. La presidencia checa de la UE durará solo seis meses. Después será el turno de Suecia, y España tomará el relevo a esta. Pero, en el mundo multipolar al que nos dirigimos, Europa necesita más unidad, más continuidad y menos extravagancias klausianas: más liderazgo.
El Tratado de Lisboa prevé algunas innovaciones importantes: un presidente de la UE con mandato de dos años y medio renovable por un segundo periodo; previsiones para reforzar la figura de Mr. PESC, mediante su fusión con el puesto de vicepresidente de Exteriores de la Comisión Europea y la presidencia de las reuniones de los ministros de Exteriores. Son algunas reformas institucionales que, sin resolver las divergentes visiones que tienen los estados miembros sobre algunos asuntos sensibles, ayudarían a los europeos a actuar de forma más unitaria.
LA INTENSA presidencia francesa ha sido un buen experimento sobre la clase de actor político que puede ser la UE en este nuevo mundo. Primero, cuando EEUU, noqueado por las caídas de algunos de sus más históricos bancos, no terminaba de tomar la iniciativa, fue Nicolas Sarkozy, en nombre de la UE, uno de los principales impulsores de la reunión de Washington. Después, dotó a la UE de gran visibilidad internacional cuando fue el actor político capaz de forjar el acuerdo de alto el fuego entre Rusia y Georgia en un escenario en el que EEUU apareció desbordado. Y, por último, durante la presidencia francesa la UE ha mandado por primera vez una misión militar a combatir a los piratas somalís que amenazan los intereses comerciales de Occidente.
Obama era el candidato de Europa. Ha anunciado una política de diálogo, coordinación y entendimiento en la relación transatlántica. Pero eso tiene contrapartidas. Y, sobre todo, capacidad de reacción para compartir responsabilidades que no permiten demora. Europa no puede depender de lo que decida Irlanda. La vigencia del Tratado de Lisboa es imprescindible para ser actor global dinámico en unos retos que son inaplazables.
Hace ya varias décadas que Henry Kissinger preguntó por el teléfono que debía marcar para hablar con Europa. Ahora lo necesita Barack Obama. La nueva situación transatlántica ocurre sin que la UE haya definido mecanismos de decisión rápidos frente a los grandes retos de estas crisis y a un mundo que se dirige a la multipolaridad. La revolución que se intuye detrás del fenómeno Obama exigiría una mirada unida de Europa, para tener influencia en la definición del futuro de la globalización.
Durante la Administración de Bush, muchos europeos han estado incómodos con un aliado americano que pocas veces miraba al otro lado del Atlántico para tomar una decisión. Las discrepancias han invadido las calles frente a decisiones inmorales e ilegales que dañaban lo que J. Nye bautizó como soft power (poder blando), entendido como la capacidad de persuasión mediante la fortaleza de nuestra cultura y nuestros valores. La guerra de Irak ha sido la peor crisis matrimonial en la compleja pero necesaria relación transatlántica desde el conflicto de Suez (1956), en el que franceses, ingleses e israelís conspiraron a espaldas de EEUU para intervenir en el canal.
LOS AMERICANOS han tenido en la segunda mitad del siglo XX un doble discurso sobre lo que esperaban de sus aliados europeos: de un lado, han querido una Europa que actuase unida; de otro, han anhelado que el amigo europeo dependiera de las directrices estadounidenses. Si bien una relación de iguales no ha estado presente en el imaginario del establishment americano, los tiempos a los que vamos imponen una revisión de ese paradigma.
EEUU no ha sido el poder hegemónico que muchos aventuraron tras la desaparición del contrapeso soviético. Los episodios de Afganistán e Irak han demostrado que EEUU por sí solo no puede garantizar el control y la seguridad regional. Han aprendido que no pueden emprender aventuras en solitario y después buscar ayuda en los procesos de reconstrucción nacional que prosiguen a sus intervenciones bélicas.
Afganistán es paradigmático: si bien los americanos rechazaron la ayuda ofrecida por la alianza atlántica para realizar una invasión a su medida, durante el último año no han dejado de oírse las quejas del Secretario de Defensa, Robert Gates, exigiendo una mayor implicación europea.
Las predicciones de la inteligencia americana señalan que en el año 2025 el mundo tendrá varios polos donde los emergentes BRIC (Brasil, Rusia, India y China) prometen tener un papel fundamental en los asuntos globales. La relación transatlántica seguirá siendo básica para americanos y europeos. La cultura y los valores compartidos facilitan una aproximación común a muchos de los problemas que nos surjan.
Con Obama en la Casa Blanca, Europa inaugura la presidencia de turno de Václav Klaus, tan euro-escéptico que ni siquiera iza la bandera europea en los actos oficiales. El presidente checo ha llegado a decir que le recuerda a la bandera soviética. Es uno de los principales representantes de la corriente negacionista de los efectos del cambio climático, cuando precisamente la UE ha tomado liderazgo en el mundo por su determinación para combatirlo. La presidencia checa de la UE durará solo seis meses. Después será el turno de Suecia, y España tomará el relevo a esta. Pero, en el mundo multipolar al que nos dirigimos, Europa necesita más unidad, más continuidad y menos extravagancias klausianas: más liderazgo.
El Tratado de Lisboa prevé algunas innovaciones importantes: un presidente de la UE con mandato de dos años y medio renovable por un segundo periodo; previsiones para reforzar la figura de Mr. PESC, mediante su fusión con el puesto de vicepresidente de Exteriores de la Comisión Europea y la presidencia de las reuniones de los ministros de Exteriores. Son algunas reformas institucionales que, sin resolver las divergentes visiones que tienen los estados miembros sobre algunos asuntos sensibles, ayudarían a los europeos a actuar de forma más unitaria.
LA INTENSA presidencia francesa ha sido un buen experimento sobre la clase de actor político que puede ser la UE en este nuevo mundo. Primero, cuando EEUU, noqueado por las caídas de algunos de sus más históricos bancos, no terminaba de tomar la iniciativa, fue Nicolas Sarkozy, en nombre de la UE, uno de los principales impulsores de la reunión de Washington. Después, dotó a la UE de gran visibilidad internacional cuando fue el actor político capaz de forjar el acuerdo de alto el fuego entre Rusia y Georgia en un escenario en el que EEUU apareció desbordado. Y, por último, durante la presidencia francesa la UE ha mandado por primera vez una misión militar a combatir a los piratas somalís que amenazan los intereses comerciales de Occidente.
Obama era el candidato de Europa. Ha anunciado una política de diálogo, coordinación y entendimiento en la relación transatlántica. Pero eso tiene contrapartidas. Y, sobre todo, capacidad de reacción para compartir responsabilidades que no permiten demora. Europa no puede depender de lo que decida Irlanda. La vigencia del Tratado de Lisboa es imprescindible para ser actor global dinámico en unos retos que son inaplazables.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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