Por Guy Sorman, ensayista (ABC, 18/03/11):
El terremoto que sacudió Japón el 11 de marzo fue el más violento de los registrados en toda la historia del país. Sumándose a la calamidad, los apagones hicieron que fallasen las bombas de refrigeración de la central nuclear de Fukushima, lo que provocó un riesgo de fusión en varios reactores y desembocó en evacuaciones masivas. La crisis ha llevado a algunos analistas a predecir que Japón nunca se recuperará. Esta es una afirmación absurda: lo más sorprendente de todo fue que la maquinaria de exportación japonesa apenas se inmutó. La producción y el envío mundial de miles de productos, desde procesadores para ordenadores hasta componentes industriales, solo se interrumpieron durante unas horas. Pero incluso antes del terremoto los expertos solían olvidar que Japón sigue siendo la principal potencia y la sociedad de más éxito de Asia. Es cierto que, como la prensa ha pregonado a los cuatro vientos, la economía china ha crecido hasta superar a la de Japón y ahora es la segunda economía más grande del mundo, después de la de Estados Unidos. Pero China tiene diez veces más población que Japón, lo que significa que la renta per cápita en Japón sigue siendo diez veces mayor. «En última instancia, no estamos en una carrera», decía Hideki Kato, uno de los principales economistas de Japón y presidente de la Fundación Tokio, un comité de expertos sobre el libre mercado. Pero Kato no subestima el desafío de China. «El hecho de haberse visto superados en 2010 les ha transmitido a los japoneses una sensación de crisis», afirma. Las crisis siempre han estimulado a los japoneses en el pasado: han provocado lo que los historiadores llaman las dos grandes «aperturas». ¿Logrará la combinación del desastre del 11 de marzo y el auge de China generar una tercera?
La primera «apertura» de Japón fue una consecuencia de la incursión del comodoro Perry en la bahía de Tokio en 1853. Hasta la llegada de Perry, los únicos europeos a los que se les habían concedido derechos comerciales eran los holandeses (porque no intentaban convertir a la población local al cristianismo). La llegada de Perry mostró a Japón que se enfrentaba a dos alternativas: sufrir la colonización occidental, como le había sucedido a China, o volverse tan fuerte como Occidente usando su tecnología. Sin embargo, el impulso modernizador del país no se basó únicamente en la imitación: Japón tenía mucha experiencia en ciertos sectores, como el textil y el del acero. Desgraciadamente, los militares de Japón, ebrios con su creciente poder, intentaron construir un imperio que terminó con el bombardeo atómico de Hiroshima. La segunda crisis —la ocupación estadounidense— generó una segunda «apertura»: en 1947, Japón adoptó una constitución de influencia estadounidense y se convirtió en una democracia, lo que borró cualquier resto del antiguo orden feudal. También se convirtió en un centro neurálgico económico, y logró unas tasas de crecimiento de dos dígitos en los años sesenta y unas saludables tasas de un dígito durante la década de los setenta y los ochenta. Después de que la crisis del petróleo de 1973 hiciese subir los precios de la energía, los empresarios japoneses fueron pioneros en la miniaturización de los coches y la electrónica, y convirtieron el «Made in Japan» en un símbolo internacional de excelencia.
Esta época dorada se prolongó hasta 1991, cuando el pinchazo de una burbuja inmobiliaria sumió a Japón en una profunda recesión. Durante dos décadas, Japón apenas ha registrado un crecimiento económico. ¿Cómo se explica este estancamiento? El economista Fumio Hayashi propone una respuesta: «La economía japonesa dejó de crecer porque los japoneses dejaron de trabajar». Los trabajadores japoneses, emulando a los europeos, empezaron a tomarse vacaciones más largas y a disfrutar de fines de semana más tranquilos. La producción industrial del país disminuyó de manera directamente proporcional a la reducción de las horas de trabajo. El rápido envejecimiento de la población también contribuyó a la crisis, porque hizo que la población activa decreciese a partir de 2005. Las políticas keynesianasdel Gobierno japonés no han logrado poner fin a la crisis. Gracias al frenético gasto del Estado, Japón tiene ahora montones de puentes a ninguna parte y gran cantidad de aeropuertos inútiles, pero poco crecimiento. El despilfarro del Gobierno infló enormemente la deuda pública de Japón durante este periodo. Pero actualmente Japón debe la mayoría del dinero a sí mismo, mientras que los ciudadanos invierten sus ahorros en sus propios bonos del Tesoro. Sin embargo, estas dificultades económicas han dejado a los japoneses impertérritos, probablemente porque nunca en su historia les había ido tan bien. Los padres son lo bastante ricos para malcriar a sus pocos hijos; las pensiones son satisfactorias; la asistencia sanitaria es de gran calidad.
Y lo más sorprendente, la tasa de paro ha sido del 5 por ciento o menos durante décadas. La respuesta se encuentra en la cultura japonesa. Las grandes empresas consideran que su deber es ofrecer tantos puestos de trabajo como sea posible y no despedir a nadie. Para permitir que las compañías alcancen este objetivo, los trabajadores acceden a tener sueldos flexibles; para los menos privilegiados, las tiendas y servicios minoristas actúan como colchón social. El pleno empleo en Japón no es tanto una consecuencia del crecimiento económico como un deber moral para el que emplea y el empleado. Aunque la población de Japón está disminuyendo, su PIB ha experimentado subidas anuales del 1 o el 2 por ciento durante los últimos cinco años. El PIB de Japón puede crecer porque su economía es la más avanzada del mundo desde el punto de vista tecnológico. Las marcas japonesas ya no dominan el mercado de consumo como antes: los Hyundai coreanos son tan buenos como los Toyota y el iPod de Apple ha hecho que el Walkman de Sony se quede obsoleto. Pero, al trasladar su objetivo del mercado de consumo al mercado empresarial, la industria japonesa se ha reinventado a sí misma. La respuesta de Japón, según sostiene Akira Kojima, debería ser una tercera gran «apertura». Kojima, actual director de la Fundación Nikkei, cree que «un Japón envejecido e introspectivo no será capaz de poner coto a las ambiciones de China». Pero ¿en qué debería consistir esa «apertura»? Por una parte, según Kojima, «los estudiantes japoneses deben abrirse más al mundo». Solamente 29.000 estudian en el extranjero; en 1990 eran el triple. El estilo de gestión debería modernizarse, siguiendo el ejemplo de Renault Nissan, que ahora se salta la antes arraigada norma de la antigüedad.
Otra forma de «abrir» Japón es promocionar su imagen en el extranjero. Japón es el segundo exportador mundial de contenido cultural, después de Estados Unidos: los videojuegos japoneses, el manga, la comida y el diseño se disfrutan en todas partes. «Este poder blandonecesita un refuerzo y una promoción constantes», afirma Kazuo Ogoura, presidente de la Fundación Japón, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Un tipo más literal de apertura sería la inmigración. Los más ardientes defensores de una mayor inmigración abogan por una «inmigración selectiva» de tipo suizo, la cual aumentaría el número de inmigrantes —actualmente, el 1,7 por ciento de la población activa— con permiso para entrar en Japón, aunque tendrían que obtener contratos antes de entrar y marcharse cuando dichos contratos terminasen.
Yoichi Funabashi, el columnista más influyente de Japón, opina que, así y todo, se necesitará un mejor liderazgo político para salvar a Asia de las ambiciones chinas. Para Funabashi, el avance más prometedor es el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés), puesto en marcha por Singapur y Nueva Zelanda. La asociación crearía una zona de libre comercio entre las democracias del océano Pacífico, la cual englobaría a Estados Unidos pero no a China (no hasta que se convierta en un buen ciudadano internacional). Funabashi apuesta por el éxito del TPP. Para llegar a eso, defiende una política japonesa de «colaboración» con su rival histórico (y no piensa que los ciudadanos japoneses deban esperar a que el Gobierno dé el primer paso). Dice que los grupos empresariales y cívicos de Japón deberían empezar a trabajar con sus homólogos chinos. Cuando esos contactos proliferen, Asia tendrá más posibilidades de convertirse en una zona pacífica de libre comercio, como Europa. Lo más probable es que la consecuencia no prevista de la tragedia de Fukushima sea revitalizar este nuevo pensamiento encaminado a una tercera apertura.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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