Por Dominique Moisi, autor de The Geopolitics of Emotion (“La geopolítica de la emoción”). Traducido del inglés por Carlos Manzano (Project Syndicate, 21/03/11):
En 2003, Francia, durante la presidencia de Jacques Chirac, tomó la delantera en la oposición a la invasión del Iraq de Sadam Husein preparada por los Estados Unidos. El llamativo discurso del ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Dominique de Villepin, en las Naciones Unidas encarnó el “espíritu de resistencia” contra una aventura que resultó peligrosa. En 2011, durante la presidencia de Nicolas Sarkozy, Francia ha adoptado de nuevo una posición muy notoria sobre una cuestión de guerra y paz, excepto que ahora los franceses, junto con los británicos, están encabezando la lucha para proteger al pueblo de Libia de su excéntrico y brutal dirigente, coronel Muamar el Gadafi.
¿Por qué parece ansiar Francia semejante prominencia? Para los franceses, la posición internacional de Francia sigue siendo un elemento decisivo para la formación de su identidad nacional. La forma como los demás nos ven afecta a la forma como los franceses nos vemos a nosotros mismos y nada es más inquietante para nosotros que ser vistos con indiferencia o, peor aún, pasar inadvertidos.
De repente, con la cuestión de Libia, podemos decirnos que estamos alcanzando a Alemania, cuya pusilanimidad resulta chocante; estamos indicando el rumbo a los Estados Unidos y las banderas francesas (y británicas) ondean en las calles de la Libia “liberada”, junto con la nueva bandera de ese país, y de forma igualmente repentina los franceses, según las primeras encuestas de opinión, vuelven a sentirse orgullosos de serlo.
A la propensión, aparentemente natural, de Francia a intervenir contribuyen en este caso tres factores principales: Sarkozy, Gadafi y el marco de una revolución árabe más amplia.
El factor Sarkozy es fundamental. Al Presidente francés le encantan las crisis, con su consiguiente subida de adrenalina. En eso consiste el poder para él. en adoptar decisiones difíciles en circunstancias desfavorables.
Naturalmente, las consideraciones internas no son ajenas al pensamiento de Sarkozy. En 2007, cuando desempeñó un papel decisivo en la liberación de las enfermeras búlgaras encarceladas por Gadafi, el dirigente de Libia fue recompensado con lo que pareció un premio de legitimidad: una visita oficial a París. Ya no era un paria, sino un socio excéntrico.
En cambio, hoy da toda la impresión de que la intervención puede devolver la legitimidad a Sarkozy ante los ciudadanos franceses, cuyos votos necesitará en las elecciones presidenciales del año próximo. Sarkozy, que es un jugador enérgico y audaz, está corriendo un riesgo grande, pero legítimo, para recuperar la estatura moral (y política).
Además de Sarkozy, está Gadafi, el villano ideal: la caricatura de un déspota, que personifica el tipo de adversario odioso al que todos los demócratas quieren ver derrotado. Su comportamiento ha sido abominable durante decenios… y no sólo con su propio pueblo. Entre los ataques terroristas a blancos occidentales que ordenó, figura no sólo la tragedia del avión de Pan Am en Lockerbie (Escocia), sino también la explosión de un avión francés de UTA en el cielo de África. Y no sólo es Gadafi en verdad perverso, sino que, además, Libia es un país relativamente pequeño y sus fuerzas parecen relativamente débiles (cosa que está por ver en el terreno).
Aparte de esos factores de personalidades, está el marco regional. Impedir a Gadafi reconstruir el muro de miedo que cayó en Túnez y en Egipto es esencial para que no siga a la “primavera árabe” un nuevo invierno de descontento. Lo que ahora se hace en el cielo de Libia, sancionado por el derecho internacional y, a diferencia de lo sucedido en el Iraq en 2003, con el apoyo ambivalente de la Liga Árabe, es fundamental para que los revolucionarios árabes adopten una opinión positiva sobre Occidente.
Occidente no está intentando, como hizo durante las Cruzadas o las conquistas imperialistas del siglo XIX y comienzos del XX, imponer su religión ni sus valores a los árabes, sino que está defendiendo valores comunes, como, por ejemplo, la libertad, el respeto de la vida humana y el Estado de derecho. Tenemos el deber de proteger las vidas y los valores árabes, como han pedido los propios árabes.
Francia tiene una historia y una geografía comunes con los países de la ribera meridional del Mediterráneo. El deber de intervenir –y el costo de la indiferencia– probablemente sean mayores en este país que en ningún otro occidental.
De hecho, Francia tiene una gran población inmigrante oriunda del Magreb y para la que la “primavera árabe” reviste importancia decisiva y constituye un motivo de fascinación y orgullo y hoy, al encabezar Francia una intervención internacional para proteger al pueblo libio contra su dirigente, puede sentirse simultáneamente orgullosa de ser francesa y de sus raíces árabes. Esas identidades positivas constituyen la mejor protección contra las sirenas del islam fundamentalista.
Naturalmente, lo ideal sería que la intervención “saliera bien” y que no provocara confusión ni caos en Libia ni en la región más amplia. Francia, junto con Gran Bretaña y con el apoyo más distante de los Estados Unidos, está arriesgando mucho, indiscutiblemente, porque resulta más fácil comenzar una guerra que acabarla, pero se trata de un riesgo que vale la pena. El costo de la no intervención, de permitir a Gadafi que aplaste a su propio pueblo y, con ello, indicar a los déspotas del mundo que una campaña de terror interior es aceptable resulta mucho más amenazador.
Sarkozy ha elegido la opción correcta. De hecho, ha optado por la única vía por la que avanzar.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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