Por Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Juan Ramón Azaola (EL PAÍS, 25/03/11):
Una de las ideas más oscuras de Freud, además de la de su descripción de la inextinguible agresividad humana, fue la de la compulsión repetitiva en la psique. Nadie está libre de ella, pero, en los casos notoriamente patológicos, los humanos son incapaces de zafarse de las obsesiones y las acciones que invariablemente les causan dolor. De hecho, elaboran inconscientemente las condiciones externas que luego les impondrán el fracaso y el desastre. La historia no puede quedar reducida a su sustrato psicológico, pero el fenómeno tiene su valor metafórico.
Estados Unidos ha vuelto a ir a la guerra. Quizá, para evitar una tediosa repetición, debería haber preparado un texto anticipatorio. Con un poco de trabajo de edición, podría servir para un número ilimitado de guerras: inician el proceso unos intensos debates en el aparato de política exterior de Estados Unidos, debidamente amplificados por los representantes académicos y periodísticos de quienes están en el poder. Los acontecimientos del exterior son reinterpretados para ajustarlos a las ideas erróneas nacionales, y así se ignoran las pruebas contradictorias. Las sinceras confesiones de un cálculo de intereses no pueden ni mencionarse. Son atribuidos a Estados Unidos los ideales más sublimes (“no podemos permanecer impasibles cuando un tirano le dice a su pueblo que no tendrá piedad”). Se toma una decisión precipitada, inducida unas veces por una crisis (la inminente derrota de los rebeldes en Libia) y otras veces cuando no hay ninguna crisis (las armas de destrucción masiva de Irak). En muy pocos casos prevalece, ni siquiera provisionalmente, la contención. Se juzga a otras naciones por su buena disposición a aceptar su reivindicación del liderazgo mundial, material y moral. Al poco tiempo, las ambigüedades y limitaciones de la situación ya no pueden ser desmentidas. Otro debate, sobre cómo escapar a su propia trampa, da comienzo. A otras naciones incluso se les reconoce tener existencias separadas. Quienes no están en los despachos declaran que ellos siempre supieron lo equivocados que estaban aquellos a los que quieren desplazar. El ciclo vuelve a repetirse.
Esta vez hay una diferencia. Todo el proceso se ha acelerado. El asombro nacional ante las revoluciones en los Estados árabes ha tenido efectos educativos a la vez que traumáticos. Al referirse compulsivamente al “lado equivocado de la historia”, el presidente de Estados Unidos y la secretaria de Estado parecen no estar seguros de cómo llegar, o incluso identificar, al “lado acertado”. Obviamente, su apoyo inicial a Mubarak les duele. El secretario de Defensa está resuelto a dejar sudespacho en los próximos meses conservando intacta su reputación de honradez: su escepticismo es manifiesto. El almirante Mullen, nuestro militar de mayor rango, manifestó impasible en la televisión la absurda ficción de que Estados Unidos no pretendía derrocar a Gadafi, pero su expresión facial traicionaba su bochorno. Las cadenas no tardaron en emitir la declaración del presidente sobre que Gadafi tenía que irse.
El presidente está casi tan asediado como su antagonista. Rusia objeta que la resolución de Naciones Unidas no permite el actual ataque a Libia. Turquía (hasta ahora) bloquea la asunción por parte de la OTAN de la coordinación militar. La Liga Árabe, elogiada en los términos más condescendientes por invitar de nuevo a los viejos imperialistas, se lo está pensando y repensando mejor. Está claro que Mussa, su locuaz secretario general, supone que tener esas deferencias con Estados Unidos, Francia y Reino Unido no le ayudará a ser elegido presidente de Egipto.
En el plano de la política interior, al presidente le está yendo aún peor. Tanto demócratas como republicanos se han quejado en el Congreso de haber sido insuficientemente consultados. Algunos incluso invocaron la Constitución, que no permite al presidente iniciar guerras. Llegan demasiado tarde, con más de un siglo de retraso, pero mejor tarde que nunca. Varios almirantes y generales retirados han dicho que las tropas estadounidenses, no obstante las garantías del presidente, podrían tener que ser enviadas a Libia. El presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, Richard Haass, habitualmente circunspecto, ha declarado que Libia es una distracción innecesaria. Diversos comentaristas insisten en el contraste de la intervención contra Gadafi y la tolerancia, por embarazosa que sea, con la incursión saudí para reprimir las protestas en Bahréin. Nadie en Estados Unidos, dentro y fuera del Gobierno, está preparado para la posibilidad de que los palestinos pudieran rebelarse en algún momento, provocando una brutal respuesta israelí. Se ha venido abajo una política para Oriente Próximo consistente en un apoyo incondicional a Israel y a Arabia Saudí. La presente alternativa es una improvisación desesperada.
Es difícil calificar a Europa occidental de aliados de Estados Unidos: actúan más bien como lo que en su día se calificó de Estados satélites. Se comprende su deseo de borrar el recuerdo de su pasada complicidad con Libia. Es notable que brille principalmente por su ausencia un enfoque independiente de Europa respecto a la civilización musulmana existente junto a (y dentro de) sus fronteras. Quizá Alemania, pesadamente vacilante respecto a su compromiso militar, en cierto modo ha dejado esa posibilidad abierta, pero es esa Alemania la que es tan opuesta a la integración de Turquía en la Unión Europea y la que es tan reacia, por razones obvias, a distanciarse de Israel. Estados Unidos tendrá que asumir, por cuenta propia, las evasivas, las falsas ideas y las múltiples contradicciones morales de nuestra política en Oriente Próximo.
Ello requerirá el tipo de reflexión sobre nuestra política exterior en su conjunto que solo una minoría de funcionarios, académicos y políticos están preparados para emprender. Es la clase de proyecto que el difunto senador Fulbright consideró inseparable de su oposición a la guerra de Vietnam. Una generación después de la catástrofe en Vietnam, sus lecciones necesitan ser aprendidas de nuevo. ¿Está Estados Unidos condenado a un interminable ciclo de imperial arrogancia, con menguantes capacidades imperiales y crecientes consecuencias desastrosas? La repetición compulsiva puede ser vencida, pero la terapia requerida será muy dolorosa.
Obama no ha conseguido enfrentarse directamente a la insistente presión, incluso al chantaje, de los unilateralistas: mantener la hegemonía estadounidense o sufrir condena por irresoluto y débil. Su miedo a la desaprobación puede haber forzado su decisión con Libia. Ha sido insuficientemente combativo en su trato con la arrogancia de la industria financiera y con los diversos mitos del mercado, en la ofensiva contra el Estado de bienestar. En contraste con ello, ha sido pedagógicamente franco respecto a la necesidad de un nuevo multilateralismo, pero solo prudentemente innovador en su política. Tal vez en Estados Unidos tenemos el presidente que nos merecemos, limitado por la incapacidad de las élites y de la opinión pública (si es que la hay) para reconocer la nueva situación histórica. Los próximos años, entonces, probablemente quedarán marcados por crisis que ahora ni nos imaginamos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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