Por Tony Blair, ex primer ministro británico. Desde que en 2007 dejó Downing Street, ha ejercido como representante del Cuarteto (ONU, EEUU, UE y Rusia) en Oriente Próximo (EL MUNDO, 22/03/11):
La crisis de Libia ha vuelto a colocar en la agenda los difíciles dilemas que tiene ante sí la política exterior en los tiempos modernos. ¿Deberíamos intervenir? ¿Lo hacemos por razones morales y también por intereses nacionales? ¿Cómo equilibramos la necesidad de unas medidas que sean fuertes, firmes y bien articuladas con el deseo de no parecer demasiado poderosos y arrogantes, carentes de respeto por los otros y su cultura?
Hay que exponer dos cuestiones preliminares. En el mundo actual, la distinción entre ofensa moral e intereses estratégicos puede ser falsa. No deberíamos hacernos ilusiones: en una región donde nuestros intereses están profundamente comprometidos, no es probable que las consecuencias de que un régimen se vuelva tiránico y masacre a su propio pueblo queden aisladas dentro de sus fronteras. Si al coronel Gadafi se le permitiera asesinar a un gran número de sus conciudadanos para aplastar la esperanza de una Libia diferente, podríamos acabar teniendo a un Gobierno enfrentado con la comunidad internacional, herido pero todavía vivo y peligroso. Enviaríamos un mensaje de impotencia por parte de Occidente a una zona que analiza cuidadosamente ese tipo de señales. Decepcionaríamos a quienes se están movilizando por la libertad y haríamos que los sectores de oposición se volvieran hostiles a nosotros.
Esto remarca la otra cuestión preliminar: la inacción también es una decisión, una política que tiene sus consecuencias. El deseo de mantenernos alejados de todo es perfectamente comprensible, pero tiene exactamente tanto de decisión como la de actuar.
De modo que el acuerdo para imponer una zona de exclusión aérea y autorizar todas las medidas necesarias para proteger a los civiles amenazados para nada se produce demasiado pronto. Supone una inflexión hacia una política de intervención que yo celebro. Dicha política será difícil e impredecible, pero es mejor que asistir en tiempo real a cómo la legítima aspiración del pueblo libio a un Gobierno y una forma de vida mejores se ve sofocada por los tanques y los aviones.
Los acontecimientos de Libia no pueden separarse de lo que está sucediendo en todo Oriente Próximo. Es aquí donde aún está tomando forma la postura occidental, cuya concreción final conllevará inmensas implicaciones. Las decisiones que se tomen ahora van a definir la actitud que se tenga hacia nosotros durante una generación; también tendrán una fuerte influencia en el resultado del proceso. Y, como siempre, habrá que tomarlas a partir de un conocimiento imperfecto y de la imposibilidad de contar con predicciones exactas.
La clave para tomar tales decisiones es poner en marcha un marco estratégico que ayude a dar forma a este cambio revolucionario que recorre la región. Necesitamos una política clara, explicable y que maride nuestros principios con las preocupaciones de la realpolitik. También debe asumir que no somos meros espectadores de lo que está ocurriendo. Tanto la Historia como nuestra mentalidad como nuestros intereses dictaminan que somos actores del proceso.
En primer lugar, no hay duda de que el mejor futuro, el más seguro y estable que se le presenta a Oriente Próximo consiste en la expansión de la democracia, el imperio de la ley y los derechos humanos. Estos no son valores occidentales, sino universales. En ese sentido, la gente de Oriente Próximo no es diferente que la de Europa o EEUU.
En segundo lugar, hay que reconocer que llegar a esa situación es mucho más complicado de lo que fue para los europeos del este cuando se desmoronó la Unión Soviética. En aquel momento, había unos regímenes huecos despreciados por una población ansiosa de cambios, que estaba crucialmente de acuerdo en el tipo de sociedad al que debería dar lugar el cambio. Miraban por encima del Muro, veían Occidente y decían: queremos eso. Y en líneas generales, eso es lo que ahora tienen.
En Oriente Próximo, los manifestantes están completamente de acuerdo en acabar con los regímenes vigentes, pero en profundo desacuerdo por lo que respecta al futuro. Hay dos visiones que compiten entre sí. Una la representan sectores modernizadores que, en esencia, quieren compartir la libertad y la democracia que tenemos nosotros; la otra, elementos islamistas que tienen una concepción bastante diferente de por dónde debería ir el cambio. Al decir esto, no estoy demonizando a los Hermanos Musulmanes, ni ignorando que entre ellos también existen personas reformistas. Pero tampoco tiene sentido pecar de ingenuidad. Algunos de los sectores que aspiran al cambio lo pretenden precisamente porque consideran a los regímenes actuales no sólo demasiado opresivos, sino también demasiado prooccidentales. Y las soluciones que sugieren están muy lejos de las que podrían generar sociedades modernas y pacíficas.
Así que nuestra política ha de ser clara: no sólo apoyamos el cambio, apoyamos el cambio modernizador, basado en los principios y valores intrínsecos a la democracia. Eso no significa sólo el derecho al voto, sino también el Estado de Derecho, la libre expresión, la libertad de religión y el mercado libre.
En tercer lugar, al elaborar ese marco estratégico, deberíamos distinguir según se trate de unos países u otros. Esto también exigirá tomar decisiones difíciles en lugares en los que las cosas a menudo no resultan claras y simples, sino embarulladas y complejas.
En el caso de Libia, al pueblo no se le está ofreciendo ninguna salida. Es el statu quo o nada. Cuando Libia modificó su política exterior (renunciando al terrorismo, colaborando en la lucha contra Al Qaeda, renunciando a su programa de armas nucleares y químicas), creo que hicimos bien al cambiar la relación que teníamos con ella. Al comienzo del levantamiento popular, el régimen de Gadafi podía haberse sentado a dialogar para iniciar un proceso de cambio interno adecuado y creíble. Yo mismo urgí al coronel Gadafi a seguir esa ruta de salida. En lugar de eso, decidió aplastarlo por la fuerza. Y no se planteó ningún camino creíble hacia una Constitución mejor.
En contraste, alrededor del Golfo Pérsico los países sí que están emprendiendo reformas en la dirección correcta. Puede que haya que agilizar el paso, pero aquí hacemos bien apoyando dicho proceso y permaneciendo del lado de nuestros aliados. Incluso en Bahrein, aunque no se puede justificar el uso de la violencia contra civiles desarmados, existen poderosas razones para respaldar el proceso de negociación liderado por el príncipe, que brinda una forma de transición pacífica hacia la monarquía constitucional. Esto no es poner la realpolitik por encima de los principios, sino reconocer que es preferible alentar las reformas que se desarrollan con estabilidad que empujar a las sociedades a una revolución en la que las motivaciones se verán entremezcladas y cuyo resultado final será siempre incierto.
Cuarto; por lo que respecta a Túnez y Egipto, ahora necesitan nuestra ayuda. Las protestas no resuelven las cuestiones de práctica política. Una cosa son las manifestaciones y otra los gobiernos. Corresponde a los líderes emergentes de esos países decidir sus sistemas políticos. Pero eso sólo supone una parte del desafío al que se enfrentan. También tienen poblaciones jóvenes, a menudo desempleadas. Independientemente de las ventajas a largo plazo que depare el cambio político, el coste a corto plazo en inversiones y en la economía será alto. Esto va a requerir capital. También exigirá un marco político correcto, una reforma del sector público y una transformación económica que a veces será polémica y dolorosa. Si no se llevaran a cabo, está claro: el problema es que en dos o tres años el cambio político no se vea acompañado de un progreso económico, y entonces, en la desilusión subsiguiente, los sectores extremistas empiecen a arraigar. Por eso, hablar de una iniciativa del tipo del Plan Marshall no es ninguna locura. Viene completamente al caso.
Quinto; ignoramos peligrosamente la importancia del proceso de paz entre israelíes y palestinos. Es absolutamente necesario revitalizarlo y relanzarlo. Sé que se ha dicho que éste no es el tema que subyace a los levantamientos. Es cierto. Pero nos engañamos si no pensamos que el resultado al que llegue tiene una profunda importancia en la región y en la dirección que siga. En cualquier caso, el cambio está teniendo un impacto directo e inmediato en ambas partes. Para Israel, hace de la paz algo esencial; además, agudiza el problema de su seguridad. A los palestinos les da una oportunidad de ser parte del cambio democrático que se abate sobre la región, pero sólo si están de camino hacia la constitución de un Estado. Si no es así, volverán a ser vulnerables a que los extremistas secuestren su causa otra vez.
Finalmente, en Oriente Próximo la religión importa. En esta zona, nada puede explicarse o comprenderse del todo sin analizar los conflictos fundamentales dentro del islam. En última instancia, sólo los pueden resolver los musulmanes. Pero de qué forma los no musulmanes mantengan un diálogo y, si fuera posible, una camaradería con el islam, puede tener una influencia crucial en el debate entre reforma y reacción.
Es una agenda extensa. Algunos pondrán pegas a la misma idea de que la tengamos. Dirán: «Dejadles que resuelvan sus propios problemas». La dificultad radica en que sus problemas enseguida se convierten en los nuestros. Tal es la naturaleza del mundo interdependiente que hoy habitamos. Otros aducirán que deberíamos tener cuidado con diseñar nuestra agenda: generará recelos, reforzaremos el sentimiento occidental, recordad Irak y Afganistán, y esas cosas.
Una parte esencial de manejar esto bien es librarnos de esta postura estúpida y contraria a las perspectivas a largo plazo de la región. Por supuesto que uno puede discutir si las decisiones que nos llevaron a la guerra en Irak o Afganistán fueron correctas. Pero la idea de que la prolongación en el tiempo de dichos conflictos invalida nuestra intervención o es culpa de Occidente no sólo es errónea; está en la raíz de que nos deje tan perplejos lo que está ocurriendo hoy no sólo en Oriente Próximo sino también en Pakistán. La razón de que lo de Irak fuera duro, lo de Afganistán siga siéndolo y de que Pakistán, un país con instituciones estables, se encuentre en dificultades, no es que la gente no quiera la democracia. Claro que la quieren. Lo han demostrado una y otra vez. El motivo es que la modenización social y cultural no se ha asentado en estos países y que la religión se ha pervertido para alimentar a los fanáticos, no a los demócratas.
Esto no significa que debamos dar la espalda a alentar la democracia, sino que tenemos que hacerlo con los ojos abiertos y la mente plenamente consciente de lo necesario que es elaborar una agenda integral para que el cambio que tenga lugar sea realmente el que la gente quiere y necesita.
Hace unos años, bajo el anterior Gobierno de EEUU, se acuñó un concepto llamado la Greater Middle East Initiative, que consistía en cómo ayudar al cambio en la región. Las circunstancias del momento no fueron propicias. Pero hoy sí lo son. Deberíamos hacer frente, con educación pero con firmeza, a aquéllos que nos dicen que no es asunto nuestro. Claro que lo es. Y, al tratarlo, debemos mostrar respeto, pero también fortaleza, la fuerza de nuestras convicciones y la creencia confiada de que las vamos a llevar a buen término.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario