Por Manuel-Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC (EL PERIÓDICO, 30/03/11):
La tragedia que está viviendo Japón tiene dos dimensiones. Es, por un lado, una catástrofe de la naturaleza y, por otro, una amenaza del propio ser humano. El país ha sido barrido por un tsunami que se ha impuesto con la fuerza de un destino y vive pendiente de si los reactores de Fukushima serán capaces de contener las furias que se esconden tras la energía nuclear.
Es verdad que el peligro que emana de la central nuclear hubiera sido impensable sin el concurso del terremoto, pero nadie podrá dudar de que ese peligro estaba dado como posible en la construcción de la central nuclear. Su último responsable no es la naturaleza, sino el hombre.
La tragedia japonesa ocurre cuando una parte de Occidente había empezado a considerar la energía nuclear como la solución al encarecimiento del petróleo provocado por la inestabilidad política en los países árabes productores. Los reactores nucleares de Fukushima, en los que se lucha desesperadamente para evitar una catástrofe de proporciones descomunales, aparecen de repente como el destino de una civilización que necesita para sostenerse un caudal de energía prácticamente inagotable.
Si uno observa la reacción de políticos y expertos nucleares, lo que realmente les preocupa es la seguridad. Se preguntan si la energía nuclear es una buena alternativa a la dependencia de las energías fósiles. Por buena alternativa hay que entender que comporta menos riesgos y que puede proporcionar la que haga falta. Ahora bien, si el petróleo tiene los días contados y a la energía nuclear la acompaña como una sombra el riesgo de Fukushima, ¿no habría que preguntarse por el modelo de progreso en el que nos hemos embarcado? El problema no es solo si es viable, sino si vale la pena.
Siempre hemos sabido que toda ganancia comporta una pérdida: cuando se inventa el ascensor, se pierde la escalera. Teníamos asumido que cada invento conllevaba la posibilidad de un accidente: con el barco, el naufragio; con el tren, el descarrilamiento; con el coche, el choque; con la electricidad, la electrocución; con la relatividad, la contaminación radiactiva. Lo sabíamos y no nos angustiábamos porque siempre hemos aprendido de los fallos. Cuando la sociedad se inquietó por los accidentes ferroviarios, los ingenieros del ramo, reunidos en Bruselas en 1880, inventaron el bloqueo automático que los redujo sustancialmente; gracias al hundimiento del Titanic se desarrolló el sistema de aviso por radio, el SOS, y así sucesivamente. Dado que cada uno de esos fracasos del invento estaba localizado en el tiempo y el espacio, podíamos tratarlos de accidentes, de algo accidental que no podía cuestionar lo sustancial, que eran el coche, el navío, el tren o el avión. Ahora estamos viviendo el accidente global y eso significa que la distinción entre el accidente y la sustancia debe ser pensada de nuevo.
Chernóbil ya fue un aviso que cuestionaba la susodicha distinción, porque sus daños no se reducían a un lugar y tiempo determinados: la radiactividad podía llegar a los confines del mundo y estar activa durante decenas o centenares de años. Lo que realmente limitó el alcance de Chernóbil fue la guerra fría. Ocurrió en 1986, tres años antes de caer el muro de Berlín. Nos decíamos que aquello era cosa del otro lado del telón de acero.
Lo de Japón ahora es diferente. Son tiempos de globalización y Japón, omnipresente en el mundo, la representa modélicamente. Vivimos la crisis de Fukushima como si fuera nuestra porque estamos ante el primer accidente global. Lo que allí está en juego nos afecta porque nos amenaza a todos. No hay más que ver cómo han reaccionado los políticos. Angela Merkel, entusiasta de la energía nuclear, pide tiempo para pensárselo mejor. El PP, que afeaba a los socialistas sus titubeos sobre el particular, ha puesto sordina a sus baladronadas, intuyendo que nada será ya igual.
Japón no es solo un modelo del mundo globalizado, sino un enclave simbólico de la energía nuclear. Hiroshima y Nagasaki sufrieron sus consecuencias. Esa experiencia dio origen a los tres principios antinucleares que debían presidir el futuro del país: no poseer, no fabricar, no utilizar armas atómicas. Se lo debían a las víctimas. Pero, como recuerda el escritor Kenzaburo Oé, los japoneses no han sido fieles del todo a esa memoria al consentir un desarrollo económico basado en la energía nuclear. La misma energía que mató a 130.000 personas en Hiroshima amenaza ahora desde Fukushima. Para el premio Nobel, «plantearse la energía nuclear en función de la productividad industrial es la peor de las traiciones al recuerdo de las víctimas de Hiroshima».
La tragedia de Japón da al debate sobre la energía nuclear una inesperada dimensión moral. Tenemos que tomarnos todo el tiempo necesario para debatir sobre nuestro modelo de progreso, que solo puede sostenerse si hay energía ilimitada. Las energías, como el mundo, son limitadas. Algunas, como las reservas petrolíferas, lo son físicamente; otras, como la nuclear, lo son moralmente, y eso significa saber poner límites humanitarios a su utilización. Pero es ese progreso de las energías ilimitadas lo que merece ser pensado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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