Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 01/02/09):
En un reciente artículo sobre el nuevo orden mundial, Henry Kissinger aseguraba que el unilateralismo durante la presidencia de George Bush había servido de coartada para que la UE aplazara la resolución de los problemas que afectan a su estructura y funcionamiento. También para sembrar la cizaña. Las controversias atlánticas no han desaparecido como por ensalmo ante el potente atractivo que proyecta Barack Obama, pues los reiterados llamamientos de este para la cooperación y el reparto de los gastos amenazan con reactivar las divergencias que socavan los cimientos de la integración europea y debilitan el acervo comunitario.
Todas las crisis recientes –Gaza, el gas de Rusia, la cuestión iraní o la guerra en Afganistán– acrecientan la cacofonía europea en un momento en el que la esencial cooperación franco-alemana se comporta bastante mal. Tras lamentar las desavenencias, el expresidente francés Giscard d’Estaing, que se felicita por haber mantenido una relación ejemplar con el excanciller alemán Helmut Schmidt, cuyo fruto fue la unión monetaria, asevera que “no habrá integración europea sin esa pareja”, la pareja franco-alemana, ahora en trámite de recriminaciones.
LA TREPIDANTE gestión de Nicolas Sarkozy en el semestre de presidencia francesa de la UE, ora arrogante y napoleónico, ora transfigurado en hombre providencial e infatigable, capaz de renegar del liberalismo para presentarse como salvador del planeta y del capitalismo supuestamente agonizante, ofrece un balance de luces y sombras, pero tuvo la mala suerte de concitar la desconfianza de la discreta Angela Merkel y contribuyó a ahondar el foso entre París y Berlín. La prensa alemana zahirió al presidente francés con crueldad y el semanario Der Spiegel lo presentó como “embriagado por el poder”, una presunta calamidad nacional.
En el último sobresalto del gas ruso y la tragedia de Gaza, la Unión Europea, bajo presidencia checa, no estuvo afortunada ni exhibió ninguna energía. La Rusia de Putin y el presidente Medvédev volvió a utilizar el gasoducto llamado Amistad, el más poderoso vestigio de la época soviética, para dividir y debilitar políticamente a Europa, incapaz de resolver por ahora el dilema planteado por Joschka Fischer, el exministro alemán de Asuntos Exteriores: “¿Debe Rusia ser tratada como un socio difícil o como un adversario estratégico?”. La divisoria más acusada corre paralela al que fue telón de acero.
La actuación en medio de los bombardeos no fue muy airosa. El mismo Sarkozy, dispuesto a participar en todos los cónclaves, se desplazó a Egipto y coincidió en Jerusalén con otra misión europea, en el desempeño de un papel notoriamente subalterno, cuando no patético. Israel solo cesó en su ofensiva luego de que su ministra de Exteriores, Tzipi Livni, arrancara en Washington una somera garantía contra el contrabando de armas en la frontera egipcia. La diplomacia europea ni siquiera pudo forzar la entrada de ayuda humanitaria en Gaza. Ante la inmensidad del desastre, un distinguido político británico, Chris Patten, excomisario europeo de Exteriores, se pregunta cuándo Europa dejará de financiar con generosidad y angelismo las devastaciones provocadas por las fracasadas políticas de Israel y EEUU.
Tras la jura de Obama y la instalación de Hillary Clinton en el departamento de Estado, la cuestión urgente radica en saber si EEUU y la UE colmarán o defraudarán las expectativas recíprocas, si serán capaces de forjar una nueva colaboración en problemas cruciales como Afganistán, Oriente Próximo o la reconstrucción de la economía mundial. En medio de la tormenta, en una Europa sin pulso, sigue la pugna sorda entre Berlín y París para dilucidar cuál de los dos, Merkel o Sarkozy, merecerá el privilegio de hacerse la primera foto con Obama.
Europa no figura en las prioridades de Obama, un presidente entregado a un meditado ejercicio de reducción de las expectativas, pero que, al mismo tiempo, hace declaraciones a una televisión árabe, envía un emisario a Oriente Próximo e inicia una tímida apertura hacia Teherán. La cooperación transatlántica se centrará en la OTAN, que sigue siendo el brazo armado de Occidente y que lleva el peso de la intervención en Afganistán, pero cuyo avance hacia el este y su estrategia en el Cáucaso perturban las relaciones con Rusia y suscitan una enojosa controversia que se solapa con la del gas.
SEGÚN EL calendario provisional, Obama no llegará a Europa hasta abril para asistir a la cumbre del G-20 en Londres y celebrar en Estrasburgo el sexagésimo aniversario de la creación de la Alianza Atlántica. Para entonces deberán estar resueltos los espinosos asuntos del aumento de tropas en Afganistán, de la nueva estrategia y del retorno de Francia al mando militar integrado de la OTAN del que la retiró De Gaulle en 1966, según lo prometido por Sarkozy.
Ocurre, sin embargo, que la situación en Francia ha cambiado mucho. A medida que le crecen los problemas a Sarkozy, en la calle y en los despachos, los gaullistas de estricta obediencia levantan cabeza y exigen un precio para volver al redil atlántico: el desarrollo en la OTAN de una identidad europea de defensa, el famoso pilar europeo de la Alianza que el presidente francés sueña con dirigir, pero que levanta ampollas en otros socios y complica la visión y la dirección desde Washington. Un motivo más de divergencia entre europeos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En un reciente artículo sobre el nuevo orden mundial, Henry Kissinger aseguraba que el unilateralismo durante la presidencia de George Bush había servido de coartada para que la UE aplazara la resolución de los problemas que afectan a su estructura y funcionamiento. También para sembrar la cizaña. Las controversias atlánticas no han desaparecido como por ensalmo ante el potente atractivo que proyecta Barack Obama, pues los reiterados llamamientos de este para la cooperación y el reparto de los gastos amenazan con reactivar las divergencias que socavan los cimientos de la integración europea y debilitan el acervo comunitario.
Todas las crisis recientes –Gaza, el gas de Rusia, la cuestión iraní o la guerra en Afganistán– acrecientan la cacofonía europea en un momento en el que la esencial cooperación franco-alemana se comporta bastante mal. Tras lamentar las desavenencias, el expresidente francés Giscard d’Estaing, que se felicita por haber mantenido una relación ejemplar con el excanciller alemán Helmut Schmidt, cuyo fruto fue la unión monetaria, asevera que “no habrá integración europea sin esa pareja”, la pareja franco-alemana, ahora en trámite de recriminaciones.
LA TREPIDANTE gestión de Nicolas Sarkozy en el semestre de presidencia francesa de la UE, ora arrogante y napoleónico, ora transfigurado en hombre providencial e infatigable, capaz de renegar del liberalismo para presentarse como salvador del planeta y del capitalismo supuestamente agonizante, ofrece un balance de luces y sombras, pero tuvo la mala suerte de concitar la desconfianza de la discreta Angela Merkel y contribuyó a ahondar el foso entre París y Berlín. La prensa alemana zahirió al presidente francés con crueldad y el semanario Der Spiegel lo presentó como “embriagado por el poder”, una presunta calamidad nacional.
En el último sobresalto del gas ruso y la tragedia de Gaza, la Unión Europea, bajo presidencia checa, no estuvo afortunada ni exhibió ninguna energía. La Rusia de Putin y el presidente Medvédev volvió a utilizar el gasoducto llamado Amistad, el más poderoso vestigio de la época soviética, para dividir y debilitar políticamente a Europa, incapaz de resolver por ahora el dilema planteado por Joschka Fischer, el exministro alemán de Asuntos Exteriores: “¿Debe Rusia ser tratada como un socio difícil o como un adversario estratégico?”. La divisoria más acusada corre paralela al que fue telón de acero.
La actuación en medio de los bombardeos no fue muy airosa. El mismo Sarkozy, dispuesto a participar en todos los cónclaves, se desplazó a Egipto y coincidió en Jerusalén con otra misión europea, en el desempeño de un papel notoriamente subalterno, cuando no patético. Israel solo cesó en su ofensiva luego de que su ministra de Exteriores, Tzipi Livni, arrancara en Washington una somera garantía contra el contrabando de armas en la frontera egipcia. La diplomacia europea ni siquiera pudo forzar la entrada de ayuda humanitaria en Gaza. Ante la inmensidad del desastre, un distinguido político británico, Chris Patten, excomisario europeo de Exteriores, se pregunta cuándo Europa dejará de financiar con generosidad y angelismo las devastaciones provocadas por las fracasadas políticas de Israel y EEUU.
Tras la jura de Obama y la instalación de Hillary Clinton en el departamento de Estado, la cuestión urgente radica en saber si EEUU y la UE colmarán o defraudarán las expectativas recíprocas, si serán capaces de forjar una nueva colaboración en problemas cruciales como Afganistán, Oriente Próximo o la reconstrucción de la economía mundial. En medio de la tormenta, en una Europa sin pulso, sigue la pugna sorda entre Berlín y París para dilucidar cuál de los dos, Merkel o Sarkozy, merecerá el privilegio de hacerse la primera foto con Obama.
Europa no figura en las prioridades de Obama, un presidente entregado a un meditado ejercicio de reducción de las expectativas, pero que, al mismo tiempo, hace declaraciones a una televisión árabe, envía un emisario a Oriente Próximo e inicia una tímida apertura hacia Teherán. La cooperación transatlántica se centrará en la OTAN, que sigue siendo el brazo armado de Occidente y que lleva el peso de la intervención en Afganistán, pero cuyo avance hacia el este y su estrategia en el Cáucaso perturban las relaciones con Rusia y suscitan una enojosa controversia que se solapa con la del gas.
SEGÚN EL calendario provisional, Obama no llegará a Europa hasta abril para asistir a la cumbre del G-20 en Londres y celebrar en Estrasburgo el sexagésimo aniversario de la creación de la Alianza Atlántica. Para entonces deberán estar resueltos los espinosos asuntos del aumento de tropas en Afganistán, de la nueva estrategia y del retorno de Francia al mando militar integrado de la OTAN del que la retiró De Gaulle en 1966, según lo prometido por Sarkozy.
Ocurre, sin embargo, que la situación en Francia ha cambiado mucho. A medida que le crecen los problemas a Sarkozy, en la calle y en los despachos, los gaullistas de estricta obediencia levantan cabeza y exigen un precio para volver al redil atlántico: el desarrollo en la OTAN de una identidad europea de defensa, el famoso pilar europeo de la Alianza que el presidente francés sueña con dirigir, pero que levanta ampollas en otros socios y complica la visión y la dirección desde Washington. Un motivo más de divergencia entre europeos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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