Por Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur. Traducción de José Luis Sánchez-Silva (EL PAÍS, 26/03/11):
Recién llegado a Túnez, escucho lo que se dice aquí sobre los libios. Los tunecinos conocen bien a Gadafi. Si nos remontamos en el tiempo, recordaremos que, de no ser por Burguiba, habrían sido absorbidos por Libia. Hoy, viven bajo la amenaza del dictador de Trípoli, lo que hace que estén muy atentos a cosas que yo había pasado por alto. Los tunecinos con los que me he entrevistado sabían desde hace una semana que Gadafi estaba reteniendo a sus tropas y reuniendo a sus tribus sin sufrir verdaderos reveses. Gadafi estaba seguro de que Europa no intervendría y de contar con apoyos en el mundo árabe y, sobre todo, africano. Tenía la certeza de poder precipitar su victoria o frenar su avance para considerar una partición (no le interesa realmente la Cirenaica).
Los tunecinos tienen miedo. Por eso celebraron el gesto de Nicolas Sarkozy, que borraba las torpezas de una diplomacia demasiado timorata. Pero ¿por qué Sarkozy no esperó a los demás europeos? En todo caso, los tunecinos empezaron a respirar mejor cuando escucharon una confidencia de Alain Juppé: a su regreso de El Cairo, dio a entender que la Liga Árabe era menos hostil de lo que se decía a la creación de una zona de exclusión aérea. Cosa curiosa, y para ellos chocante, solo Argelia parecía verla con malos ojos.
Por el momento, al menos desde la óptica tunecina, Libia sigue estando en posición de destruir la nueva imagen que nos habíamos forjado del mundo árabe e incluso del hombre árabe.
Evidentemente, comparto esas inquietudes que, sin embargo, no me hacen olvidar que también he regresado aquí para reencontrarme con mi juventud, para expresar mi gratitud, para reaprender la esperanza. Cuando conocí este país, en los años cincuenta, la lucha por la independencia la encarnaba un hombre excepcional: Habib Burguiba. Hoy, vuelvo a una nación independiente, pero enriquecida además por la libertad que le ha procurado la audacia de su juventud. Esta nación tiene mil rostros y no tiene ninguno. Es un vacío relleno por todas las virtualidades. Por tanto, es imposible prever nada ni cabe excluir ninguna hipótesis. Me siento lo suficientemente cerca de este pueblo como para maravillarme con él de lo que ha hecho y pensaba no poder hacer. A decir verdad, los tunecinos aún no se creen su propia audacia, o más bien la de su juventud; como si fuera absolutamente necesaria cierta frescura y una gran inocencia para declarar insoportable algo que lo era desde hacía mucho tiempo y para creer que podían terminar con las humillaciones infligidas por un régimen odiado. Qué duda cabe que se dieron circunstancias excepcionales. Supongamos que el joven Bouazizi, en vez de inmolarse en Sidi Bouzid, hubiese cometido un atentado suicida. Es fácil imaginar lo que hubieran dicho. Solo habría sido un ejemplo más de ese fanatismo heredado de una barbarie que viene de lejos, que no respeta las vidas de los civiles. Las mujeres tunecinas, con solo pensar que un atentado semejante pudiera tener imitadores, nunca se habrían movilizado para despertar a la nación, como lo han hecho. El gesto de Bouazizi “desfanatizó” el martirio, lo volvió ejemplar, pero no en el sentido de que hubiese que imitarlo, sino en el de que era absolutamente necesario mostrarse digno de él. En el sentido de que culpabilizaba a aquellos que se habían amoldado al déspota y seguían deplorando cada día el deshonor que conllevaba su sometimiento.
Ahora nos encontramos ante un “equilibrio inestable”, con todos los riesgos y la angustia que eso comporta. En efecto, la fuerza del déspota radicaba en esa estabilidad alabada por doquier. Era la estabilidad del orden lo que garantizaba la cobarde solidaridad de los aliados, los vecinos y los Gobiernos europeos. Adiós a la estabilidad; adiós al orden. En su lugar, unos poderes difíciles de reemplazar o que se redistribuyen según unos criterios aún inciertos, múltiples periódicos y partidos demasiado numerosos. En sus discursos, todos pretenden interpretar la voluntad popular, y esta preocupación es seguramente un logro irreemplazable. Hay cosas que ya nadie se permite, por miedo a que el pueblo las rechace. Pero también hay cierta dificultad para aprehender el rostro de ese pueblo al que se lo deben todo y permanece más o menos ilocalizable, como durante la revuelta de Mayo del 68. Sin embargo, me parece que, mientras afirmaba su autoridad, un hombre ha encontrado las palabras del consenso. Me refiero a Caid Essebsi, el nuevo primer ministro, al que le veo muchos puntos en común con Burguiba. Como su mandato es provisional, dispone de cierta autoridad y hace de ella un uso calculado. ¿Qué descubren hoy los jóvenes revolucionarios? Que la contestación de la autoridad no es la insurrección, que la insurrección no es la revolución, que la revolución no es la democracia. Es decir, que hay que atravesar diversas etapas antes de alcanzar el objetivo. Y, por el momento, el objetivo es la Asamblea Constituyente. Esta plantea muchos problemas. La historia nos enseña que tales asambleas tienden a transformarse en instituciones legislativas. Y también sabemos que la elección de los constituyentes debe venir acompañada por el mantenimiento de un poder capaz de garantizar un orden sin déspota.
Ahora quiero evocar brevemente a Túnez, tal y como lo concibió su fundador en el momento de la independencia. Como Burguiba había tenido que luchar contra un partido neorreligioso denominado Vieux Destour, desconfiaba de los teólogos. Como su principal rival, Salah Ben Youssef, simpatizaba con el nasserismo, temía al panarabismo. Y como los campesinos se convertían de buena gana en fellaghas, es decir, en disidentes militarizados, desconfiaba a la vez de las debilidades del pueblo y del peligro que representaba el poder del Ejército. Burguiba nunca olvidaría ninguno de estos elementos durante su reinado, que, en el fondo, estuvo marcado por su idea de un pueblo compuesto esencialmente por alumnos para los que él era un maestro permanente e irreemplazable. Este pedagogo se negó a ver crecer a su pueblo, mientras se esforzaba en educarlo y en liberar a sus mujeres. Burguiba practicaba una forma de despotismo ilustrado. ¿Qué lección podemos extraer hoy? Tal vez esperar que, tras la caída del tirano, surja otro pedagogo de la democracia, libre, en este caso, de ciertas tentaciones.
Terminaré con unas observaciones sobre algunos hechos muy simples que me han llamado la atención en Túnez.
Me ha parecido que tanto las mujeres de la burguesía como del pueblo se están implicando de una manera más fervorosa y radical que nunca. La emancipación de la que se han venido beneficiando ha sido un factor de progreso en todos los terrenos. Podría ser que, en adelante, la vida democrática fuese impulsada por las mujeres tanto como por los jóvenes.
Stéphane Hessel y yo tuvimos ocasión de hablar, en una sala abarrotada, sobre las virtudes de la democracia y los méritos que conlleva ser un fanático de esta. Las cuatro quintas partes de los asistentes eran jóvenes. Cuando releo las frases que acabo de escribir, me pregunto de dónde nos viene a todos este candor admirativo, cuando hace tan poco estábamos instalados en el desencanto y la indignación. Hay una necesidad de creer, contra todo lo razonable, y tal vez sea la no violencia de estos revolucionarios la que nos la impone. Los intelectuales europeos, desde Hegel y Marx, han pensado que la revolución y la violencia eran consustanciales, que la violencia era engendradora de historia; incluso ha habido un reputado filósofo comunista que ha escrito recientemente que cuantos más muertos, más esperanza habría. ¿Qué fue lo que nos alejó de las utopías, sino la barbarie de quienes pretendieron llevarlas a la práctica? Dicho esto, me pregunto si los jóvenes tunecinos que han provocado esta conmoción y tienen todas las razones para estar orgullosos de ello son conscientes de sus responsabilidades. El fracaso de la gran aventura tunecina sería desastroso no solo para Túnez, no solo para el Magreb, ni siquiera para el mundo árabe, sino para el Mediterráneo y, tal vez, sobre todo para nuestra capacidad de creer en el hombre rebelde.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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