Por Eugenio Trías, catedrático de Filosofía de la Universidad Pompeu Fabra (ABC, 22/03/11):
1. Entre días borrascosos y anuncios soleados de la estación florida, suenan, al compás de Johan Strauss, voces de primavera, voces que se elevan hasta la altitud soprano, y que luego se remansan.
Albergado en el Empordà, inmune a los terribles azotes que asaltan a países hermanos en esta comunidad global, trato de evocar de forma solidaria los grandes momentos pasados en compañía del gran arte japonés, en pintura, novela, teatro, cine: Utamaru, Mishima, Kurosawa, Mizoguchi, Ozu.
Aquí, para mi fortuna, la naturaleza se adorna ya con las flores silvestres que crecen en los campos y en las laderas de caminos y carreteras. Lindísimas amapolas que cubren campos enteros, pequeñas margaritas amarillas y blancas, flores violáceas de portentosa evocación modernista, en miniatura, que parecen concentrar —en su lánguido y diminuto lamento— la celebrada Hora Violeta del gran poeta T. S. Eliot.
Me siento solidario con esa parte de la humanidad sufriente —Japón— que ha sido ejemplar en su fusión de las propias tradiciones con lo mejor de Occidente, y en la incorporación del patrón de vida en que han sido maestros los norteamericanos de la posguerra, su gran contribución a la igualdad entre los sexos, a la legítima aspiración a una vida de bienestar material, a todo lo más granado y verdadero que encierra el, a veces, tan injustamente denostado «American way of life».
2. Estos días celebro el cambio de estación, el entierro del invierno y la irrupción súbita del hélan primaveral, escuchando una y otra vez una de mis piezas musicales más íntimas y entrañables; la Primera sinfonía —en si bemol— de Robert Schumann, su hermosa Sinfonía de la Primavera. Desde la llamada inicial, un coral embriagador que actúa como motivo conductor, al despertar de todos los reinos de la naturaleza, al arrollador tema saltarín del primer movimiento contrastado con un acogedor segundo tema, remanso que parece evocar una vida que se despereza.
Mis predilectas son la extraordinaria Sinfonía en do mayor, la segunda de Schumann, que se inicia integrando el arranque célebre de la sinfonía Londres, número 104, de Haydn, con un tercer movimiento Adagio que reserva un místico meollo musical, de una belleza extraordinaria, antes del necesario final, que recapitula esta gran obra; y, sobre todo, la Cuarta sinfonía en sombrío re menor, recompuesta después de la Sinfonía en do, con todos los movimientos entrelazados.
3. Durante estos años, entre 2007 y el futuro 2013, se celebrará el 200 aniversario del nacimiento de toda la generación romántica. Desde Héctor Berlioz y el prematuro Félix Mendelssohn, que a los quince años compuso el Octeto para instrumentos de cuerda, todo él soberbio, pero que esconde una maravilla en forma scherzo. Este, con stacatto pianissimo, se me instala en el oído en mis mejores ensoñaciones diurnas.
También Robert Schumann celebra en estos años su natalicio, y el gran Federico Chopin, al que deseo dedicar sin tardanza un ensayo musical. Acabo de escuchar su Primer Concierto para piano, con la mejor expresión de amor en frase musical, en el primer movimiento. Tan hermosa frase es parafraseada una y otra vez en deleite extremo. Y este año la efeméride es de Franz Listz, a cuya obra tardía dediqué un sentido ensayo en La imaginación sonora.
En 2013 se celebrará el bicentenario del nacimiento de Richard Wagner. Tras él sobreviene la gran generación de un romanticismo maduro, más bien tardío, posromántico: el de Giuseppe Verdi, Johannes Brahms, Piotr Chaikovsky.
4. Es importante rescatar en nuestra memoria estética y ética, en nuestro inventario formal, ese gran movimiento que fue en todas las artes, pero sobre todo en música, el romanticismo. Quiso este movimiento, sobre todo en Alemania, que la literatura se asemejara a la música y tuviera en músicos, intérpretes y compositores sus principales protagonistas. E. T. A. Hoffman envolvió en música sus celebres relatos breves. Él mismo era músico, crítico musical y escritor.
Desde el romanticismo hasta el expresionismo abstracto del gran Mark Rothko, adorador de las tesis del joven Nietzsche en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, la modernidad ha tenido en la música su paradigma ético y estético.
El siglo XX celebró la feliz disolución de la figuración en una representación pictórica que remeda a la composición musical, según lo atestigua Lo espiritual en el arte, de Vassily Kandinsky, gran amigo de Arnold Schönberg, cuya correspondencia es inestimable como documento. Quiso James Joyce que el Ulises fuese una suerte de ópera en la que el lenguaje se disolvía en formas musicales, con episodios remedados de la Odiseade Homero, el canto de las sirenas, los feacios, los lotófagos, con padre e hijo, Ulises y Telémaco, en búsqueda paterno-filial.
Una catedral musical, catedral en llamas, es sin duda Bajo el volcán, de Malcon Lowrie. Y la forma musical más rigurosa, la del cuarteto, es seguida de manera puntual en Four Quartets, de T. S. Eliot, esos cuartetos en cuatro movimientos cada uno, con un himno central a modo de poderoso adagio, como el que entona la plegaria a la Virgen del Mar («Señora, cuyo altar corona el promontorio / reza por quienes pueblan las naves…»).
El romanticismo está en la base, en el cimiento, de nuestra modernidad. Si esta celebró en la ilustración sus fastos políticos e ideológicos, fue el romanticismo el que acomodó ese imaginario moderno a un nuevo ser y sentir, que tuvo en la Imaginación Romántica su fons et origo, y en la música romántica, que ahora celebramos, su sancta sanctorum.
5. Nos hemos ensañado con el romanticismo por su creación de paradigmas nacionales, por su aliento a nacionalismos duros, durísimos, como el alemán, al que siguieron todos los lamentables chauvinismos del siglo XIX y XX. Pero el romanticismo no se limita a los Discursos de la nación alemana, de Fichte. El romanticismo es algo mucho más importante y decisivo: una nueva valoración de la educación; una nueva estima por el alma romántica y sus sueños (como lo mostró Albert Begun en un libro magnífico). El romanticismo inspiró obras como El hombre de arena, de E. T. A. Hoffman, en la que se inspiró de manera inconsciente, según ya comenté en mi siempre cercano libro Lo bello y lo siniestro, la mayor creación del cine de Alfred Hitchcock.
Vértigoes la más hermosa y confesional obra de Hitchcock; un poema lírico y trágico de extraordinaria belleza, que se edifica sobre un fondo siniestro que constituye un continuo «fuera de campo»: la historia tramada entre el instigador del crimen de su esposa, Gabin Elster, y el cebo de su «perfecta aprendiz», Judy Barton, sabedores ambos de la acrofobia del personaje.
El romanticismo celebra en esta soberbia película una resurrección como la de Madeleine. En una memorable escena se asiste a un beso onírico, lleno de refulgencias y relampagueos, que la cámara y la música acompañan en una circunvalación que envuelve a la pareja de Scottie y Judy Barton (convertida en Madeleine). Todo al compás de la música de Bernard Herrmann, nutrida del mejor arsenal romántico.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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