Por George Monbiot, escritor y columnista del diario The Guardian (EL MUNDO, 28/03/11):
El desastre nuclear de Japón tendría una influencia mucho mayor si hubiera alternativas energéticas menos dañinas. Pero por ahora, la energía atómica es más segura que el carbón.
Nadie se sorprenderá de oír que los sucesos del país nipón han cambiado mi punto de vista sobre la energía nuclear. De lo que se sorprenderá será de saber en qué sentido lo han modificado. Como resultado del desastre de Fukushima, yo ya no soy neutral en el tema nuclear. Ahora esa tecnología cuenta con mi apoyo.
Una vieja central de lo más chunga, con unas medidas deficientes de seguridad, se ha visto afectada por un terremoto monstruoso y un tsunami inmenso. Falló el suministro eléctrico, dejando fuera de combate el sistema de refrigeración. Los reactores empezaron a explotar y a fundirse. El accidente puso de manifiesto las consecuencias, sobradamente conocidas, de un diseño defectuoso y chapucero con el solo fin de ahorrar dinero. Sin embargo, hasta donde sabemos, nadie ha recibido todavía una dosis letal de radiación.
Algunos ecologistas han exagerado de manera disparatada los peligros de la contaminación radiactiva. Para hacerse una idea más precisa, véase el gráfico publicado por xkcd.com. En él se demuestra que la dosis total media de radiación del accidente acaecido en 1979 en la central estadounidense de Three Mile Island, cerca de Harrisburg, para alguien que viviera en un radio de 16 kilómetros de la planta, fue 1/625 parte de la cantidad máxima anual que en EEUU se permite que reciban los trabajadores expuestos a radiación. Ésta es, a su vez, la mitad de la dosis mínima anual que se vincula de modo indudable a un mayor riesgo de cáncer, que, a su vez, es la ochentava parte de una exposición indefectiblemente fatal. No estoy proponiendo que nos felicitemos por todo ello. Estoy proponiendo que lo consideremos con perspectiva.
Si otras formas de producción de energía no causaran daños, esos efectos ejercerían una influencia considerable. Ahora bien, la energía es como la medicina: lo más probable es que lo que no tiene efectos secundarios no sirva para nada.
Como la mayoría de los ecologistas, estoy a favor de una importante expansión de las energías renovables. También soy capaz de comprender las denuncias de sus opositores. No se trata sólo de las contrariedades que los parques eólicos terrestres causen a la gente, sino también de las nuevas conexiones de la red (torres de alta tensión y líneas eléctricas). A medida que aumente la proporción de electricidad renovable en la red, más capacidad de almacenamiento por bombeo se necesitará para mantener las luces encendidas. Eso significa embalses en las montañas, que tampoco se aceptan con entusiasmo.
Los impactos y los costes de las renovables aumentan en proporción a la energía que suministran, de la misma manera que crece también la necesidad de almacenamiento y de duplicación de recursos. Bien podría darse el caso (todavía tengo que ver un estudio comparativo) de que, hasta una cierta penetración de la red (¿del 50% o 70%, tal vez?), las renovables tengan un menor impacto que la energía nuclear en cuanto a emisión de carbono mientras que, más allá de ese punto, la energía nuclear tenga un menor impacto que las energías renovables.
Al igual que otros, yo he reclamado que las renovables se utilicen para sustituir la electricidad producida por combustibles fósiles y para aumentar la oferta total, reemplazando el petróleo que se emplea para el transporte y el gas que se destina a combustible para calefacción. ¿Vamos a pedir también que reemplace la capacidad nuclear actual? Cuanto mayor sea el trabajo que esperemos que hagan las energías renovables, mayor será el impacto sobre el paisaje y más difícil la tarea de persuasión de la opinión pública.
Sin embargo, expandir la red para conectar personas e industrias a fuentes de energía ambiental alejadas y abundantes es una solución que, en su gran mayoría, también rechazan los ecologistas, que han protestado contra una entrada de mi blog en la que argumenté que la energía nuclear sigue siendo más segura que el carbón. Lo que quieren, me dicen, es algo muy distinto: deberíamos reducir la demanda de energía y producir la que necesitamos a escala local. Algunos incluso han hecho llamamientos al abandono de la red. Su visión bucólica suena muy bonita, hasta que uno se lee la letra pequeña.
A latitudes septentrionales como las nuestras, la producción de energía ambiental a pequeña escala es, en su mayor parte, completamente inútil. La generación de energía solar en el Reino Unido supone un desperdicio espectacular de unos recursos escasos. Es totalmente ineficaz y se adapta verdaderamente mal a las condiciones de la demanda. En las zonas pobladas, la energía eólica es en gran medida inútil. Esto se debe en parte a que hemos erigido nuestros asentamientos en lugares resguardados y en parte a que las turbulencias causadas por los edificios interfieren el flujo de aire y perjudican su funcionamiento. La microhidroenergía podría funcionar para una casa de campo en Gales, pero no resulta de gran utilidad en una ciudad como Birmingham.
Por otra parte, ¿cómo hacemos funcionar nuestras fábricas textiles, nuestros hornos de ladrillos, nuestros altos hornos y nuestros ferrocarriles eléctricos, por no hablar de procesos industriales avanzados? ¿A base de paneles solares en los tejados? En el momento en que uno se pone a reflexionar sobre las demandas de la economía en su conjunto es cuando se desenamora de la producción de energía a escala local. Una red nacional (o, mejor aún, internacional) es el requisito previo esencial para un abastecimiento de energía en gran medida renovable.
Algunos ecologistas van aún más lejos: ¿por qué desperdiciar recursos renovables transformándolos en electricidad? ¿Por qué no utilizarlos para proporcionar energía directamente? Para responder a esta pregunta, hay que examinar lo que pasó en Gran Bretaña antes de la revolución industrial.
La represa y la canalización de los ríos británicos para hacer funcionar molinos de agua constituían una utilización de energía a pequeña escala, renovable, pintoresca y devastadora. Al compartimentar las corrientes fluviales y colmatar con sedimentos los lechos de los ríos en que algunas especies desovaban, se contribuyó a poner fin a los viajes titánicos de peces migratorios, que en tiempos figuraron entre nuestros más grandes espectáculos naturales y que alimentaban a un parte considerable de Gran Bretaña, y a acabar así con esturiones, lampreas y sábalos, así como con la gran mayoría de truchas y salmones.
La tracción quedó íntimamente ligada al hambre. Cuanta más tierra se reservaba para la alimentación de animales de tiro para la industria y el transporte, menos tierra había disponible para la alimentación de los seres humanos. Lo mismo puede decirse del combustible para calefacción. Tal y como E. A. Wrigley señala en su libro Energy and the English Industrial Revolution (La energía y la Revolución Industrial inglesa), los 11 millones de toneladas de carbón que se extrajeron en Inglaterra en el siglo XIX produjeron tanta energía como la que habrían generado cuatro millones y medio de hectáreas de bosques (un tercio de la superficie terrestre).
Antes de que el carbón estuviera prácticamente al alcance de todo el mundo, la madera se empleaba no sólo para la calefacción de hogares sino también para los procesos industriales; según Wrigley, si la mitad de la superficie terrestre de Gran Bretaña hubiera estado cubierta de bosques, podríamos haber fabricado 1,25 millones de toneladas de hierro al año (sólo una parte del consumo actual) y nada más. Incluso con una población mucho menor que en la actualidad, los productos fabricados en la economía basada en la tierra eran coto exclusivo de una minoría privilegiada. La producción de energía estrictamente ecológica (descentralizada, basada en productos de la tierra) es mucho más perjudicial para la humanidad que la fusión nuclear.
Sin embargo, la fuente de energía a la que volverán la mayor parte de las economías si cierran sus centrales nucleares no serán los bosques, el agua, el viento o el sol sino los combustibles fósiles.
Se mida como se mida (en función del cambio climático, del impacto de la minería, de la contaminación local, de los accidentes de trabajo y de las muertes por causas laborales, e incluso de vertidos radiactivos), el carbón es cien veces peor que la energía nuclear.
Debido a la creciente producción de gas a partir de esquisto, el impacto del gas natural está ganando terreno rápidamente.
Cierto, sigo sin tragar a los mentirosos que dirigen la industria nuclear. Cierto, preferiría ver que se cierra todo el sector si hubiera alternativas inofensivas. Ahora bien, no hay soluciones ideales. Todas las tecnologías energéticas tienen un coste; lo mismo ocurre con la falta de tecnologías energéticas. La energía atómica ha sido sometida a una de las más duras entre las pruebas posibles y el impacto en las personas y en el planeta ha sido pequeño. La crisis de Fukushima me ha convertido a la causa de la energía nuclear.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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