Por Gabriel Magalhaes, escritor portugués (LA VANGUARDIA, 27/03/11):
En Portugal tenemos un problema muy serio: hay en el país demasiadas cosas que no son verdad. Demasiadas. Y no se trata de fantasías geniales, como los heterónimos de Pessoa o los perfiles de niebla del rey Sebastián. Se trata sencillamente de mentiras groseras: juegos de manos, en los cuales, muchas veces, el propio Estado es quien baraja y reparte las cartas.
Esto lo saben muy bien los usureros de la globalización y, por eso, nos prestan dinero con intereses envenenados: es su veneno contra el nuestro, en un tenebroso juego financiero de culebras enlazadas que nuestro primer ministro estaba jugando. Y también los contables germánicos, o germanófilos, de la Unión Europea no ignoran que Portugal es, hoy por hoy, un país poco de fiar.
¿Lo sabían los propios portugueses? Lo sabían. Es muy fácil contar la historia de los países perdonando a los pueblos sus pecados y atribuyendo todas las culpas a sus dirigentes. Se hace mucho esto: los líderes políticos, especialmente los dictadores, acaban funcionando como quitamanchas nacionales. Pero, en realidad, Portugal se entregó a la habilidad de José Sócrates.
¿Y quién es este hombre? Quizás lo entendamos mejor a través de un mito hispánico: estamos ante un donjuán de la política. Un seductor, capaz de jugar hábilmente con todas las podredumbres que lo rodean. Un delicado manipulador de las sombras del sistema social. Y, como en el caso del burlador, un hombre capaz de todo tipo de máscaras y de muchas cuchilladas.
No obstante, su historia también es la del gran Gatsby: un chico de provincias que llegó a Lisboa para comerse el mundo, fascinado por esa rubia etérea que es el poder. El poder, en el fondo, siempre es una rubia que uno no termina de conquistar. Por ello, para ciertos políticos, su cargo se transforma en una dosis de heroína que toman, sin darse cuenta, de intriga en intriga, de sondeo en sondeo.
Mareado por emociones de este tipo, a Sócrates se le ocurrió presentar a los demás líderes europeos un nuevo plan de austeridad, el cuarto, sin decir nada a los demás responsables lusitanos. No se lo comunicó al presidente de la República, tampoco negoció con el líder de la oposición, aunque su gobierno era minoritario. Regresó y a los portugueses nos dijo más o menos lo siguiente: “Esto lo he decidido yo, y a Merkel y a los demás les parece muy bien”.
Resulta curioso acompañar los debates en que se meten nuestros comentaristas políticos: ¿lo hizo Sócrates adrede para que lo echaran o, agobiado por tantas presiones, no se daría cuenta del peligro de la jugada? Desgraciadamente, no contamos en Portugal con un Enric Juliana. Sólo mi buen amigo Juliana hubiese sido capaz de entrar en el espíritu tortuoso de nuestro primer ministro, produciendo, en elegante y firme prosa, una explicación probable del grave desliz de Sócrates.
Lo cierto es que Portugal no podía aceptar un planteamiento de este tipo. Cuando un líder nos dice que las cosas las decide él, con el beneplácito de Merkel, la historia ha cambiado. Dejamos de ser una democracia y nos transformamos en un protectorado de Europa. Por supuesto, la tendencia es esta, pero hay que ir con más calma en todo este proceso. Con mucha más calma. Portugal, y esto hay que decirlo ahora, es un país de rasgos geniales. Nosotros inventamos la globalización, hilando una frágil telaraña imperial: la primera que abarcaba los cinco continentes. Somos un país capaz de muchos horizontes. No obstante, esa capacidad de invención sólo funciona cuando lleva el sello de una autenticidad humana y espiritual.
Porque crear, inventar cosas es, en esencia, algo muy serio. Y cuando no se ejerce la creatividad con la debida honradez se cae en la trampa y en el truco. Y eso es lo que hemos estamos siendo, en los últimos años: un país de muchos, de muchísimos trucos. La suma de todos esos malabarismos les dará sencillamente el importe de nuestro majestuoso déficit.
Portugal sufre de radiactividad moral. Quizás no sea tan dramática como la nuclear, pero a la larga es igual de destructora. En nuestro país, no tenemos hoy por hoy una justicia en la que confiemos. Nos faltan también políticos en quienes creer. El país vive en ese escepticismo infinitamente triste que surge en las sociedades cuando se conforman con la falta de honradez.
La caída de este gobierno es el signo de que algo nuevo empieza. Pero ojo: en la oposición también se juega con cartas marcadas. No obstante, la capacidad que el país ha manifestado de romper con el laberinto de miedos en el que nos habían metido es sin duda positiva. Pagaremos un precio, eso seguro, pero por lo menos tendremos derecho a la verdad. Y en la verdad hay siempre algo que comienza.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario