Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 26/03/11):
La intervención militar en Libia ha evitado una masacre en Bengasi y otras ciudades. Abre también la posibilidad de un cambio de régimen que ponga fin a una de las más longevas y sanguinarias dictaduras en el mundo. Pero no está claro ni cómo ni cuándo se llegará a ese objetivo o incluso si es realmente alcanzable sin una invasión terrestre formalmente descartada por todas las partes implicadas. Por eso Robert Gates habla de la posible partición de Libia, la Liga Árabese contradice cada dos días y Hillary Clinton sugiere que Gadafi está negociando su salida en el mismo momento en que el dictador reafirma su decisión de luchar hasta el fin.
Mientras tanto no se sabe quién manda en la coalición porque Estados Unidos lo hace pero no quiere, y cuando Obama y Sarkozy acuerdan que sea la OTAN en lo militar y una dirección conjunta con países árabes en lo político, Alemania y Turquía se desmarcan y los países árabes ponen condiciones que equivaldrían a detener los bombardeos. Y sobre el terreno, la zona de exclusión aérea ya es un hecho. Pero se mantiene la ficción de que para proteger civiles hay que bombardear a las fuerzas de Gadafi. Lo cual, en realidad, constituye un apoyo decisivo a las milicias rebeldes para que puedan ganar la guerra civil en curso.
La esperanza de los aliados y, en cierto modo, de buena parte de la comunidad internacional, es que se desmorone el régimen de Gadafi por deserción de sus mandos militares si se ven perdidos. Pero tal eventualidad es incierta. Porque no hay un verdadero ejército nacional en Libia. Las fuerzas operativas son una guardia pretoriana del dictador y su familia con lazos personales y tribales que les llevan a sobrevivir o morir juntos. Y porque la estrategia de Gadafi es durar lo suficiente como para que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, bajo presión de China y Rusia, desautorice la intervención militar si se constata que hay un alto el fuego efectivo y que los objetivos de protección de civiles han sido alcanzados. Para eso, Gadafi tendría que abandonar su pretensión de reconquistar Misratah y Ajdabiya, replegándose sobre su reductos de Sirte y Trípoli. En esa situación, sólo un heroico levantamiento pacífico de los habitantes de Trípoli, que conllevaría una violenta represión, podría reanudar el apoyo aéreo a milicias liberadoras que llegaran del este. Si tal circunstancia no se produce, en una situación de precaria estabilidad el estrangulamiento económico y el aislamiento político de Gadafi serían la única perspectiva de cambio a largo plazo.
La confusión reinante en torno a los objetivos de la intervención y a las perspectivas de resolución del conflicto tiene su raíz en la improvisación que caracterizó la intervención como consecuencia de las tremendas reticencias de Obama para abrir un nuevo frente bélico. Según me dicen contactos bien informados en Washington, Obama no quería intervenir de ninguna manera porque su prioridad es gestionar la crisis presupuestaria con un Congreso hostil y porque sus generales se opusieron hasta el último momento a la intervención porque no tienen más reservas de material y hombres para cubrir guerras y operaciones en curso o eventuales desde el norte de Áfricahasta el mar de Japón.
De hecho, fue Hillary Clinton (a la que según parece le gusta ir de halcón para ganar galones en su futura carrera hacia la presidencia) la que empujó a fondo por la intervención, apoyada por Susan Rice en la ONU y por Sarkozy, que quiere recuperar el honor nacional francés para cubrirse políticamente por el avance de la extrema derecha. Pero aun así, Obama no hubiera cedido si no fuese porque Gadafi no le dejó opción.
Cuando Gadafi decidió atacar con todo las ciudades sublevadas y se dio el gustazo de jurar el exterminio sin piedad de los opositores en Bengasi persiguiéndolos hasta en sus casas, no hubo otra opción sino intervenir para un líder como Obama, que había animado a los jóvenes árabes a levantarse contra la opresión. Y Sarkozy tuvo el reflejo de enviar 20 aviones a bombardear las columnas invasoras, aun antes de cerrar el acuerdo en la reunión de París, para evitar la ocupación de Bengasi en el último instante. Lo cual fue realmente decisivo en cuanto a salvar vidas, pero precipitó la intervención de forma tal que su gestión política se ha ido haciendo sobre la marcha y amenaza con paralizar su acción sin haber podido cerrar un nuevo proyecto para una Libia democrática. Y es que la revolución libia es muy diferente de las de Túnez o Egipto. Porque mezcla a una nueva generación ansiosa de libertad en todo el país con una revuelta de las tribus del este, excluidas del poder y expoliadas de las riquezas de su desierto durante décadas.
De hecho, las tribus del este ya se habían alzado contra la dominación de Gadafi y su coalición de tribus del oeste en el año 2006, por lo que sufrieron una salvaje represión. A estos dos grupos se han unido algunos reformistas del régimen que vieron la posibilidad de liderar una posible futura Libia democrática. El componente islamista es muy minoritario. Por el momento, el Consejo Nacional Libio, que asume la dirección política desde Bengasi, es un órgano abigarrado, sin unidad interna, con conflictos entre Yabril (el más respetado) y Ghoga (el más influyente). El consejo se ofrece para llenar el vacío en caso de desplome de la dictadura. Pero nadie puede prever las circunstancias de tal desplome porque esta guerra se inició sin que nadie lo quisiera. Ni los que se levantaron pacíficamente y se encontraron con la represión. Ni Gadafi, que no se esperaba tal resistencia. Ni los miembros de la alianza, que bastantes problemas tenían ya y se encontraron empujados por una opinión pública alertada por la comunicación global. Y como nadie quería la guerra nadie sabe cómo acabarla y podríamos encontrarnos en otra ciénaga geopolítica que se añada a las que van salpicando el planeta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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