Por Sami Naïr, profesor invitado de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Traducción de M. Sampons (EL PAÍS, 10/03/11):
Si Egipto se convierte en una democracia -y nada está decidido de momento-, su ejemplo se propagará como un reguero de pólvora por el mundo árabe. Aunque la situación no cambie inmediatamente en estos países, el modelo egipcio tendrá el efecto de una pesadilla sobre los dirigentes de los Estados feudales, monárquicos y dictatoriales. Los intelectuales, los responsables políticos y los actores de la sociedad civil son conscientes de esta nueva situación. Hoy, todos los observadores relevantes en El Cairo aseguran, gracias a la libertad de expresión y al debate de ideas, que una nueva etapa histórica ha nacido en la región, y que el papel de Egipto será determinante. Fue la pequeña e inesperada Túnez la que despertó a Egipto, pero es Egipto quien ha pasado el testigo tunecino a los libios. La carrera no se detendrá aquí.
Las élites egipcias son plenamente conscientes del debilitamiento que se produjo en el mundo árabe después de la marginación de su país, ocurrida por la ruptura de la unidad del frente árabe tras la paz separada con Israel en los años setenta. Egipto fue excluido de la Liga Árabe por haber roto este frente, pero Sadat trató de disimular esta marginación recurriendo a un nacionalismo egipcio lleno de resentimiento hacia el mundo árabe.
Mubarak acentuó aún más ese resentimiento, e hizo del islamismo el principal peligro interno, justificando así el estado de excepción e instaurando una dictadura policial ciegamente sostenida por Occidente. La actitud de Egipto durante los últimos 20 años, tanto en relación con la cuestión palestino-israelí como en relación con las dos guerras americanas contra Irak, acabó de reducir a cero la influencia egipcia en la región. El país, sometido por EE UU, reducido por los israelíes al papel de cartero en las relaciones con sus vecinos, reforzado por los europeos a la condición de auxiliar de su incapacidad política en Oriente Próximo, tocó el fondo de la impotencia y de la mendicidad financiera en los años noventa y 2000. En el resto del mundo árabe afloraba con frecuencia una suerte de menosprecio hacia Egipto. ¿No veíamos a los egipcios canjear descaradamente su “apoyo” a las potencias occidentales y a Arabia Saudí, a cambio de dinero contante y sonante? ¿No escondía una traición terrible el hecho de que el ejército egipcio recibiera, para pagar sus salarios y su tren de vida, más de 1,3 mil millones de dólares al año de EE UU, sabiendo que no podía obtenerse ningún puesto de alto mando de este Ejército si se manifestaba alguna veleidad de independencia respecto a EE UU?
Esta situación dramática favorecía principalmente al clan mafioso de los Mubarak y sus clientes dentro del país. Las élites políticas democráticas, como por otra parte las religiosase incluso las militares, se sentían profundamente humilladas. En realidad, la separación del resto del mundo árabe nunca fue digerida. Egipto no podía contar de verdad a no ser que fuera la voz de los árabes.
Todo esto vuelve hoy en los debates; el balance de este periodo siniestro se hace día tras día porque el retorno de Egipto al corazón del mundo árabe es inevitable, tanto más necesario cuanto que se produce en el curso de una extraordinaria revolución democrática. Los debates en curso en la sociedad civil egipcia ponen así de manifiesto varias lecciones.
Existe, en primer lugar, la convicción de que los pretextos utilizados por los dirigentes para mantenerse en el poder -el miedo al integrismo islámico y accesoriamente el conflicto con Israel- y los utilizados por sus aliados occidentales para apoyarles y seguir vendiéndoles armas, no han servido más que para reforzar esas dictaduras y aumentar la miseria y las desigualdades en el país. En ese despertar nacional, la cuestión interior condiciona la exterior. La mejor arma contra la inseguridad es la democracia, no la dictadura. Y Egipto solo volverá a convertirse en una potencia de peso si es capaz de servir de ejemplo democrático al resto del mundo árabe.
Luego está el hecho de que la revolución egipcia no es el resultado de una mera movilización política, sino la expresión de una reacción telúrica de la conciencia, esta vez árabe, ante el acontecimiento simbólico provocado por el joven tunecino Mohamed Buazzizi, que ha hecho vibrar a las masas egipcias más que la opresión impuesta a los iraquíes o a los palestinos. ¿No prefirió inmolarse antes que seguir sufriendo la humillación que todos los ciudadanos árabes sufren bajo la dictadura de dirigentes árabes? Esto es lo que inflamó la calle egipcia y eso significa, antes que nada, que hay todavía un sentimiento de solidaridad panárabe que ni el nacionalismo mezquino de los dirigentes ni el islamismo obtuso y totalitario de los integristas han logrado sofocar esos últimos 30 años. Pero a pesar de que en ciertas manifestaciones se vieran retratos de Nasser, ese espíritu no implica un retorno al viejo nacionalismo árabe, porque lo que emergió con la revolución de la plaza Tahrir es una nueva generación de egipcios más decidida, menos ideologizada y más realista que las del pasado. Una generación más concernida por la extensión universal de las libertades democráticas que por la exportación de un modelo revolucionario.
El mundo árabe debe recomponerse a través de este sistema de valores. Y no es casualidad que en todas partes -en Túnez, en Yemen, en Argelia, en Marruecos, en Jordania, en Palestina, en la península Arábiga- sea la misma generación la que ha cogido por sorpresa a las viejas oposiciones, notablemente debilitadas por los regímenes dictatoriales. Esta revolución árabe que muchos egipcios desean ansiosamente debe surgir de las profundidades de las mismas sociedades afectadas, y no ser exportada, como en los años cincuenta del siglo pasado, en la época del nasserismo.
Si estos últimos 30 años han sido testigo de la conversión de Egipto en una sucursal de la estrategia elaborada por Washington, Riad y Tel Aviv, hemos visto al contrario a Irán erigirse en ejemplo regional y, más recientemente, a Turquía, especialmente sobre el conflicto israelo-palestino. Otra prueba de que cuando Egipto está ausente, ninguna otra nación es capaz de darle al mundo árabe una voz significativa. Pero lo que aquí también llama la atención es el realismo con que se percibe esta cuestión en los debates: la dictadura, de Sadat a Mubarak, tuvo al menos el mérito de situar el conflicto israelo-palestino en el terreno de la paz y no de la guerra. Ninguna voz importante se alza hoy para cuestionar esta paz con el Estado hebreo. Es un logro. En cambio, lo novedoso es la idea de que Egipto debe reencontrar sus márgenes de maniobra diplomáticos y mostrarse más firme en la resolución pacífica de este conflicto. Y, en este punto, la actitud de Israel será decisiva. Si prevalece el realismo en Tel Aviv, la paz tendrá posibilidades, si no, muchos temen no poder controlar la reacción de la opinión pública egipcia.
Por último, se planteará también la cuestión de un eje de las democracias árabes. Egipto volverá a encontrarse, bajo unas nuevas condiciones, con el viejo conflicto por el liderazgo que, en la época de Nasser, le opuso a su principal competidor en la escena árabe: Arabia Saudí. Y esta es la gran incógnita. La respuesta dependerá de la evolución interna de las relaciones de fuerza entre el Ejército y los partidos políticos que están naciendo y que van a dirigir el país. Pero, pase lo que pase, nada más será como antes, cuando Egipto vegetaba a la sombra de una dictadura corrompida.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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