jueves, noviembre 06, 2008

Una tarea ingente

Por Kenneth Weisbrode, profesor de Historia Vincent Wright del centro Robert Schuman de Estudios Avanzados, Instituto Universitario Europeo. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 04/11/08):

Sea cual fuere el candidato presidencial  que tome posesión de su cargo como presidente de Estados Unidos en enero del 2009 - y a estas alturas es casi seguro que será Barack Obama, aunque nunca se sabe seguro hasta el último minuto-, accederá a la presidencia bajo el peso de un enorme fardo a sus espaldas e inmensas expectativas sobre su cabeza. Desde luego, no es cosa de poca monta.

La verdad es que difícilmente puede exagerarse esta cuestión. The New Republic lo explicó con acierto recientemente cuando su dirección señaló: “En la situación actual, el próximo presidente heredará no sólo una crisis económica, sanitaria, medioambiental y estructural sino también, sin duda, un par de guerras, una situación militar comprometida y una amenaza iraní permanente. Heredará un gobierno debilitado hasta el punto de hallarse mal preparado y dotado para salvaguardar el bienestar de sus ciudadanos”.

Debe añadirse a lo anterior la recuperación de la propia institución de la presidencia de Estados Unidos, tan maltratada por George W.

Bush y Dick Cheney en aras del aumento de su poder. Deberíamos valorar debidamente que el comienzo de esta era se remonta a dos decenios atrás y se sitúa tras el término de la guerra fría aunque, en honor a la verdad, precisa aún de una formulación conceptual y una clarificación a la vista tanto de la ciudadanía estadounidense como de la mundial.

Fue, de hecho, una tarea a la que se aplicó Bush padre al final de su mandato y que Clinton llegó a pensar realmente que llevaba a la práctica o que, al menos, invertía en ella ciertos esfuerzos de palabra y pensamiento.

Sin embargo, sus dos Administraciones adolecieron de excesiva falta de organización, altibajos y bandazos según la dirección del viento en los medios de comunicación como para que realmente se apreciara una diferencia.

Veamos el caso de George W. Bush. Parece haber reflexionado escasamente sobre la coyuntura histórica durante la que ha presidido el centro oficial del poder estadounidense. Parece, en cambio, haberse obsesionado por atar los cabos sueltos de finales de los ochenta y los noventa; esto es, saldar un viejo ajuste de cuentas con Sadam Husein y promover - en nombre del fomento de un “legado histórico”- una modalidad extrema de nacionalismo típica de la era Reagan junto a un categórico y rotundo partidismo.

Cabe conceder que todo esto, en cualquier caso, probablemente iba a suceder, por supuesto en medio de duras críticas tanto internas como externas y pese a la pronta abjuración de Bush de la megalomanía presidencial (estilo Clinton), pero los ataques del 11-S indudablemente agravaron muchísimo el panorama de las relaciones estadounidenses con el resto del mundo hasta un punto catastrófico. Afirmar que Bush interpretó equivocadamente el momento histórico es, sencillamente, quedarse corto. Afirmar, como él suele hacer, que los procesos puestos en marcha por su Administración se justificarán un día por sí solos exige nada menos que ¡una bola de cristal! Afirmar, por tanto, que Bush lega a su sucesor la ardua tarea de limpiar los establos del rey Augías (uno de los trabajos de Hércules) resulta indiscutible e irrefutable.

¿Cuáles serán las prioridades del nuevo presidente? En primer lugar, como Bill Clinton, habrá de concentrarse en la economía como provisto “de un rayo láser” porque es lo que quieren los estadounidenses por encima de todo y en casi todas las elecciones, aunque en estas de modo especial. En el caso de Obama, ello significará probablemente amplias reformas (o una renovación casi total) en materia de regulación del sector financiero. Resulte como resulte esta cuestión, influirá en las relaciones del nuevo presidente con el Congreso durante el resto de su mandato, y por supuesto hasta las elecciones al Congreso de mitad del mandato. Eclipsará, probablemente, cualesquiera otras iniciativas del presidente en el ámbito interno sobre todo en materia de sanidad, pensiones y reforma fiscal. Los temerosos de una reacción ruidosa contra el gobierno de partido único no se verán defraudados.

A continuación, habrá de recomponer las maltrechas relaciones de Estados Unidos con el mundo en general, sobre todo con sus aliados, aunque no cabe esperar nada excesivamente espectacular al respecto. La Administración enumerará públicamente buena parte de sus deberes y obligaciones y declarará su propósito de consultar, escuchar y cultivar a la opinión pública donde y cuando pueda. Sin embargo, ¿modificará ello la política exterior básica y fundamental de Estados Unidos? ¿Esto es, un enfoque de los conflictos selectivamente intervencionista, sobre todo en Oriente Medio, donde la retirada estadounidense de Iraq se producirá de forma gradual según lo previsto y donde su compromiso con una solución al conflicto palestino-israelí - si es que se alcanza alguno un día- seguirá siendo tan ambiguo como antes? En cuanto al enfrentamiento con Irán, resulta poco probable que cualquier presidente que resulte elegido vaya más allá de la áspera retórica, al menos no en la primera fase de su mandato. Como tampoco promoverá probablemente una escalada militar importante y costosa en Afganistán pese a las habituales presiones para “hacer algo”.

En última instancia, el mayor desafío planteado al próximo presidente es similar al que encontró Bill Clinton al acceder al poder; esto es, el de definir un nuevo principio rector (menos caracterizado por el enfrentamiento) como instrumento en manos de Estados Unidos en el panorama internacional a fin de reemplazar el que ha predominado a lo largo de la mayor parte de los últimos años del siglo XX y de reformar consecuentemente el sistema interno político, económico y social.

Sin duda alguna, los acontecimientos se encargarán de interceptar los planes mejor trazados; es casi imposible prever los desafíos más importantes a corto plazo. En el plazo de un par de años, por ejemplo, podríamos hablar tal vez de crisis en el este de Asia o en África en lugar de en Oriente Medio de modo permanente. La tarea más ardua y principal, por tanto, que deberá afrontar quien tome posesión del cargo el próximo mes de enero se cifra en lo que ya debe saber muy bien tras una campaña tan dura y agotadora: confiar en lo mejor, pero prepararse para lo peor.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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