Por Federico Mayor Zaragoza, presidente de la Fundación Cultura de Paz (EL PAÍS, 02/02/09):
El presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson, al finalizar la I Guerra Mundial, decidió, en el mes de diciembre de 1918, que el horror de la guerra que acababa de terminar no debería volver a producirse, y estableció, en el Convenio para la paz permanente, la Sociedad de Naciones. Su objetivo: “un nuevo orden basado en el dominio de la ley fundada en el consentimiento de los gobernados y apoyada por la opinión organizada de la humanidad”.
Por desgracia, prevaleció, debido a la presión de los productores de armamento, el secular adagio que establece que “si quieres la paz, prepara la guerra”. Y llegó la II Guerra Mundial, al término de la cual el presidente Franklin D. Roosevelt diseñó un sistema multilateral, las Naciones Unidas, fundadas en San Francisco en 1945. El Sistema de las Naciones Unidas comprende, para secundar las actividades propias de la ONU, relativas a la seguridad internacional, otras organizaciones especializadas en el trabajo (OIT), la salud (OMS), la alimentación (FAO), la educación, la ciencia y la cultura (UNESCO)… También programas y fondos relativos al desarrollo (PNUD), la infancia (UNICEF), etcétera.
Pero los Estados más fuertes y prósperos pronto comenzaron a recelar de este sistema de cooperación y coordinación internacional, y sustituyeron por préstamos las ayudas al desarrollo, marginaron progresivamente a las diversas instituciones del Sistema de Naciones Unidas y, lo que es mucho más grave, sustituyeron los valores que debían guiar la gobernación internacional (los “principios democráticos” tan bien establecidos en la Constitución de la UNESCO y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) por las leyes del mercado.
Y los más ricos se asociaron en grupos (G-7, G-8) sustituyendo la democracia que representa el multilateralismo por una plutocracia, convirtiendo al Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (”¡para la reconstrucción y el desarrollo!”) en instrumentos de sus políticas económicas y situando a la Organización Internacional del Comercio (OIC), en los años noventa, directamente fuera del ámbito del Sistema de las Naciones Unidas.
Al término de la guerra fría todo el mundo esperaba una reforma profunda de las Naciones Unidas para la democratización de las relaciones internacionales, y esperaba asimismo que los “dividendos de la paz” redujeran las asimetrías sociales y favorecieran, por fin, el desarrollo endógeno de los países más necesitados. No fue así y, desde el principio de la década de los noventa, el predominio de los países más ricos ha impuesto la “globalización” con la creación y aumento de grandes consorcios empresariales multinacionales, limitándose el poder -y hasta las responsabilidades- de los Estados, con considerables desgarros en el tejido social, fomentándose la aparición de caldos de cultivo de frustración, radicalización y animadversión, que han conducido frecuentemente al empleo de la violencia y a grandes flujos de emigrantes desesperanzados. Como era previsible, han arrastrado al mundo a una situación de crisis profunda en la que aparece como único asidero el multilateralismo para enderezar las tendencias actuales.
En consecuencia, es urgente una reunión extraordinaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas para establecer los principales criterios que podrían conducir a su renovación en profundidad, dotándola de la autoridad moral y política que son imprescindibles para hacer frente a los grandes desafíos de nuestro tiempo y de la capacidad de disponer de los recursos personales, financieros, técnicos y, cuando fuera preciso, militares, para el ejercicio de sus funciones a escala mundial. Funcionando de manera bien coordinada, el conjunto del Sistema de las Naciones Unidas, permitiría la prevención de conflictos; la resolución pacífica de los mismos, cuando se presentaran; el establecimiento, mantenimiento y consolidación de la paz; el desarme; hacer frente conjuntamente al terrorismo internacional y a la delincuencia transnacional… al tiempo que se emplearía en resolver, como consecuencia del diálogo y acuerdo a escala mundial, las grandes cuestiones de las que depende, en su conjunto, la calidad de vida de todos los habitantes de la tierra.
“Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas hemos resuelto evitar a las generaciones venideras el horror de la guerra”. Así se inicia la Carta de las Naciones Unidas. Esta formulación, bien interpretada, no precisa cambio alguno. La representación no debería seguir siendo tan sólo de Estados -en contra de lo que establece la Carta- sino que sería imprescindible que junto a los mismos existieran representaciones de la sociedad civil (organizaciones no gubernamentales, intergubernamentales, instituciones regionales, asociaciones de ciudades, empresariales, etcétera).
En esa ONU refundada, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial cumplirían, junto con la Organización Mundial del Comercio -que ya sería institución propia del sistema- sus funciones originales, para procurar el desarrollo global que podría, en pocos años, mejorar sustancialmente el panorama a escala planetaria. El Consejo de Seguridad constaría, como emanación directa de la Asamblea General, con representantes permanentes y proporcionalidad de influencia en la adopción de decisiones, pero sin derecho al veto, para abordar los distintos temas principales: seguridad humana, con la misión fundamental de “evitar la guerra”; seguridad económica y social, propuesta hace tiempo por Jacques Delors, con la revitalización del ECOSOC, que durante años ha tratado casi exclusivamente temas económicos dando escasísimo espacio a lo social, y seguridad medioambiental.
Sólo de este modo será posible eliminar (llevando a los transgresores ante los tribunales) los tráficos de toda índole (de armas, de drogas, de capitales, de personas), procediendo al cierre inmediato de los paraísos fiscales, acción que sólo puede llevarse a cabo con el respaldo de unas Naciones Unidas dotadas de la autoridad y los medios apropiados.
“No había medios” para el fondo contra el sida ni para la erradicación del hambre y la pobreza, y, de pronto, hay centenares de miles de millones para “rescatar” a los mismos (personas e instituciones) que condujeron al mundo a la dificilísima situación que atravesamos. Ahora corresponde “rescatar” a la gente, empezando por la erradicación de la pobreza mediante un gran Plan de Desarrollo Global.
La acción coordinada de las Naciones Unidas permitiría también la disponibilidad de los recursos personales, técnicos y humanitarios adecuados para asistir en las catástrofes naturales o producidas por el hombre (a este respecto se ha propuesto la existencia de los cascos rojos para desplazarse rápidamente a los lugares donde su presencia sea más necesaria).
El denominado “derecho a la injerencia”, incluido cuando se habla de crisis “humanitaria”, no expresa acertadamente lo que debe considerarse un deber de la Comunidad Internacional: evitar el genocidio, el sufrimiento inacabable, la humillación, la tortura… En 1996 un grupo de trabajo de la UNESCO, que incluía a Bernard Kouchner y Karel Vasak, propuso que los cascos azules se “interpusieran” en dos situaciones: masiva y fehaciente violación de los derechos humanos (casos de Cambodia y Ruanda) e inexistencia de representación del Estado (como en Somalia, fragmentado el poder entre señores de la guerra). Las Naciones Unidas no pueden permitir en lo sucesivo escándalos de esta naturaleza, que afectan gravemente a la conciencia colectiva.
Es preciso refundar unas Naciones Unidas que permitan, como establecieron en 1945, tener en cuenta a las generaciones venideras. Tener presentes, muy presentes -frente a quienes tratan de subestimarlos e incluso denigrarlos- los movimientos juveniles de 1968 y los del año 2008 en Grecia. No son conflictos universitarios sino sociales.
“Nosotros, los pueblos”, en lugar de “preparar la guerra”, vamos a construir la paz cotidianamente con nuestro comportamiento, con la plena implicación de la sociedad civil que reclama, con urgencia, garantías de pautas democráticas y eficientes a escala global.
Al nombrar a la señora Susan Rice como embajadora ante las Naciones Unidas, directamente bajo su autoridad, el presidente Obama ha querido claramente indicar su determinación de favorecer el multilateralismo como una parte relevante del “nuevo amanecer”, según sus propias palabras, del pueblo norteamericano y del mundo entero. ¡Juntos, podemos!
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson, al finalizar la I Guerra Mundial, decidió, en el mes de diciembre de 1918, que el horror de la guerra que acababa de terminar no debería volver a producirse, y estableció, en el Convenio para la paz permanente, la Sociedad de Naciones. Su objetivo: “un nuevo orden basado en el dominio de la ley fundada en el consentimiento de los gobernados y apoyada por la opinión organizada de la humanidad”.
Por desgracia, prevaleció, debido a la presión de los productores de armamento, el secular adagio que establece que “si quieres la paz, prepara la guerra”. Y llegó la II Guerra Mundial, al término de la cual el presidente Franklin D. Roosevelt diseñó un sistema multilateral, las Naciones Unidas, fundadas en San Francisco en 1945. El Sistema de las Naciones Unidas comprende, para secundar las actividades propias de la ONU, relativas a la seguridad internacional, otras organizaciones especializadas en el trabajo (OIT), la salud (OMS), la alimentación (FAO), la educación, la ciencia y la cultura (UNESCO)… También programas y fondos relativos al desarrollo (PNUD), la infancia (UNICEF), etcétera.
Pero los Estados más fuertes y prósperos pronto comenzaron a recelar de este sistema de cooperación y coordinación internacional, y sustituyeron por préstamos las ayudas al desarrollo, marginaron progresivamente a las diversas instituciones del Sistema de Naciones Unidas y, lo que es mucho más grave, sustituyeron los valores que debían guiar la gobernación internacional (los “principios democráticos” tan bien establecidos en la Constitución de la UNESCO y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) por las leyes del mercado.
Y los más ricos se asociaron en grupos (G-7, G-8) sustituyendo la democracia que representa el multilateralismo por una plutocracia, convirtiendo al Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (”¡para la reconstrucción y el desarrollo!”) en instrumentos de sus políticas económicas y situando a la Organización Internacional del Comercio (OIC), en los años noventa, directamente fuera del ámbito del Sistema de las Naciones Unidas.
Al término de la guerra fría todo el mundo esperaba una reforma profunda de las Naciones Unidas para la democratización de las relaciones internacionales, y esperaba asimismo que los “dividendos de la paz” redujeran las asimetrías sociales y favorecieran, por fin, el desarrollo endógeno de los países más necesitados. No fue así y, desde el principio de la década de los noventa, el predominio de los países más ricos ha impuesto la “globalización” con la creación y aumento de grandes consorcios empresariales multinacionales, limitándose el poder -y hasta las responsabilidades- de los Estados, con considerables desgarros en el tejido social, fomentándose la aparición de caldos de cultivo de frustración, radicalización y animadversión, que han conducido frecuentemente al empleo de la violencia y a grandes flujos de emigrantes desesperanzados. Como era previsible, han arrastrado al mundo a una situación de crisis profunda en la que aparece como único asidero el multilateralismo para enderezar las tendencias actuales.
En consecuencia, es urgente una reunión extraordinaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas para establecer los principales criterios que podrían conducir a su renovación en profundidad, dotándola de la autoridad moral y política que son imprescindibles para hacer frente a los grandes desafíos de nuestro tiempo y de la capacidad de disponer de los recursos personales, financieros, técnicos y, cuando fuera preciso, militares, para el ejercicio de sus funciones a escala mundial. Funcionando de manera bien coordinada, el conjunto del Sistema de las Naciones Unidas, permitiría la prevención de conflictos; la resolución pacífica de los mismos, cuando se presentaran; el establecimiento, mantenimiento y consolidación de la paz; el desarme; hacer frente conjuntamente al terrorismo internacional y a la delincuencia transnacional… al tiempo que se emplearía en resolver, como consecuencia del diálogo y acuerdo a escala mundial, las grandes cuestiones de las que depende, en su conjunto, la calidad de vida de todos los habitantes de la tierra.
“Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas hemos resuelto evitar a las generaciones venideras el horror de la guerra”. Así se inicia la Carta de las Naciones Unidas. Esta formulación, bien interpretada, no precisa cambio alguno. La representación no debería seguir siendo tan sólo de Estados -en contra de lo que establece la Carta- sino que sería imprescindible que junto a los mismos existieran representaciones de la sociedad civil (organizaciones no gubernamentales, intergubernamentales, instituciones regionales, asociaciones de ciudades, empresariales, etcétera).
En esa ONU refundada, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial cumplirían, junto con la Organización Mundial del Comercio -que ya sería institución propia del sistema- sus funciones originales, para procurar el desarrollo global que podría, en pocos años, mejorar sustancialmente el panorama a escala planetaria. El Consejo de Seguridad constaría, como emanación directa de la Asamblea General, con representantes permanentes y proporcionalidad de influencia en la adopción de decisiones, pero sin derecho al veto, para abordar los distintos temas principales: seguridad humana, con la misión fundamental de “evitar la guerra”; seguridad económica y social, propuesta hace tiempo por Jacques Delors, con la revitalización del ECOSOC, que durante años ha tratado casi exclusivamente temas económicos dando escasísimo espacio a lo social, y seguridad medioambiental.
Sólo de este modo será posible eliminar (llevando a los transgresores ante los tribunales) los tráficos de toda índole (de armas, de drogas, de capitales, de personas), procediendo al cierre inmediato de los paraísos fiscales, acción que sólo puede llevarse a cabo con el respaldo de unas Naciones Unidas dotadas de la autoridad y los medios apropiados.
“No había medios” para el fondo contra el sida ni para la erradicación del hambre y la pobreza, y, de pronto, hay centenares de miles de millones para “rescatar” a los mismos (personas e instituciones) que condujeron al mundo a la dificilísima situación que atravesamos. Ahora corresponde “rescatar” a la gente, empezando por la erradicación de la pobreza mediante un gran Plan de Desarrollo Global.
La acción coordinada de las Naciones Unidas permitiría también la disponibilidad de los recursos personales, técnicos y humanitarios adecuados para asistir en las catástrofes naturales o producidas por el hombre (a este respecto se ha propuesto la existencia de los cascos rojos para desplazarse rápidamente a los lugares donde su presencia sea más necesaria).
El denominado “derecho a la injerencia”, incluido cuando se habla de crisis “humanitaria”, no expresa acertadamente lo que debe considerarse un deber de la Comunidad Internacional: evitar el genocidio, el sufrimiento inacabable, la humillación, la tortura… En 1996 un grupo de trabajo de la UNESCO, que incluía a Bernard Kouchner y Karel Vasak, propuso que los cascos azules se “interpusieran” en dos situaciones: masiva y fehaciente violación de los derechos humanos (casos de Cambodia y Ruanda) e inexistencia de representación del Estado (como en Somalia, fragmentado el poder entre señores de la guerra). Las Naciones Unidas no pueden permitir en lo sucesivo escándalos de esta naturaleza, que afectan gravemente a la conciencia colectiva.
Es preciso refundar unas Naciones Unidas que permitan, como establecieron en 1945, tener en cuenta a las generaciones venideras. Tener presentes, muy presentes -frente a quienes tratan de subestimarlos e incluso denigrarlos- los movimientos juveniles de 1968 y los del año 2008 en Grecia. No son conflictos universitarios sino sociales.
“Nosotros, los pueblos”, en lugar de “preparar la guerra”, vamos a construir la paz cotidianamente con nuestro comportamiento, con la plena implicación de la sociedad civil que reclama, con urgencia, garantías de pautas democráticas y eficientes a escala global.
Al nombrar a la señora Susan Rice como embajadora ante las Naciones Unidas, directamente bajo su autoridad, el presidente Obama ha querido claramente indicar su determinación de favorecer el multilateralismo como una parte relevante del “nuevo amanecer”, según sus propias palabras, del pueblo norteamericano y del mundo entero. ¡Juntos, podemos!
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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