Por Emilio Menéndez del Valle, embajador y eurodiputado socialista (EL PAÍS, 18/03/11):
En virtud del derecho internacional todo dirigente político que ordene o lleve a cabo atrocidades debe ser juzgado por sus actos. Asimismo, los ataques sistemáticos y generalizados contra la población civil pueden ser considerados crímenes contra la humanidad. Esto debe ser inmediatamente aplicado a Gadafi y sus secuaces, que han sido muchos, dentro y fuera de Libia. A pesar de la trascendencia de las Naciones Unidas, resueltas a “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles”, como reza su carta fundacional, pocos conocen los esfuerzos de sus más preclaros secretarios generales para prevenir situaciones como la que actualmente está teniendo lugar en Libia.
En las últimas décadas, las guerras entre Estados han dado paso a conflictos internos en los que la población civil constituye la víctima principal. Ello exigía la creación de un marco jurídico internacional que previera los deberes de los Estados para proteger a sus respectivas poblaciones civiles y -lo que es más importante- creara los medios para que tales obligaciones se cumplieran en caso de que los Estados transgresores agredieran a su población civil. Y, sin embargo, el principal obstáculo se encontraba en la propia Carta onusiana, cuyo artículo 2.7 establece que sus miembros no podrán “intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados”.
De ahí que dos secretarios generales de la ONU, el peruano Pérez de Cuéllar y el egipcio Butros Gali, toparan con ese artículo al afrontar casos de agresión a la Humanidad. Así, en 1991 y a punto de abandonar su puesto, el primero, contundentemente, declaró: “En contraposición a la interpretación rígida del principio de no intervención, el derecho de injerencia humanitaria se está abriendo camino”. Por su parte, Butros Gali, sucesor del peruano y recién iniciado su mandato, fue preguntado sobre si la ONU debe favorecer la expansión de las democracias y el respeto a los derechos humanos. A ello replicó: “De igual modo que se ofrece asistencia técnica para construir hospitales, debe existir una a favor de la democracia. No obstante, esta ayuda ha de evitar toda injerencia en los asuntos internos”. De cualquier manera, el artículo 2.7 dispone también que “este principio no se opone a la aplicación de las medidas coercitivas prescritas en el capítulo VII”, cuyo título es Acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión.
Y en esa línea han ido avanzando en los últimos años la Asamblea General y el propio Consejo de Seguridad y muy especialmente los últimos secretarios generales, Kofi Annan y Ban Ki-moon. Ya en sus discursos de 1999 y 2000 ante la Asamblea, Annan desafió a sus miembros para que resolvieran la contradicción que vengo resaltando, esto es, la contraposición entre el principio de no intervención en la soberanía estatal y la responsabilidad de la comunidad internacional para hacer frente a la masiva violación de los derechos humanos y la limpieza étnica. Fue Kofi Annan, el decidido y coherente secretario general, quien -enfrentándose a veces a significados miembros permanentes del Consejo de Seguridad- impulsó lo que hoy conocemos como “responsabilidad de proteger” y que -para desgracia de sátrapas diversos, no solo del mundo islámico- se consolida progresivamente en las relaciones internacionales.
¿En qué consiste la responsabilidad de proteger? Se trata de una doctrina sobre seguridad internacional (paz justa incluida) y derechos humanos que incorpora principios fundamentales. Ante todo, establece que el Estado es el primer responsable de la protección de su población, a la que no puede agredir. La soberanía de los Estados incluye derechos, pero también deberes y responsabilidades. Si se da el caso (como ha ocurrido en Libia, Egipto, Túnez y otros) de que los Gobiernos son incapaces de proteger a sus poblaciones (o son cómplices o actores directos) del genocidio, crímenes de guerra, limpieza étnica o crímenes de lesa humanidad, la comunidad internacional (vía Naciones Unidas) tiene la responsabilidad de entrar en acción. El objetivo principal es librar a la población civil de un Gobierno manifiestamente injusto, tiránico y usualmente corrupto. La responsabilidad de proteger debe ser inicialmente promovida mediante medios pacíficos. Habitualmente, especímenes tipo Gadafi, Mugabe, militares birmanos u otros de semejante ralea, no suelen ser sensibles a tales enfoques. De ahí que a la postre, para proteger a los inocentes, se deba recurrir a medidas coercitivas, incluida la fuerza militar.
La arriesgada iniciativa de Kofi Annan ha sido continuada, incluso con más ímpetu por su sucesor, Ban Ki-moon. De forma que gracias a él y a Annan no solo la Asamblea ha incorporado la responsabilidad de proteger al corpus jurídico onusiano, sino que -lo más importante- han logrado que el verdadero poder ejecutivo de la Organización, el Consejo de Seguridad, ratifique unánimemente (a pesar de iniciales dudas de Rusia y China) la “responsabilidad para proteger a las poblaciones del genocidio, crímenes de guerra, limpieza étnica y crímenes contra la humanidad”.
Coda acuciante: la opinión pública agradecería que se impidiera que déspotas de la estirpe de los Gadafi, Mubarak o Ben Ali acabaran sus días en un exilio dorado, confortados por los millones robados durante décadas. El Tribunal Penal Internacional debería tener la última palabra.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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