Por Robert Skidelsky, miembro de la Cámara de los Lores británica y profesor emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick. Traducido del inglés por Carlos Manzano (Project Syndicate, 23/03/11):
La Historia no pronuncia veredictos finales. Los cambios más importantes en los acontecimientos y en el poder aportan nuevos temas de debate y nuevas interpretaciones.
Hace cincuenta años, al acelerarse la descolonización, a nadie se le ocurría decir ni palabra a favor del imperialismo. Tanto los ex imperialistas como sus súbditos liberados lo consideraban inequívocamente malo. Se enseñaban a los escolares los horrores del colonialismo: cómo explotaba a los pueblos conquistados. Apenas se citaban beneficios del imperialismo, si es que se citaba alguno.
Después, en el decenio de 1980, apareció una historia revisionista. No fue sólo que la distancia temporal infunda cierto encanto a cualquier concepción. Occidente –principalmente su parte angloamericana– había recobrado parte de su orgullo y vigor gracias al Presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan y a la Primera Ministra de Gran Bretaña Margaret Thatcher y había cada vez mayores pruebas del fracaso, la violencia y la corrupción de los regímenes poscoloniales, en particular en África.
Pero el acontecimiento decisivo para los revisionistas fue el desplome del imperio soviético, que no sólo dejó a los Estados Unidos como mandamás del mundo, sino que, además, pareció, a las personas de mentalidad más filosófica, vindicar la civilización y los valores occidentales frente a todas las demás civilizaciones y sus valores. Al ampliarse las fronteras de la Unión Europea para abarcar muchos antiguos Estados comunistas, Occidente pasó a ser de nuevo, aunque por poco tiempo, la encarnación de la razón universal, obligado –gracias a estar equipado para ello– a propagar sus valores a las zonas del mundo aún sumidas en la ignorancia. El fin de la Historia y el último hombre de Francis Fukuyama atestiguó esa sensación de triunfo y deber histórico.
Semejante coyuntura preparó el terreno para una nueva ola de imperialismo (si bien persistió la renuencia a usar ese nombre). Al hacerlo, era inevitable que afectara a las interpretaciones del antiguo imperialismo, al que entonces se ensalzaba por difundir el progreso económico, el Estado de derecho y la ciencia y la tecnología a países que, de lo contrario, nunca se habrían beneficiado de ellos.
El principal de entre la nueva generación de historiadores revisionistas fue Niall Ferguson, de la Universidad de Harvard, cuya serie de televisión, basada en su nuevo libro Civilization: The West and the Rest (“La civilización. Occidente y los demás”), acababa de empezar a emitirse en Gran Bretaña. En su primer episodio, Ferguson aparece entre los espléndidos monumentos de la dinastía Ming de China, que, en el siglo XV, fue indudablemente la más importante civilización del momento, con sus expediciones navales que alcanzaron las costas de África. Después, todo fue cuesta abajo para China (y “los demás”) y cuesta arriba para Occidente.
Ferguson resume brillantemente las razones para esa inversión en seis elementos imprescindibles: competencia, ciencia, derechos de propiedad, medicina, sociedad de consumo y ética del trabajo. Frente a esos instrumentos –productos exclusivos de la civilización occidental–, el resto no tenía posibilidad alguna. Desde semejante perspectiva, el imperialismo, antiguo y nuevo, ha sido una influencia benéfica, porque ha sido el medio para difundir dichos elementos al resto del mundo, con lo que le ha permitido gozar de los frutos del progreso hasta entonces limitado a unos pocos países occidentales.
Resulta comprensible que esa tesis no haya contado con una aprobación universal. El historiador Alex von Tunzelmann acusó a Ferguson de excluir las vergüenzas del imperialismo: la “guerra negra” en Australia, el genocidio alemán en Namibia, los exterminios belgas en el Congo, la matanza de Amritsar, la hambruna de Bengala, el hambre irlandés al fallar las cosechas de patatas y muchos otros.
Pero ésa es la línea de ataque más débil. Edward Gibbon describió en cierta ocasión la Historia como poco mejor que el registro de los “crímenes, locuras e infortunios de la Humanidad”. Desde luego, el imperialismo añadió su aportación, pero la cuestión es si también aportó, mediante la “astucia de la razón” de Hegel, el medio para librarse de ellos. Incluso Marx justificó el gobierno británico de la India con ese argumento. También Ferguson puede formular una argumentación sólida en pro de semejante afirmación.
El punto flaco más grave de la exposición de Ferguson es su falta de compasión por las civilizaciones desechadas como “las demás”, lo que también indica la más grave limitación de la argumentación revisionista. Está claro que el “triunfo de Occidente” que siguió al desplome del comunismo en Europa no fue el “fin de la Historia”. Como ha de saber Ferguson, el tema principal de debate en los asuntos internacionales actuales se refiere al “ascenso” de China y, más en general, de Asia, además del despertar del islam.
Naturalmente, los chinos pueden preferir hablar de “restauración”, en lugar de “ascenso”, y apuntar a un “pluralismo “armonioso” en el futuro, pero como “ascenso” es como una mayoría concibe la historia reciente de China y en la Historia el ascenso de unos suele ir unido a la decadencia de otros. Dicho de otro modo, puede que estemos volviendo al modelo cíclico que los historiadores consideraron axiomático antes de que el ascenso, aparentemente irreversible, de Occidente les inculcara una concepción lineal del progreso hacia una razón y una libertad mayores.
Es evidente que Europa está en decadencia, política y culturalmente, aunque la mayoría de los europeos, cegados por su alto nivel de vida y las pretensiones de sus impotentes estadistas, lo disfrazan con gusto de progreso. Los ahorros chinos están financiando gran parte de la misión civilizadora americana que Ferguson aplaude. El modelo parece claro: Occidente está perdiendo dinamismo y los demás lo están consiguiendo.
El resto de este siglo mostrará cómo se hará realidad ese cambio. De momento, la mayoría hemos perdido la trama histórica. Es posible, por ejemplo, imaginar un “mundo occidental” (que aplique los elementos imprescindibles de Ferguson) en el que el Occidente real haya dejado de ser el factor dominante: los Estados Unidos transmitirán, sencillamente, la antorcha a China, como Gran Bretaña hizo en tiempos con los Estados Unidos.
Pero a mí me parece extraordinariamente improbable que China, la India y “los demás” se limiten a hacer suyos enteramente los valores occidentales, pues ello equivaldría a renunciar a todos los valores de sus propias civilizaciones. Algunas síntesis y acomodaciones entre Occidente y los demás acompañarán inevitablemente al traspaso de poder y riqueza de aquél a éstos. La única cuestión es si ese proceso será pacífico.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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