Por Xavier Vidal-Folch (EL PAÍS, 25/03/11):
¿Será el próximo presidente del Banco Central Europeo (BCE) un clon de la gente del Bundesbank? El BCE se configuró a imagen del banco emisor alemán: por su misión, la estabilidad de precios; por su relación con los Gobiernos, de total independencia; por su organización, con un amplio consejo representativo y un restringido directorio.
Et pour cause! Había una gran razón para copiarlo: fue muy exitoso. El Bundesbank (1957) o Buba generó la estabilidad monetaria externa y de precios internos que enraizó el milagro alemán de los años cincuenta-sesenta, la (re)construcción de una gran nación y la forja de una rutilante potencia. En un país donde el patriotismo suele resultar sospechoso, el único símbolo nacional digno era su divisa: unidad nacional y moneda se entrelazan. Y se embolsaba el dividendo del prestigio quien la administraba, pues lo hizo bien, el Bundesbank. No como su predecesor, que multiplicó en 1923 la inflación por 2.000 millones, abonando el campo al hitlerismo: fundió el empleo y los ahorros alemanes.
Pero esa historia de luces exhibe sombras. Políticas. El Buba, que ya afrentó a Adenauer, poco contribuyó a la desnazificación. Dos de sus gobernadores han sido miembros del partido nazi: Otto Emminger (1977-1979) y el mutante Karl Blessing (1958-1969), quien en 1938 organizó la absorción del banco central austriaco por el Reichsbank. En 1958, entre los 34 altos directivos del Buba había 13 exmiembros del partido nazi; en 1968 habían aumentado a 18. (David Marsh, en sus luminosos El Bundesbank, el banco que gobierna Europa; Celeste, 1994; y The euro, the politicis of the new global currency; Yale, 2009).
La entidad defendió con uñas y dientes su independencia. Hasta el exceso. Era “un tipo de Estado dentro del Estado”, se enorgullecería uno de sus más carismáticos gobernadores, Karl Otto Pöhl. Y eso que aquella era hija del azar, pues su antecedente inmediato, el Bank Deutscher Länder (1948), nació cuando la dividida Alemania aún carecía de Gobierno federal. El Buba desafió a todos los cancilleres. Y tumbó o apuntilló a tres, al subir los tipos de interés y generar deflaciones: Ludwig Erhard en 1966, Karl Georg Kiesinger en 1969 y Helmut Schmidt en 1982.
Por demasiada ortodoxia, independencia o nacionalismo carca, el banco, como san Pedro a Cristo, traicionó tres veces a la integración europea. Militó, mediante recelo y/o saboteo, contra los tres grandes avances monetarios del siglo XX: el SME, la unificación alemana y la creación del euro.
El final del dólar como ancla monetaria mundial en 1971-1973 originó un sistema de cambios semifijos en Europa: la serpiente monetaria, en la que las divisas variaban dentro de sendas bandas del 2,25% sobre la central. Pero el franco no resistió esa flexibilidad. En 1976 había muerto.
El presidente Valéry Giscard y el canciller Helmut Schmidt -los refundadores de Europa- inventaron una alternativa, el Sistema Monetario Europeo (SME), porque la experiencia de la serpiente “era concluyente: no conseguiríamos hacer funcionar un sistema monetario europeo mientras las monedas más débiles debían soportar solas el peso del mantenimiento de la desviación, mientras que las monedas más fuertes continuarían cacareando en cabeza, sin preocuparse si el resto del cortejo les seguía” (Giscard, El poder y la vida; El País Aguilar, 1988). El SME era una nueva serpiente con bandas más anchas, una moneda de cuenta (el ECU, European Currency Unit) y un Fondo Monetario Europeo a la FMI. Y los dos bancos centrales de las monedas extremas intervendrían juntos.
Pero “el gobernador del Bundesbank, Otto Emminger, no está de acuerdo con el proyecto. No quiere encontrarse ante la obligación de actuar para sostener monedas débiles vendiendo marcos alemanes, ya que se correría el riesgo de alimentar la inflación en Alemania”, protestó Giscard:
Schmidt: Usted y yo somos los únicos comprometidos.
Giscard: Lo esencial es convencer a la comunidad financiera alemana; usted está mejor situado que yo para hacerlo.
El canciller doblegó al Buba con un discurso legendario en su sede el 30 noviembre de 1978. Una arenga sobre la necesidad de ligar Alemania con Europa, de no desencadenar con imposiciones “miedos viscerales” de los vecinos (…) porque “somos vulnerables, primero por Berlín (…) y por Auschwitz. Cuanto más éxito tengamos (…), más tiempo tardará en desvanecerse Auschwitz de las conciencias colectivas”. E insinuó que el Parlamento podría retirar la independencia al banco. Ganó Schmidt, se creó el SME. Aunque, concesión al Buba, el FME decayó. Y el marco sustituyó al dólar como moneda de referencia en Europa.
La segunda traición de Fráncfort a Europa vino con la unificación alemana. Y es que esta y la unión monetaria europea eran dos caras de la misma moneda. Lo ilustra el exministro de Exteriores francés Hubert Védrine (Les Mondes de François Mitterrand; Fayard, 1996) con este diálogo del 26 de junio de 1989, en Madrid, cuando Francia y otros querían arrancar a Bonn una fecha concreta para el euro:
Helmut Kohl: Abandonar el marco es un gran sacrificio para los alemanes. ¡La opinión pública no está preparada!
Mitterrand: Usted está preparando la reunificación alemana. Usted debe continuar demostrando que cree en Europa.
Cayó el Muro el 9 de noviembre de 1989. Pero Karl Otto Pöhl creía que la Alemania oriental no renunciaría a su soberanía monetaria: es una “fantasía”, declaraba en enero. Es “prematuro” incluso considerar “un paso de tan largo alcance”, añadía ¡el 6 de febrero de 1990, el día en que Kohl proponía iniciar negociaciones para unificar las monedas alemanas! El 7 de mayo dimitía de gobernador: “Me he hartado de hablar durante 18 meses. Todo lo que he dicho ha sido ignorado…”, lamentó.
Si hubiera sido por el Buba, la unificación no habría llegado, concluyó Kohl. Quien se equivocó fue el banco, ciego ante la evidencia de que la Alemania oriental se desmoronaba y que su inmediata absorción era imparable. Y tras el boicot, sus buenos consejos sobre una paridad más sensata (no la de un marco occidental por otro oriental) fueron ninguneados, al precio de una crisis de caballo en la RDA… y de altos tipos de interés para toda Europa.
Pöhl se vengó ante la Eurocámara en 1991 calificando de “desastre” la operación… y advirtiendo de que la unión monetaria europea en gestación -el tercer envite- iba demasiado deprisa. Era similar denuesto al de su antecesor Blessing contra el primer proyecto de unión monetaria (de 1962) formulado por el comisario Robert Marjolin como una “obligación inevitable”: las nuevas reglas no eran “ni deseables ni prácticamente realizables”. En 1970, el proyecto Werner también capotó por culpa del nacionalismo gaullista y de la defensa de la independencia del Bundesbank.
A la tercera sería la vencida. En la cumbre de Hannover, 1988, se formaría el Comité Delors para diseñar la moneda única. Los banqueros centrales hacían muecas. “Una vez más se confirmaba (…) que ninguna burocracia acepta su propia pérdida de poder. Especialmente el Banco Federal alemán opuso una dura resistencia”, rememora Schmidt (en Fuera de servicio, balance de una vida; Icaria, 2009). Pöhl enredaba, quería interrumpir al canciller: “Multiplicaba las objeciones de todo tipo”, relata Jacques Delors (Mémoires; Plon, 2004).
Fracasó. Pero persistió. En septiembre de 1990, Fráncfort rajó contra la fijación de tipos de cambio irrevocables “demasiado temprana”, que acarrearía “riesgos considerables para la estabilidad monetaria”. En enero de 1991, el vicepresidente, Hans Tietmeyer, alarmaba: la Alemania unida “tiene mucho que perder en la futura reordenación de las divisas, nada menos que una de las instituciones monetarias mejores y con más éxito del mundo”.
No lograron convencer a Kohl. Y este se avino en diciembre, en Maastricht, a fijar la fecha para la unión monetaria: 1 de enero de 1999, lo que “más marcó la cumbre”, concluía Delors. Qué torpe estrategia. Primero “dijimos que no saldría nada de la unión monetaria”, confesó a Marsh, contrito, Otmar Issing, el ideólogo del Buba y luego economista jefe del BCE. Luego se batieron en retirada, pero obstaculizando el proceso al formular condiciones que parecían inasumibles para otros países. Jamás creyeron que Francia e Italia aceptarían un BCE independiente. Erraron también. Pero siguieron rezongando. Ya tarde, en 1997, Tietmeyer anhelaba: “El cielo no se caería si la unión monetaria fuese pospuesta”. Quizá le ocurría lo que a Pöhl: “Nunca pensé que la unión monetaria con un BCE llegaría en un futuro previsible; pensaba que quizá sí en cien años”.
Por suerte, para todos, la cuadrilla del Buba fue derrotada por los dos Helmut. Grandiosos. En el primer decenio del euro, Alemania triplicó su superávit comercial.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario