Por Andrés Ollero Tassara, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 30/03/11):
¿Tiene el derecho algo que ver con la justicia? Si preguntamos a cualquiera de nuestros vecinos no mostrará la menor duda al respecto. Cuando alguno de ellos exclama «no hay derecho» nos está denunciando la existencia de una injusticia; le tranquiliza no obstante el convencimiento de que, si se le identifica, el responsable será puesto a disposición de la justicia; y así sucesivamente.
Todo lo que tiene que ver con el derecho tiende, sin embargo, a verse situado en un escenario bastante más complejo. Esos mismos vecinos tenderán a vincular la justicia con la moral; en consecuencia admitirán con facilidad que, mientras que por derecho debemos entender algo objetivo, en cuestiones de moral es bueno que cada uno pueda siempre suscribir sus cadaunadas. De ahí que, con pretensiones de racionalidad, se proponga desvincular al derecho de la justicia, entendida como una verdad que habría de verse impuesta en la convivencia social, y conformarnos razonablemente con saber a qué atenernos sin meternos en más dibujos. El derecho debería renunciar a sueños justicieros conformándose con ofrecer a todos algo más modesto: seguridad.
Los ciudadanos, presuntamente tan convencidos como Antígona de la existencia de exigencias jurídicas capaces de condicionar a los que mandan, se ven en este nuevo escenario convertidos en unos positivistas de tomo y lomo. Derecho sería lo que dicta la ley; lo que llamamos justicia consistiría en aplicarla con pulcritud técnica sin meter baza en el asunto. El problema del positivismo jurídico no radica sin embargo en que pueda provocar efectos perversos, llegando incluso a merecer tener a Hitler como santo patrón. Su talón de Aquiles es la inconsecuencia; nos prometía describir el derecho como es, dejando para unos cuantos iluminados el debate sobre si debería ser de otro modo; pero, a la hora de la verdad, lo que nos propone como derecho no tiene nada que ver con cómo éste funciona en la realidad. Apliquemos la técnica del caso…
No parece razonable que se tarde tres años en resolver con pulcritud técnica si el flamante Estatuto catalán era o no constitucional; algo falla pues. No pocos medios de comunicación han acudido, probablemente sin saberlo, a defender al positivismo jurídico. Lo que habría fallado es que el Tribunal Constitucional está politizado y ello ha impedido resolver la cuestión, porque sus miembros aplican tal norma a capricho siguiendo instrucciones de los partidos que los propusieron. En realidad ha ocurrido todo lo contrario. Dado cómo se designan sus miembros, el Tribunal por razones políticas tendría que haberse dividido en dos. La solución habría sido fácil porque, en caso de empate a cinco, el voto de calidad de la presidenta habría zanjado la cuestión. El problema ha sido el contrario: el Tribunal no se ha mostrado en realidad suficientemente politizado. Aparte del escaso entusiasmo de su presidenta por pasar a la historia, se mostraba dividido no en dos sino en tres y no había manera de combinar una mayoría. Un magistrado, canonizado en los medios como progresista, intentó con la colaboración de otros dos, tachados de conservadores, aglutinarla en tierra de nadie; nadie, en efecto, les llegó a apoyar.
Aunque hay gente para todo, la realidad es que lo que resulta imposible es esa presunta pulcritud técnica en que se basaba la prometida seguridad jurídica. La soñada objetividad del derecho positivo radicaba en verse expresado en un texto accesible para cualquiera que sepa leer. No todos los que saben leer reparan sin embargo en que para que un texto objetivo cobre sentido es inevitable interpretarlo subjetivamente; de modo consciente o no. La aplicación positivista no es que sea indeseable por sus posibles desafueros; es simplemente imposible. Los ciudadanos convencidos de que el derecho les proporciona una confortable seguridad han tenido la suerte de no haber podido comprobarlo, por no haberse visto nunca ante un tribunal.
Un positivista irreductible quitaría importancia al asunto. Se habría producido un mero aplazamiento; sabremos a fin de cuentas a qué atenernos una vez que el juez haya aplicado de un modo u otro la norma. Podemos sentirnos seguros, porque afortunadamente nuestros jueces son honestos y merecedores de confianza.
Regresemos a la realidad… La Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, digna de la confianza de todos los ciudadanos de los Estados miembros del Consejo de Europa (Rusia, Turquía y demás incluidos) ha fallado tres recursos sobre abortos practicados en clínicas del Reino Unido a embarazadas residentes en Irlanda. Cumplida su función por los jueces irlandeses y por los de Estrasburgo, parecería llegada la hora de la seguridad: sepamos pues a qué atenernos.
Sin salir de la prensa española, el periódico A nos informa de que «La justicia europea respalda la prohibición irlandesa del aborto»; asunto resuelto pues. La cuestión no parece tan fácil, porque el periódico B, que le supera en tirada, entiende que «Estrasburgo condena a Irlanda por impedir un aborto terapéutico»; caramba… El ciudadano lector de un solo diario rebosará seguridad, pero el que cultiva con más avidez tan añejo vicio quedará más bien perplejo. En el fondo estamos en las mismas. En una facultad similar a las que adoctrinan en el positivismo jurídico se afirmará, con no menos seriedad, que la información es una cosa y la opinión otra. La cuestión no es si tan prometedora distinción es deseable; el problema es si realmente resulta posible. La sentencia, como cualquier ley, se expresa también en un texto; texto que habrá de ser también interpretado para cobrar sentido, que los medios captarán como buenamente puedan, o del modo más acorde con su línea editorial. El ciudadano multilector lo tiene no obstante fácil. Basta con que acuda a la red y digiera personalmente la sentencia, plasmada en noventa y nueve páginas en francés; como en Estrasburgo no ahorran facilidades, podrá también evacuarla leyendo once páginas menos en inglés. Después, con un poco de suerte podrá disfrutar de la seguridad prometida.
Habrá quien una vez más indulte al positivismo jurídico y su tópico mensaje: sólo es derecho el derecho positivo, sólo es derecho positivo la ley, léala usted (o, si los jueces se ponen pesados, lea la sentencia) y podrá sentirse rebosante de seguridad. Vana ilusión; la lectura de la sentencia de Estrasburgo, sea cual sea el idioma elegido, no permite dar la razón ni al periódico A ni al B. Ninguno de ellos ha mentido ni ha informado a capricho. Dado que los titulares han de ser obligadamente breves y no permiten abarcar toda la verdad, no han podido deslindar información y opinión: han informado obviamente sobre aquella perspectiva que en su opinión era noticiable.
Estrasburgo se refugia en el positivismo. Acaba rechazando las quejas de las dos primeras recurrentes, que invocaban razones de justicia: consideraban vulnerado su derecho a la vida privada, entendiéndolo como posibilidad de decidir por propia voluntad abortar. El Tribunal opta por reconocer un amplio margen de apreciación a los Estados para que encuentren el punto de equilibrio entre los derechos de la mujer y los del niño por nacer; descarta de paso el desahogo laicista de turno: no tiene sentido investigar si las concepciones morales en juego se fundan sobre creencias religiosas o no. Acepta por el contrario el recurso de la tercera, por razones de seguridad. No condena a Irlanda por no haberle reconocido derecho a abortar sino porque nunca ha definido, por vía legislativa, jurisprudencial ni por ninguna otra, criterios o procedimientos al respecto, dejando así planear la incertidumbre sobre el modo preciso de aplicar la Constitución. Por cierto, para nuestro periódico B las primeras recurrentes no se vieron atendidas por no alegar causas médicas; olvida hacer notar la que sí alegaron: el derecho a la intimidad entendido como autodeterminación, que es el eje de la reciente ley española.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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